El abuelo

Los geólogos andaban persiguiendo los restos de una pequeña mina de cobre que se había llamado Cortadera, que había sido y ya no era y que no figuraba en ningún mapa…

En el pueblo de Cerrillos, alguien les dijo:

—Eso, nadie sabe. El viejo Honorio, quién sabe si sabe.

Don Honorio, vencido por el vino y los achaques, recibió a los geólogos echado en el catre. Les costó convencerlo. Al cabo de algunas botellas y de muchos cigarrillos, que sí, que no, que ya veremos, el viejo aceptó acompañarlos al día siguiente.

Agobiado, a los tropezones, emprendió la marcha.

Al principio, andaba a la cola de todos. No aceptaba ayuda, y había que esperarlo. A duras penas consiguió llegar hasta el cauce seco del río.

Después, poquito a poco, pudo afirmar el paso. A lo largo de la quebrada y a través de los pedregales, el cuerpo doblado se le fue enderezando.

—¡Por ahí! ¡Por ahí! —señalaba el rumbo, y se le alborotaba la voz cuando reconocía sus lugares perdidos.

Al cabo de un día entero de caminata, don Honorio, que había empezado mudo, era el más conversador. Iba subiendo lomas y remontando años: cuando bajaron al valle, él marchaba por delante de los jóvenes exhaustos.

Durmió de cara a las estrellas. Fue el primero en despertarse. Estaba apurado por llegar a la mina, y no se desvió ni se distrajo.

Ése es el trillo de la excavadora —señaló. Y sin la menor vacilación, ubicó las bocas de los socavones y los lugares donde habían estado las mejores vetas, los fierros muertos que habían sido máquinas, las ruinas que habían sido casas, los secarrales que habían sido vertientes de agua. Ante cada sitio, ante cada cosa, don Honorio contaba una historia, y cada historia estaba llena de gente y de risa.

Cuando llegaron de regreso al pueblo, él ya era bastante menor que sus nietos.