No eran estallidos de celebración, eran ruidos de guerra. La metralla y las bombas aturdían el cielo de Zagreb, atravesado por las balas trazadoras.
Moría el año viejo y Yugoslavia moría, mientras Fran Sevilla terminaba de trasmitir a Madrid, a Radio Nacional, su última crónica del año.
Fran colgó el teléfono y miró el reloj, a la luz de un encendedor. Tragó saliva. Él estaba solo, en un hotel vacío, sin más compañía que los alaridos de las sirenas y los truenos del bombardeo, y faltaban pocos minutos para que naciera el año nuevo. Los fogonazos de la guerra, que se metían por la ventana, eran la única luz de la habitación.
Recostado en la cama, Fran arrancó doce uvas de un racimo. Y a la medianoche en punto, las comió.
Mientras comía las uvas, una tras otra, iba dando doce golpecitos, con un tenedor, en una botella de buen vino Rioja que se había traído de España.
Eso de los golpecitos en la botella lo había aprendido de su padre, cuándo Fran era niño y vivía en las orillas de Madrid, en un barrio que no tenía campanas.