La brisa de la noche soplaba con suavidad por el monte Maunganui; a su paso, los árboles que cubrían su superficie como una alfombra emitían un murmullo reconfortante. El mar rompía contra las olas y algunas pardelas que anidaban en la montaña volaban dando chillidos por el cráter del volcán.
Mientras el día se desvanecía por el horizonte con su último resplandor rojizo, en el cielo iba apareciendo una estrella tras otra. Con la creciente oscuridad, su luz adquiría mayor intensidad, y al poco rato parecía como si Rangi se hubiera puesto un manto salpicado de diamantes para complacer a su amada Papa.
—¿Qué aspecto tendrán las estrellas vistas desde el monte Maunganui? —le había preguntado Ricarda en una ocasión a Jack, cuando este seguía convaleciente.
Y él había contestado con una sonrisa elocuente:
—Vayamos a verlas.
Por culpa de la lesión, entonces no estaba en condiciones de llevar a cabo su propósito. Aunque la recuperación había avanzado por buen camino, de todas maneras pasaron tres semanas hasta que se le curó la herida por completo y él volvía a ser el que era.
Pero al fin lo habían conseguido. Habían llegado a la pequeña plataforma cercana a la cumbre, y ahora, hombro con hombro, se quedaron escuchando el bramido del océano. El aroma de los árboles y de las flores se mezclaba con el olor a mar, y sobre ellos se extendía la Vía Láctea, mientras por el horizonte salía de entre la niebla una luna llena y rebosante que lo iluminaba todo con su intenso fulgor amarillo. Ningún pintor habría sido capaz de plasmar esa imagen de una manera más perfecta.
—¿Y bien? ¿Qué te parecen las estrellas desde aquí arriba? —preguntó Jack mientras, con un gesto protector, le echaba el brazo por el hombro.
Ricarda, que en ese momento se sentía como en el paraíso, se arrimó a él sonriendo.
—¡Preciosas! Ojalá tuviéramos una cabañita aquí arriba para retirarnos de vez en cuando.
—Para eso no necesitamos una cabaña —dijo Jack, besándole la coronilla—. Solo una tienda de campaña. ¿Y acaso no es el cielo que nos rodea la mejor tienda de campaña?
—¿Y si algún día somos demasiado viejos como para subir aquí arriba? —preguntó Ricarda.
Y se imaginó viviendo allí arriba, libres de obligaciones y de todo el mal que había en el mundo. Pero ese pensamiento no duró mucho. Estoy aquí para suprimir del mundo el mal y los sufrimientos, pensó. No puedo retirarme sin más.
Algo así debía de estar pensando Jack.
—Las estrellas brillan igual en todas partes. Y todavía somos lo bastante jóvenes como para contemplarlas desde cualquier lugar.
Pero ¿cuánto tardaremos en volver a encontrar la ocasión de contemplarlas?, se preguntó Ricarda, mientras le pasaba a Jack el brazo por la cintura y sentía su calor.
La detención de Borden tuvo muchas consecuencias en la ciudad. Después de acusar en su declaración a Doherty, también este fue encarcelado. De este modo, el hospital se quedó sin director, lo que llevó al alcalde Clarke a ir esa misma noche a la granja y pedirle a Ricarda que se ocupara de los pacientes de Doherty.
Naturalmente, Ricarda se mostró enseguida dispuesta, aunque Clarke al principio le dijo que era algo provisional. Pero luego se dio cuenta de que en realidad no había otro candidato mejor para la dirección del hospital que Ricarda.
—¿Has pensado si te vas a encargar de dirigir el hospital para siempre? —preguntó Jack, como si intuyera su pensamiento.
—Naturalmente. Pero me siento muy unida al pabellón. Es algo especial.
—Seguirá siéndolo aunque traslades la consulta. Te lo aconsejo: acepta el puesto. No conozco a nadie más capacitado que tú para ese trabajo. La ciudad te necesita.
La sonrisa de Ricarda reveló que eso era exactamente lo que se proponía.
—Los amigos de Doherty lo verán de otra manera. Y por lo que he oído, en la ciudad todavía hay gente que no quiere ser tratada por una mujer.
—Después de todas las dificultades que ya has superado, eso es una insignificancia. —Jack metió la mano en el bolsillo interior de su chaqueta, mientras continuaba—: No puedes esperar que te quieran todos los habitantes de Tauranga. Pero la mayoría lo hará, y estoy seguro de que también te granjearás el respeto de los más críticos.
—¡Eso espero! —respondió Ricarda con resolución—. Y voy a empezar por las enfermeras.
—¡Ese es el espíritu de lucha que tanto me gusta de ti!
Jack tenía una cajita en la mano. ¿Qué dirá al respecto?, se le pasó por la cabeza mientras se le aceleraba el pulso. Espero no asustarla.
—Seguro que Mary no se priva de difundir esa noticia en la recepción que va a dar la próxima semana —siguió charlando alegremente Ricarda.
Pero cuando miró a Jack, enmudeció. Tenía una extraña expresión en los ojos. ¿Qué le pasará?, se preguntó de repente. ¿A qué viene esa cara tan seria? ¿Y por qué estará tan nervioso?
—En tal caso, quizá tenga que anunciar otra cosa más —dijo Jack, arrodillándose ante ella.
Al principio, Ricarda se quedó perpleja, pero luego intuyó algo que hizo que su corazón aleteara como un colibrí.
—Oh, salvadora de mi vida —comenzó Jack suavemente, mientras le cogía la mano derecha con tanto cuidado como si pudiera hacerle daño—. Aunque trabajes en la ciudad y conviertas el hospital en el mejor de toda la Isla Norte, no pienso dejar que te vayas de la granja. Mi casa y, sobre todo, mi corazón te anhelan, queridísima Ricarda. Anhelan tu belleza, tu bondad y tu gentileza.
Luego le soltó la mano y abrió el puño con la cajita. Levantó la tapa y sacó un anillo de oro con un pequeño diamante. Un último rayo de luz incidió en las facetas de la piedra preciosa, que lanzó un destello.
—No es una estrella auténtica que haya cogido del cielo para ti, pero te juro que a la luz del día brilla como el más luminoso de todos los astros. Si quieres, será nuestro hijo de la luz. —Respiró profundamente para que no le temblara demasiado la voz—. Te amo, Ricarda Bensdorf. ¿Quieres casarte conmigo?
Ricarda se quedó sin respiración, mientras las lágrimas de una felicidad indescriptible se agolpaban en sus ojos. De pronto se le quedaron las manos heladas y el corazón le empezó a latir con más fuerza que un redoble de tambores. Todo daba vueltas a su alrededor, pero las manos fuertes de Jack la sujetaron y le pusieron con delicadeza la sortija de la estrella.
Sollozando de alegría, Ricarda se echó al cuello de Jack y lo besó.
—¡Yo también te amo, Jack Manzoni! ¡Sí quiero, Jack!