26

Jack permaneció inconsciente también al día siguiente. La herida parecía levemente inflamada, tenía poco pulso, y Ricarda notó que le subía la fiebre.

Le vinieron a la memoria historias de balas envenenadas de pistola. ¿Estaría envenenada la bala? Además le preocupaba que la cantidad de éter que Doherty le había administrado a Jack fuera excesiva. También existía el riesgo de que sufriera daños cerebrales por una narcosis etérea. En esos casos, los pacientes normalmente dejaban de respirar de repente; de ahí que Ricarda no le quitara ojo de encima.

Por favor, Jack, vuelve a mí, imploró desesperada.

Al anochecer, Kerrigan entró en el dormitorio y la miró un poco asustado.

La propia Ricarda sabía que tenía aspecto de estar muerta de cansancio. Pero, pese al agotamiento, no era capaz de tumbarse.

—¿Trae novedades? —preguntó, dirigiendo de nuevo la mirada a Jack.

—Bessett ha sufrido otro infarto —respondió el capataz.

¡Dios mío, entonces es verdad que Jack y él se pelearon!, pensó Ricarda asustada.

—Han encontrado su escopeta junto a él.

Ricarda cerró los ojos y respiró entrecortadamente.

—Eso no significa que haya disparado —dijo Kerrigan—. Nadie sabe nada de una pelea entre él y el señor Manzoni. Seguro que los criados lo habrían comentado.

—No obstante, a lo mejor discutieron —respondió Ricarda.

Y se cruzó de brazos temblando, pues de pronto tenía tanto frío como si le hubieran volcado un balde de agua helada por encima.

Kerrigan bajó la cabeza. Se veía obligado a reconocer que, a la vista de los hechos, resultaba difícil sospechar otra cosa.

—¿Qué hay de Bessett? —intentó averiguar Ricarda, pues si había disparado tendría que ser castigado—. ¿Está en el hospital?

—Está muerto, doctora.

—¿Qué ha dicho? —preguntó Ricarda horrorizada.

—No ha sobrevivido al infarto. Si realmente disparó contra el señor Manzoni, Dios le ha impuesto un justo castigo.

—Pero usted no cree que fuera él, ¿no?

—En cualquier caso, seguiré buscando información —respondió elusivamente el capataz—. Entretanto, usted debería concederse un pequeño descanso, doctora. Si quiere, me quedo yo velándolo.

—Gracias por su amable ofrecimiento, Tom. Pero todavía me sostengo de pie.

Cuando al día siguiente tampoco se veía ninguna mejora, Ricarda decidió pedirle ayuda a Moana. Desde el punto de vista de la medicina académica, salvo la inconsciencia, todo estaba en orden. Quizá pudiera ayudarle la medicina de los maoríes.

Después de encargar a Kerrigan que vigilara a Jack, fue al poblado a caballo.

Al principio, Moana supuso que su visita estaba relacionada con el tatuaje. Ricarda negó con la cabeza. El delicado zarcillo se le había curado sin que se diera cuenta, probablemente porque no había tenido tiempo de fijarse en él.

—Se trata de Jack —le contestó, y brevemente le describió lo que había ocurrido.

Moana la escuchó con cara de preocupación; luego se metió en la cabaña y volvió con una bolsa de tela. La curandera se montó en el caballo detrás de Ricarda.

En la granja, algunos pacientes de la ciudad esperaban a Ricarda. Les pidió paciencia y llevó a Moana junto a Jack.

—Tú ocupas de otra gente, yo quedo con kiritopa —explicó Moana.

Ricarda aceptó de mala gana. Atendió a sus pacientes lo más aprisa posible y regresó corriendo junto a Jack.

En cuclillas al lado de la cama, Moana tenía la mano derecha sobre el pecho de Jack, como si quisiera sentir los latidos de su corazón. Cuando entró Ricarda, se levantó.

—Mal espíritu tiene atrapada alma de kiritopa. Yo cantaré karakia, pero antes darle rongoa.

Moana abrió la bolsa de tela. Algunas de las plantas y hierbas que llevaba las conocía Ricarda; otras le eran ajenas. Que un mal espíritu se hubiera apoderado de Jack le resultaba extraño. Moana, en cambio, creía firmemente en ello.

Ya ves hasta dónde has llegado con tu medicina académica, pensó Ricarda. Moana tendrá sus razones. Y no tienes a nadie más a quien puedas pedir ayuda. Pero las dudas la desgarraban como las rapaces a sus presas. ¿Y si lo hubiera dejado en manos de Doherty? Quizá entonces ya hubiera despertado.

—¿Puedo ayudar? —preguntó finalmente.

Moana asintió y le indicó el sitio de enfrente.

—Tú estarás ahí para cuerpo. Yo para espíritu.

Ricarda se acuclilló junto a Jack y le cogió la muñeca para tomarle el pulso. Seguía sin haber ningún cambio. Su corazón latía con regularidad, pero débilmente.

Gracias a sus infusiones con agua salada no se deshidrataría, pero de todos modos no podía seguir mucho tiempo en ese estado.

Moana no lograba administrarle los medicamentos.

A Ricarda se le ocurrió el método del embudo con el que alimentaban a la gente forzosamente en algunos manicomios. Pero no se lo quiso aplicar a Jack.

Como no podía tragar, al final Moana le puso debajo de la lengua unas hojas que previamente había rasgado con las uñas.

Rongoa ayudará a liberar espíritu para karakia —explicó.

Mientras la curandera entonaba sus cánticos, Ricarda permaneció sentada, sin moverse, al lado de Jack.

Se sentía como aquella vez en la casa de las reuniones. Los cánticos la transportaban a un estado similar al trance que le hacía olvidar todas las preocupaciones. Hasta que no cesaron las melodías, Ricarda no regresó al presente.

Presa de la curiosidad, miró a Jack, pero vio que seguía igual de inmóvil.

¿Acaso esperabas un milagro?, se amonestó en silencio.

Moana continuaba impertérrita.

—Yo regreso y traigo otro rongoa. Malos espíritus muy fuertes, pero yo ahuyentar.

Ricarda asintió medio aturdida. Su desesperación era inconmensurable. ¿Para qué tantos años de carrera si luego, con todos mis conocimientos, ni siquiera puedo ayudar al hombre que amo?, se preguntó. Pero luego se recriminó por pensar así y su fuerza de voluntad venció al desánimo. Aún late su corazón, se dijo. Y mientras siga latiendo hay esperanza y no me daré por vencida.

Por la noche volvió la tormenta, esta vez con una vehemencia nunca vista hasta entonces por Ricarda. Los truenos retumbaban por todo el campo y su eco resonaba en el monte Maunganui. Los rayos zigzagueaban y teñían las nubes bajas primero de un blanco resplandeciente y luego de un violeta rojizo.

Ricarda preparó una cena sencilla a base de pan, queso de oveja y fruta e invitó a Moana, que bajo una lluvia torrencial había llegado a la casa de la granja con un hatillo. Cenaron en silencio y después se acercaron de nuevo a la cama del enfermo.

Ricarda examinó la herida y cambió la venda bajo la mirada interesada de Moana.

—Cuando herida tiene fuego, entonces poner kowhai o harakeke —le aconsejó la curandera.

Para entonces Ricarda ya conocía las dos plantas.

El kowhai era un árbol cuya madera usaban los maoríes para los cercados. Con la hemoglobina de sus flores amarillas se teñían las telas. Y para las contusiones, la piel infectada y las heridas utilizaban la corteza como remedio.

Harakeke, sin embargo, era el nombre maorí de una planta liliácea cuyas fibras vegetales se trabajaban como si fuera cera. Con ella hacían los maoríes no solo ropa, colchones, redes, sedales y cestos, sino que con la savia curaban también las inflamaciones y utilizaban partes de las raíces para combatir el dolor de muelas.

Ricarda tomó nota del consejo. El orificio de la bala todavía no mostraba síntomas de gangrena, pero a la menor sospecha utilizaría esas plantas medicinales.

Moana continuó con sus rituales. Quemó unas cuantas hojas machacadas en un cuenco y lo volcó, como si fuera un incensario, sobre la cabeza de Jack, mientras reanudaba los cánticos.

Con la lluvia de fondo tamborileando en los cristales de las ventanas, las melodías resultaban un tanto fantasmales.

Al rato, Moana sacó un extraño instrumento de su hatillo. La boquilla tenía la forma de una cara tallada, y en el otro extremo había una concha grande de una caracola marina. Del instrumento colgaban unos cordones con perlas ensartadas y plumas blancas como la nieve.

—¿Qué es eso? —preguntó Ricarda.

En el ritual de la fiesta de la Matariki ya había visto unos cuernos de concha parecidos.

—Putatara —le explicó Moana—. Yo ruego a Tane ayuda para sacar espíritus.

Se llevó el instrumento a los labios, metió un poco la mano derecha dentro de la concha de la caracola y empezó a tocar.

Al principio el sonido era sorprendentemente agudo, pero Moana lo modulaba con la voz de modo que subiera o bajara. También cambiaba el volumen del mismo modo. Algunos sonidos los notaba Ricarda literalmente bajo la tapa de los sesos o en el fondo de los ojos. Algunas notas y modulaciones del tono se le adherían a la frente y la hacían vibrar. Ricarda sintió la necesidad imperiosa de cerrar los ojos.

Fue sumergiéndose poco a poco en los sonidos hasta que creía estar suspendida sobre un verde paisaje que ascendía hacia las cataratas de Wairere. De pronto, un fuerte gemido de dolor la arrebató de su visión. Ricarda se sobresaltó.

¡Jack se despertaba! Rápidamente le tomó el pulso. ¡Su corazón latía de nuevo con fuerza!

Cuando el enfermo empezó a toser, Ricarda lo incorporó por los hombros. En su pijama apareció una mancha de sangre; sin duda se había vuelto a abrir la herida por el esfuerzo. Pero Ricarda no le dio importancia.

—¡Jack, vida mía, despiértate, por favor! —le suplicó, mientras lo seguía sujetando—. ¡Vuelve conmigo!

Cuando ya parecía que su conciencia pugnaba por regresar, de repente su cuerpo volvió a desplomarse.

Ricarda dio un grito de desesperación. Arrimó la cabeza a su pecho para oír los latidos de su corazón, pero antes de que los percibiera, oyó un suave susurro:

—Ricarda.

Esta exhaló un suspiro de alivio que pronto se convirtió en un sinfín de sollozos. Jack se había despertado. ¡Viviría! Ricarda se arrodilló agradecida junto a la cama. Las lágrimas le recorrían las mejillas enturbiándole la visión de Jack; así se desahogaba de toda la tensión acumulada en los días anteriores, mientras, Moana continuó tocando.

—Maldición era poderosa —afirmó Moana, cuando finalmente Ricarda la acompañó fuera—. Alguien no solo envió bala, sino también mucha ira. Eso haberle mantenido en mundo de espíritus. Pero ya pasó.

¿La ira de Bessett?, se preguntó Ricarda, recordando lo que le había contado Kerrigan. ¿Es posible que su espíritu haya poseído a Jack desde la muerte?

No, no quería creer en esas cosas.

Lo único que importaba en ese momento era que el sonido de la putatara había sacado a Jack de su inconsciencia. Posiblemente hubiera una explicación completamente natural al respecto. Si el instrumento había surtido un efecto tan grande en ella y en sus sensaciones, también era posible que las ondas sonoras hubieran provocado alguna reacción en el cerebro de Jack.

Ricarda se propuso averiguarlo algún día. Quizá pudiera añadir a su repertorio una especie de terapia musical.

Pero ahora se despidió de Moana llena de agradecimiento, prometiéndole que en los próximos días volvería a ver a Taiko. A continuación, regresó al dormitorio.

Después de haber vuelto en sí, Jack se había sumido en un sueño normal. Su respiración parecía estable.

Ricarda se tumbó a su lado en la cama y, llena de ternura, contempló su cara. Luego espabiló y se levantó.

Aún seguía bajo la impresión del milagro obrado por Moana. Si los dioses realmente se apiadaban de los curanderos, desde luego Moana se lo había merecido. No le extrañaba que en su tribu disfrutara de mucho prestigio o mana.

A mí también me gustaría gozar algún día de tanto prestigio, pensó Ricarda, mientras se remangaba el vestido de modo que se viera el tatuaje.

Una vez quitado el enrojecimiento, el dibujo parecía como si hubiera sido tallado en la piel.

Esa noche Ricarda durmió como un lirón. Aunque se había propuesto echar de vez en cuando un vistazo a Jack, no se despertó.

A la mañana siguiente, Kerrigan llamó a la puerta después del desayuno.

—¿Qué tal está? —preguntó.

—Ayer se despertó un momento y ahora está durmiendo sin más —le explicó Ricarda.

En el rostro de Kerrigan apareció una expresión de alivio.

—Eso se lo debemos a la curandera, ¿no cree?

Ricarda asintió seriamente.

—No se debería minusvalorar a los curanderos de los maoríes.

—¡Ni que lo diga, doctora! En mi tierra también hay curanderos que le quitan a uno incluso enfermedades de los huesos que los sabios doctores ni siquiera conocen.

Quizá vaya siendo hora de que yo también aprenda a tratar esas enfermedades, se dijo Ricarda.

A última hora de la tarde, Jack se despertó. Ricarda se había sentado de nuevo junto a su cama y, en ese momento, fue a levantarse para comprobar si tenía pacientes esperándola.

—Quédate otro ratito conmigo.

Ricarda, que ya había llegado a la puerta, se quedó tan quieta como si hubiera echado raíces.

—¡Jack! —exclamó, volvió corriendo a su cama y lo besó con ternura—. ¡Qué contenta estoy de que estés otra vez conmigo!

—¡Si no me he ido!

—Sí te has ido. Tu alma se ha ido. Moana cree que era una maldición.

—¿Quién iba a querer maldecirme?

Bessett, por ejemplo, estuvo a punto de contestar, pero luego decidió no darle todavía la noticia de su muerte.

—Por cierto, te ha operado Doherty. Yo fui a recogerte después.

Jack estiró la mano sana y le acarició las mejillas.

—De manera que te has atrevido a meterte en la cueva del león.

—No quería que continuara él con el tratamiento. Es probable que eso me acarree algún disgusto, pero me da igual.

Jack la atrajo con cuidado hacia él. Aunque le dolía la herida, no dejaba de besar a Ricarda.

—Ah, tengo una sorpresa —dijo ella, cuando sus labios se separaron.

Se desabrochó el vestido, se bajó la manga y le enseñó el tatuaje.

Jack sonrió cariñosamente.

—Ahora en Europa te tomarán por un marinero o por una prostituta.

—No tengo previsto volver —respondió ella—. Pese a todas las contrariedades, este país es mi patria. Y eso se debe sobre todo a ti.

Dicho lo cual, lo besó de nuevo y se levantó de la cama.

—Ha sido Borden —dijo de repente Jack, como si de pronto le hubiera venido el recuerdo.

Ricarda se volvió extrañada. Antes de que pudiera preguntar, Jack le dio la respuesta.

—Él me disparó.

—¿Por qué iba a hacer una cosa así?

—Nunca te lo he contado… —empezó él.

Aún tenía la voz débil. Ricarda quería aconsejarle que no hablara, pero él no lo habría permitido.

—Poco después de traerte a mi casa, estuve en la ciudad. Recogí tus cosas y me encontré con Borden. Como estaba convencido de que estaba detrás del incendio de tu consulta, me abalancé sobre él y lo tiré al agua.

—¿Qué dices que hiciste?

La pregunta de Ricarda fue apenas un susurro. Horrorizada, se llevó la mano a la boca.

—Le di una paliza. Pensé que si no recibía ningún otro castigo, por lo menos que llegara a su casa empapado como un perro. Pero en lugar de enfrentarse directamente conmigo, el muy cobarde me la juega por la espalda. Mi intención era ir a ver a Bessett.

Al decir la última palabra, se desplomó en la almohada.

Ricarda se debatía consigo misma: ¿Se lo cuento o no? Si no lo hago, probablemente se lo tome a mal.

—Entonces ¿no hablaste con Bessett?

Jack negó con la cabeza.

—Cuando crucé la puerta, vi a alguien merodeando por la casa. Habría jurado que era el hermano de Taiko. En el momento en que me disponía a llamarlo, sonó el disparo.

El hermano de Taiko… resonó en la cabeza de Ricarda. Antes de sacar una conclusión, Jack le preguntó:

—¿Qué te pasa de repente?

—Bessett está muerto. Le ha dado un infarto.

—¿Qué? —dijo Jack asustado y con los ojos abiertos de par en par.

—Me lo ha contado Kerrigan. Lo encontraron delante de su casa, con una escopeta a su lado. Al principio creí que te había disparado él.

Jack se quedó sin habla. No daba crédito a lo que oía.

¿Tanto le habrá asustado el joven guerrero? ¿Querría el chico hablarle de su hijo? ¿Se lo contaría y por eso sufrió un infarto?

—¿Se conocen más detalles? —preguntó finalmente, mientras intentaba digerir la noticia.

—Kerrigan va a ver si se entera. Hasta ahora los dos creíamos que Bessett fue quien disparó. —Tras una breve pausa, añadió—: Voy a ir a la Policía. Después de lo que ha hecho, Borden tiene que pagar.

—Más vale que esperes a que vuelvan los hombres —objetó Jack, cogiéndola de la muñeca—. Kerrigan puede acercarse a caballo hasta la Policía.

—No, Jack. Tengo que hacerlo y ya sabes por qué. Quizá no se pueda demostrar que Borden instigó a los matones que prendieron fuego a mi consulta, pero por la bala que te ha metido en la espalda ¡las pagará!

Dicho esto, se agachó sobre Jack y le dio un beso.

Mientras la lluvia azotaba de nuevo el campo, Ricarda cabalgaba hacia Tauranga. Primero le había preparado el desayuno a Jack y le había pedido a Tom que le hiciera compañía.

Cuando por fin llegó a la ciudad, estaba empapada de pies a cabeza. Tenía el vestido pegado al cuerpo como si fuera una segunda piel. Pero no le importaba. De camino hacia la comisaría, pasó por delante del salón de Borden. Paseó la mirada por la fachada y por las lámparas de aceite que tremolaban tras las ventanas propagando una luz difusa. Por un momento, en una de las ventanas, vio recortada la cara de un hombre que se retiró apresuradamente.

Rabiosa y enfurecida, siguió cabalgando. ¡Ese tipo había atacado al hombre que amaba! Ella se encargaría de que pagara por ello. Ese pensamiento la consoló y le dio confianza.

A Ricarda le llegó el olor a café recién hecho cuando entró en la comisaría de la calle Monmouth. Los guardias se habían reunido en torno a una mesita que se hallaba tras el mostrador de la recepción. Las chaquetas de sus uniformes colgaban del respaldo de las sillas.

Al ver a Ricarda, uno de ellos se levantó, cogió la chaqueta y se la puso por encima.

—Buenos días, señora. ¿Qué puedo hacer por usted?

—Me gustaría hablar con su superior. Es importante.

—¿Con el inspector jefe? —se extrañó el agente.

Ricarda asintió con la cabeza.

—Las circunstancias no admiten demora.

El hombre la miró de arriba abajo como preguntándose de qué podría tratarse, antes de responder:

—Espere un momento, por favor.

Al cabo de un rato apareció un hombre alto de pelo oscuro que llevaba un traje gris impecable. La camisa, de un blanco reluciente, estaba almidonada, y del chaleco le colgaba la cadenilla de un reloj.

—Soy el inspector jefe Emmerson —se presentó.

—Doctora Ricarda Bensdorf.

A Emmerson le sonaba el nombre.

—Es usted la doctora a la que quemaron la consulta, ¿no?

Ricarda asintió. Se acordaba bien del agente que le había tomado declaración estando ella todavía en cama. De todos modos, no figuraba entre los hombres sentados en torno a la mesa.

—¿Viene usted por ese motivo? Si es así, siento comunicarle que nuestras pesquisas no han arrojado todavía ningún resultado.

—Mi deseo es otro.

—Bien, entonces vayamos a mi despacho.

El inspector jefe abrió la trampilla que cerraba el paso hacia el otro lado del mostrador y la llevó por un pasillo hacia una puerta abierta.

—Qué tiempo más espantoso, ¿verdad? —preguntó en tono de charla—. Se diría que va a empezar la temporada de lluvias. Mientras hace sol echamos de menos la lluvia, y cuando por fin llueve estamos deseando que salga el sol. El ser humano es difícil de contentar.

Ricarda no contestó, aunque en el fondo le daba la razón.

—¿Qué puedo hacer por usted? —preguntó Emmerson, una vez cerrada la puerta.

—Al señor Manzoni lo han disparado. Como él mismo dice, ha sido el señor Borden.

Emmerson arqueó las cejas.

—¿Un tiroteo en la ciudad?

—En las afueras de Tauranga, ante la finca de Bessett. Hace ya unos días.

—¿Y hasta ahora no lo denuncia?

—Antes no sabía cómo se habían desarrollado los hechos. El señor Manzoni ha estado inconsciente mucho tiempo. Hasta que no ha vuelto en sí no ha podido contarme que fue Borden quien lo disparó.

—¿Está el señor Manzoni apto para prestar declaración? —preguntó Emmerson, levantándose de la silla.

—Como médico que le está tratando, yo diría que sí. De todas maneras, no lo fatiguen demasiado.

—Le prometo que no lo haré. Solo les diré a mis hombres que arresten al señor Borden y luego iré yo personalmente a ver al señor Manzoni.

Borden tenía la sensación de que la mirada centelleante de la jinete le había traspasado. Sin duda era Ricarda Bensdorf. ¿Qué se le habría perdido por allí? ¿Iría a avisar al sepulturero para que fuera a recoger a Manzoni?

Habían llegado a oídos de Borden las libertades que ella se había tomado con respecto a Doherty. Aparte de que con ello quizá hubiera sentenciado a muerte al italiano, sin duda se había vuelto socialmente inaceptable en toda la ciudad. De todas maneras, Borden había contado con que Manzoni muriera esa misma noche. El disparo era certero, de eso estaba convencido.

Pero ahora le asaltaron las dudas. Recordaba bien la mirada que le había lanzado Manzoni antes de caer sobre el cuello del caballo. ¿Se acordaría de mí en caso de que aún siguiera vivo?

Las palmas de las manos se le llenaron de sudor. Ahora reconocía que hubiera sido mejor dejar a Ricarda Bensdorf en paz, pero ya era tarde.

Unos pasos atropellados subían la escalera.

Seguro que no es más que alguna de mis chicas con un cliente. O el camarero.

Pero los pasos se acercaron justo hasta la puerta. Llamaron.

—¿Señor Borden? —preguntó una voz.

Borden se volvió y su mirada taladró la puerta.

—¿Quién es?

—¡La Policía!