La recompensa

Sin casa y sin rumbo, sin dónde ni adónde, José Antonio Gutiérrez vivió y creció en las calles de la ciudad de Guatemala.

Para esquivar el hambre, robaba. Para esquivar la soledad, aspiraba pegamento y entonces se convertía en estrella de Hollywood.

Un día, se fue. Se fue lejos, al norte, al Paraíso. Esquivando a la policía, colándose en catorce trenes y caminando mil y una noches, consiguió llegar a California. Y allí se metió y se quedó.

Seis años después, en el barrio más miserable de la capital guatemalteca, los golpes en la puerta despertaron a Engracia Gutiérrez. Unos señores de uniforme venían a notificarle que su hermano José Antonio, enrolado en el Cuerpo de Marines, había muerto en Irak.

Aquel niño de la calle había sido la primera baja de las fuerzas invasoras en la guerra del año 2003.

Las autoridades envolvieron su ataúd en la bandera de las barras y las estrellas y le rindieron honores militares. Y lo hicieron ciudadano de los Estados Unidos, que era el premio que le habían prometido.

La televisión, que trasmitió en vivo y en directo la ceremonia, exaltó el heroísmo del valiente soldado que había caído combatiendo contra las tropas iraquíes.

Después se supo que lo había matado el fuego amigo, como se llaman las balas que se equivocan de enemigo.