El sol se está escondiendo tras los cipreses, cuando Aurora Meloni llega al cementerio de San Antonio de Areco. La han llamado:
—Necesitamos el lugar. Se muere mucha gente, usted comprenda.
Un funcionario le dice:
—Mucho gusto, señora. Son trescientos pesos. Aquí tiene.
Y le entrega una bolsa de ésas que se usan para echar la basura.
Un automóvil enorme la está esperando.
El chofer, vestido de negro desde la gorra hasta los zapatos, maneja en silencio.
Ella agradece ese silencio.
Al otro lado de la ventanilla, el mundo corre. En un descampado, unos muchachos juegan al fútbol. Aurora no soporta esa alevosa felicidad, y da vuelta la cara. Mira la nuca del chofer. No mira la bolsa, que viaja en el suelo.
Dentro de esta bolsa de plástico, ¿quién está? ¿Está Daniel? ¿Aquel muchacho que vendía con ella queso casero y dulce de leche en las ferias de Montevideo? ¿Aquél que amenazaba con cambiar el mundo y terminó en la cuneta de una carretera como ésta, con treinta y seis balazos en el cuerpo? ¿Por qué nadie les avisó que todo iba a durar tan poco? ¿Dónde están las palabras que no se dijeron? Las cosas que no hicieron, ¿dónde están?
Los que dispararon, los asesinos de uniforme, siguen estando donde estaban. Pero ella, ¿dónde está? En este automóvil de nunca acabar, este fúnebre adefesio de alquiler, ¿está ella? ¿Es ella esta mujer que se muerde los labios y siente agujitas en los ojos? ¿Será esto un automóvil? ¿O será aquel tren fantasma que alguna vez se escapó de la vía, con ella adentro, y se la llevó a ninguna parte?