Aquella mañana, Jorge Pérez perdió el trabajo. No recibió ninguna explicación, no hubo anestesia: de buenas a primeras, en un santiamén, fue echado de su empleo de muchos años en la refinería de petróleo.
Se echó a caminar. Caminó sin saber por qué, sin saber adónde, obedeciendo a sus piernas, que estaban más vivas que él. A la hora en que nada ni nadie hacen sombra en el mundo, las piernas lo fueron llevando a lo largo de la costa sur de Puerto Rosales.
En un recodo, vio una botella. Presa entre los juncos, la botella estaba cerrada con tapón y lacre. Parecía un regalo de Dios, para consuelo de su desdicha, pero Jorge la limpió de barro y descubrió que no estaba llena de vino, sino de papeles.
La dejó caer y siguió caminando.
A poco andar, volvió sobre sus pasos.
Rompió el pico de la botella contra una piedra y adentro encontró unos dibujos, algo borroneados por el agua que se había filtrado. Eran dibujos de soles y gaviotas, soles que volaban, gaviotas que brillaban. También había una carta, que había venido desde lejos, navegando por la mar, y estaba dirigida a quien encuentre este mensaje:
Hola, soy Martín.
Yo tengo ocho anios.
A mí me gustan los niogís, los huebos fritos y el color berde.
A mí me gusta dibujar.
Yo busco un amigo por los caminos del agua.