El pecado de la carne

Él hizo el conteo, como era costumbre. Sus hombres no sabían sumar, o sumaban mintiendo. Repitió la operación, confirmó: le faltaba un ternero.

Atrapó al peón sospechoso, lo amarró a una cuerda, montó a caballo y de a rastras se lo llevó lejos.

Desollado por los pedregales, el peón llegó más muerto que vivo, pero don Carmen Itriago se tomó su tiempo y lo estaqueó con esmero. Clavó las horquetas, una por una, y a cada horqueta ató, con tientos húmedos, las manos, los pies, la cintura y el pescuezo del condenado.

Los restos del peón lloraban:

—Yo le pago el ternero, don Carmen. Le doy lo que sea. La vida le doy.

Por fin encuentro a alguien que está de acuerdo conmigo —dijo el patrón, desde lo alto del caballo, y se alejó trotando en el polvo.

Testigos no hubo, más que el caballo, que ya es muerto. Del peón, comido por las hormigas y los soles, no se guardó ni el nombre: sólo quedaron los huesos, con los brazos en cruz, sobre la tierra roja. Y don Carmen no era hombre de andar hablando de estas cuestiones, porque la propiedad privada forma parte de la vida privada, y la vida privada es cosa de uno.

Sin embargo, Alfredo Armas Alfonzo lo contó. Él estuvo sin estar, y vio sin ver, como vio cuanta cosa ocurrió, desde que el mundo es mundo, en el vasto valle que el río Unare parte por la mitad.