La ofrenda

Enrique Castañares cumplió años, y hubo fiesta. Manuela Godoy no recibió convite; pero la llamaron las guitarras.

Ella no era de arrimarse. No se daba con nadie. Sin nadie, para nadie, había vivido y bebido sus años, nadie sabía cuántos, siempre encerrada en su ranchito de las afueras del pueblo de Robles. Se sabía que era tan pobre que ni pulgas tenía, y tan sola era que dormía abrazada a una botella.

Pero aquella noche, la noche de la fiesta, Manuela anduvo dando vueltas alrededor de la casa de los Castañares, curioseando por las ventanas, hasta que le ofrecieron entrar y se sumó al bailongo.

Bailó sin parar, hasta cansarlos a todos, y se tomó todo el vino.

Fue la última en irse. Le envolvieron unas tiras de asado y unas cuantas empanadas; y con esa carga en la espalda se marchó, al fin de la noche. Haciendo eses se metió en el maizal, y desapareció.

A la mañana siguiente, cuando Enrique, el cumpleañero, se asomó a la puerta, ella estaba allí. Esperando.

—¿Qué se le ha perdido, doña Manuela?

Ella negó con la cabeza. En sus manos, como en un cáliz, resplandecía un zapallito. Era el primer zapallito de su cosecha particular.

Es todo suyo —dijo.