Aunque ya había empezado marzo, en Berlín aún gobernaba con mano férrea el invierno. Un cielo de color gris plomizo, por el que rara vez pasaba un rayo de sol, cubría la ciudad. Montones de nieve se apilaban junto a las aceras, por las que habían esparcido gravilla.
Pese al frío y a la humedad, Johann conducía el carruaje con seguridad por el reluciente empedrado, mientras su pasajero, Heinrich Bensdorf, contemplaba absorto las casas por las que pasaban.
Venía de una conferencia en la Charité, donde se había citado con el doctor Koch para pasar la velada juntos. Más que por la árida charla, había ido para encontrarse con su amigo, que le servía de distracción de los pensamientos que llevaban atormentándolo desde hacía más de un año.
Al principio, tras la huida de Ricarda, solo había sentido rabia. Te casaré, Ricarda, por más resistencia que opongas, le había jurado.
Para encontrarla había contratado expresamente a un detective… pero sin éxito. Nueva Zelanda era un país áspero y salvaje donde la gente todavía podía esconderse. Quizá Ricarda incluso hubiera adoptado otro nombre… Pero con el tiempo su ira se había desvanecido y había sido sustituida por la preocupación por su hija.
¿Habría tenido que apoyarla, en lugar de obligarla a casarse?
Esa pregunta le robaba el sueño más de una noche. Y también ahora, en que cada vez tenía menos ocupaciones cotidianas, le asaltaban dudas y reproches que lo llenaban de inquietud.
Mientras cruzaban por su cabeza las mismas preguntas y las mismas escenas, el coche dio un tirón porque una de las ruedas se había metido en un bache.
—¡Johann, haga el favor de no correr tanto! —gritó enojado Bensdorf, pero en realidad el enfado lo tenía consigo mismo.
Debería haber reconocido lo que se proponía. No la debería haber dejado marchar.
Al llegar a casa, el médico fue sin dilación a su despacho. Sobre el escritorio halló el acostumbrado montón de cartas. Debajo había también un sobre de papel amarillo que destacaba entre los demás por su enorme tamaño. A la busca de un remitente, Bensdorf lo volteó una y otra vez, pero no encontró ninguno. Sin embargo, le llamó la atención el matasellos del Royal Mail of New Zealand.
¡Una carta de Nueva Zelanda! Cogió el abrecartas con la mano temblorosa.
Tras rasgar el sobre apresuradamente, extrajo un recorte de periódico.
Tauranga News. Al ver el titular, de gruesas letras, y la foto de debajo, Heinrich Bensdorf se quedó paralizado. Mientras sus ojos recorrían a toda velocidad los renglones, de los nervios se puso a respirar entrecortadamente. El pulso se le aceleró tanto que de pronto se le taponaron los oídos; al fondo oía un murmullo, como si estuviera junto a un salto de agua.
¡Dios mío, será posible!
Al instante, el dueño de la casa salió precipitadamente de la habitación y estuvo a punto de chocarse con Rosa, que en ese momento se disponía a servirle el té. La criada retrocedió asustada y se le cayó un poco de té en el delantal.
—¡Llévelo al despacho! —dijo Bensdorf, y pasó de largo.
Tras la puerta del iris del salón reinaba el silencio, pero Heinrich sabía que allí encontraría a su esposa.
Cuando empujó la puerta con más fuerza de la necesaria, Susanne Bensdorf alzó sorprendida la vista de su bordado. Al ver las lágrimas que corrían por las mejillas de su marido, se asustó tanto que se le cayó el bastidor.
—Heinrich, ¿se puede saber qué…?
—Acabo de encontrar esto entre el correo —dijo con la voz temblorosa, agitando el sobre junto con el artículo del periódico.
Susanne frunció los labios y se arrugó la falda con las manos para disimular el descontrolado temblor que le entró al intuir de qué se trataba.
—Léela en voz alta, por favor.
Heinrich Bensdorf cogió aire y se enjugó las lágrimas con la manga.
—«Una boda por todo lo alto hechiza a la sociedad de Tauranga», le tradujo a su mujer al alemán. «El 12 de febrero de 1895, la directora del hospital de Tauranga, doctora Ricarda Bensdorf, y el muy respetable granjero señor Jack Manzoni contrajeron matrimonio. A la fiesta, que puede calificarse justificadamente como uno de los más grandes acontecimientos de la ciudad, fueron invitadas importantes personalidades de la ciudad que transmitieron sus deseos de felicidad a la joven pareja. Gracias a su compromiso con la atención a los enfermos de Tauranga, la doctora Bensdorf se ha convertido en una eminencia más allá de los límites de la ciudad. Esperamos que tanto ella como su esposo, que aboga activamente por el entendimiento entre los maoríes y los habitantes blancos de la isla, disfruten de muchos años de felicidad conyugal…»
Heinrich Bensdorf se interrumpió y miró a su mujer, que ahora también tenía los ojos y las mejillas bañados en lágrimas.
En ese momento, ninguno de los dos fue capaz de decir nada.
Cuando el médico dejó la carta, del sobre se cayó una tarjeta de visita. Ignorando las señas de la clínica, Heinrich Bensdorf le dio la vuelta y leyó en voz alta lo que ponía en el reverso:
—«Saludos desde Nueva Zelanda de vuestra hija, que os quiere, Ricarda. He encontrado la felicidad».