Una tormenta feroz estaba bombardeando la ciudad de Buenos Aires.
El padre arrancó al bebé de los brazos de la madre, se lo llevó a la azotea y lo alzó, desnudito, en la lluvia helada. Y a la luz de los relámpagos, lo ofreció:
—¡Hijo mío, que las aguas del cielo te bendigan!
El recién nacido se salvó, nadie sabe cómo, de morir de pulmonía.
También se salvó de llamarse Descanso Dominical. El padre, anarquista pobre y poeta, siempre perseguido por los policías y los acreedores, quiso llamarlo así en homenaje a esa reciente conquista obrera, pero el Registro Civil no le aceptó el nombre. Entonces se reunieron los amigos, anarquistas pobres y poetas, siempre perseguidos por los policías y los acreedores, y discutieron el asunto. Y fueron ellos quienes decidieron que el niño iba a tener destino literario y merecía llamarse Catulo, como el poeta latino.
En el Registro Civil le agregaron el acento a Cátulo Castillo, el creador de La última curda y de otros tangos de esos que son para escuchar de pie, sombrero en mano.