Ardían las brasas, chorreaban sus jugos los chorizos, de las carnes doradas se desprendían aromas de perdición. Frente a su casona de piedra, en la sierra de Minas, monte adentro, don Venancio ofrecía un asado a sus amigos de la ciudad.
Ya estaban por empezar a comer, cuando el hijo menor, muy chiquilín todavía, anunció:
—Hay una víbora en la casa.
Y alzando un palo, pidió:
—¿La mato yo?
Fue autorizado.
Después, don Venancio entró y comprobó: un trabajo bien hecho. En la cabeza, aplastada por los golpes, se adivinaba todavía el dibujo de la cruz amarilla. Era una crucera, y de las más grandes. Dos metros, quizá tres.
Don Venancio felicitó al hijo, sirvió el asado y se sentó. El banquete fue celebrado largamente, con varios bises y mucho vino.
Al final, don Venancio brindó por el matador, anunció que iba a darle el cuero de la serpiente, su trofeo, y los invitó a todos:
—Vengan a verla. Era enorme, la hija de puta.
Pero cuando entraron en la casa, la serpiente no estaba. Don Venancio masculló la bronca, entre dientes, y dijo que hay que joderse, nomás:
—El compañero se la llevó para la cueva.
Y dijo que siempre es así. Sea serpiente o serpienta, macho o hembra, el muerto siempre tiene quien lo venga a buscar.
Entonces todos volvieron a la mesa, al vino y la charla y los chistes.
Todos volvieron, menos uno. A Pinio Ungerfeld le costó salir. Él se quedó en esa casa, un rato largo, clavado ante esa mancha negra seca en el suelo.