El caballo

Tarde tras tarde, Paulo Freire se colaba en el cine del barrio de Casa Forte, en Recife, y sin pestañear veía y volvía a ver las películas de Tom Mix.

Las hazañas del cowboy, de sombrero aludo, que rescataba a las damas indefensas de manos de los malvados, le resultaban bastante entretenidas, pero lo que a Paulo de veras le gustaba era el vuelo de su caballo. De tanto mirarlo y admirarlo, se hizo amigo; y el caballo de Tom Mix lo acompañó, desde entonces, toda la vida.

Mucho anduvo Paulo. Su trabajo de educador revolucionario, hombre que enseñaba aprendiendo, lo llevó por los caminos del mundo. Pero a lo largo de los caminos y los años y los premios y los castigos, ese caballo del color de la luz siguió galopando, sin cansarse nunca, en su memoria y en sus sueños.

Paulo buscaba por todas partes aquellas películas de su infancia:

—¿Tom qué?

Nadie tenía la menor idea.

Hasta que por fin, a los setenta y cuatro años de su edad, encontró las películas en algún lugar de Nueva York. Y volvió a verlas. Fue algo de no creer: el caballo luminoso, su amigo de siempre, no se parecía nada, ni un poquito se parecía, al caballo de Tom Mix.

Cuando sufrió esta revelación, Paulo murmuró:

—No tiene importancia. Pero tiene.