Cuando el mundo estaba empezando a ser mundo, Tunupa, la montaña, perdió a su hijo, y ella vengó la muerte regando sobre la tierra la leche agria de sus pechos. La estepa andina, inundada, se convirtió en un infinito desierto de sal.
El salar de Uyuni, nacido de aquel rencor, traga a los caminantes; pero Román Morales se lanzó a atravesarlo, desde las orillas donde las llamas y las vicuñas detienen su paso.
A poco andar perdió de vista las últimas señales del mundo.
Pasaron las horas, los días, las noches, mientras crujían los cristales de sal bajo sus botas.
Quería volver, pero no sabía cómo, y quería seguir, pero no sabía adónde. Por mucho que se restregara los ojos, no conseguía encontrar ningún horizonte. Ciego de luz blanca, caminaba sin ver más que la blanca nada del fulgor de la sal.
Cada paso dolía.
Román había perdido la cuenta del tiempo.
Varias veces se desplomó. Y varias veces fue despertado a patadas por el hielo de la noche o por el fuego del día, y se alzó y siguió caminando, con piernas que no eran sus piernas.
Cuando lo encontraron, tumbado cerca de la aldea de Altucha, hacía rato que la sal había devorado sus botas a mordiscones y no quedaba ni una gota de agua en las cantimploras.
Resucitó de a poco. Y cuando se convenció de que no estaba en el cielo, ni en el infierno, Román se preguntó: ¿Quién habrá cruzado ese desierto?