Susurros

Luiza Jaguaribe estaba jugando en el jardín de su casa, en las afueras de Passo Fundo. Brincando en un solo pie, iba contando los botones del vestido:

—Uno, dos, porotos con arroz.

Contando los botones, adivinaba el marido que el destino le daría. ¿Se casaría con rey o con capitán, con soldado o con rufián?

—Tres, cuatro, porotos en el plato.

Pegó una voltereta en el aire, abrió los brazos, cantó:

—Cinco, seis. ¡Me caso con el rey!

Y al darse vuelta, chocó con las piernas de su padre y cayó al suelo. El padre, inmenso, alzado contra el sol, dijo:

—Basta, Luizinha. Se acabó.

Así, ella supo que el tío Moro ya no estaba más.

Se fue al Cielo, le dijeron. Y le dijeron que tenía que quedarse quieta y callada.

Pasaron unos días, llegaron las fiestas.

Aquella cena de Nochebuena juntó un familión. Luiza descubrió una parentela que jamás había visto, un gentío de ropas de luto.

La tía Gisela se sentó a la cabecera de la mesa interminable. El vestido negro, de cuello alto abotonado, le quedaba lindísimo, era una reina; pero Luiza no se atrevió a comentarlo.

Erguida la cabeza, la mirada perdida en el aire, la tía Gisela no probó bocado ni dijo nada. Hasta que a la medianoche, en pleno bullicio, habló:

—Dicen que hay que querer a Dios. Yo lo odio.

Lo dijo suavecito, casi callando. Sólo Luiza la escuchó.