Jack y Ricarda pasaron otros dos días en el bosque. Seguían el curso del río, se abrían camino a través de la espesura y, por la noche, se sentaban muy juntitos junto al fuego y asaban batatas. Las noches las pasaban abrazándose apasionadamente hasta que la extenuación se cobraba su tributo.
Una tarde nubosa que de nuevo anunciaba lluvia, regresaron.
Cuando entraron por la puerta de la finca, les salió al encuentro una niña maorí. Ricarda creía haberla visto durante el powhiri y la fiesta de Año Nuevo.
Tirando de la ropa de Jack, la maorí le hablaba insistentemente de algo en su lengua. Ricarda no entendía una palabra, pero intuía que se trataba de algo terrible.
¡Santo cielo!, ¿no le habrá pasado nada a Margaret?, pensó.
—¿Qué ocurre? —preguntó, una vez que la niña se quedó callada.
—Dice que Taiko va a dar a luz, pero que el niño no quiere salir. Moana pide ayuda.
¡Dios mío, ayúdame!, pensó Ricarda, al saltar de la silla e ir a sus aposentos. Con el maletín de médico se volvió a subir al caballo.
—Monta.
Jack subió a la niña delante de Ricarda y espoleó al animal.
Por aquel terreno no se podía cabalgar deprisa, pero Ricarda no aminoró la marcha. A saber cuánto tiempo hace que nos está esperando la chica. Espero que no sea demasiado tarde.
Cuando llegaron a la kainga, Ricarda se apeó y siguió a la niña a la cabaña de Moana. Esta vez no hubo ritual de saludo.
La parturienta estaba rodeada de algunas mujeres que, sin saber qué hacer, entonaban los cánticos rituales.
Sin más demora, Ricarda empezó con el reconocimiento. ¡El niño se presentaba de nalgas! No era de extrañar que no quisiera salir. Una ojeada a la futura madre le bastó para saber que le quedaban pocas fuerzas. También había perdido mucho líquido amniótico. Si no actuaba con rapidez, morirían los dos, Taiko y el niño.
Mientras se volvía hacia su maletín de médico, Ricarda sopesó las posibilidades. Podía intentar dar la vuelta al niño dentro del vientre de su madre, pero apenas daba tiempo. La otra opción era mucho más peligrosa, pero no obstante a Ricarda le pareció la única posible. Si hago una incisión rápida y lo más pequeña posible, quizá se detenga la pérdida de sangre, pensó, y cogió el escalpelo, aguja e hilo. Pero antes de dar comienzo, había que adormecer a la chica. Seguro que los maoríes tenían drogas que hacían un efecto parecido al de la morfina.
—Moana, ¿tienes rongoa para que Taiko se duerma? —se dirigió a la curandera—. Tengo que abrirle la tripa para sacar al niño —dijo recalcando sus palabras con un gesto elocuente.
Moana la miró asustada, pero hizo un gesto afirmativo.
Las otras mujeres miraban atemorizadas a Ricarda. También ellas habían entendido lo que se proponía hacer. Le habría gustado echarlas de la cabaña, pero hubiera sido una descortesía.
Después de que Moana le pusiera a la parturienta un par de hojas debajo de la lengua, Ricarda desinfectó los instrumentos, volvió a palpar la barriga de la mujer y examinó el orificio uterino.
La curandera se puso a hablar con Taiko hasta que las respuestas le salían entrecortadas y su mirada se perdía en la lejanía.
—Papa y Rangi te ayudarán —dijo Moana.
Ricarda indicó que había que empezar. Rara vez había estado tan nerviosa como en este momento. El corazón le bombeaba hasta oprimirle el pecho, tenía la garganta seca y las sienes palpitantes de la tensión. Se frotó las manos frías y suplicó, en silencio, que los dioses le fueran propicios.
Respiró hondo, miró las pupilas de Taiko y cogió el escalpelo. Con dos dedos estiró la piel que recubría la vulva de la chica. Dios me asista, rezó, y dio el primer corte.
En los siguientes minutos luchó como nunca con el miedo, mientras revisaba mentalmente las páginas del libro de texto en las que se describía la cesárea. Fue cortando capa por capa de piel hasta que finalmente llegó a la matriz.
Vas a salvar al niño y a la madre, se juró. No puedes fallar. Aunque tenía las manos y la falda llenas de sangre, no se daba cuenta. Ignorando las pulsaciones de sus venas, Ricarda se concentró por completo en la intervención.
Las drogas que Moana le había administrado a Taiko surtían efecto, si bien no podían bloquear del todo la sensación de dolor. La embarazada soltaba gemidos.
¡Tengo que darme prisa!, pensó Ricarda. Finalmente, consiguió meter la mano en el útero y tocar la cabeza del niño. Con cuidado, pero al mismo tiempo con decisión, la sacó.
¡Una niña! ¡Otra hija de Tane!
Pero estaba muy amoratada. ¡Oh, no, Dios mío! A toda velocidad, intentó despejar las vías respiratorias de la recién nacida golpeándola en la espalda, pero la niña seguía sin respirar. Con sumo cuidado, le sopló aliento en la nariz. ¡La herida!, le pasó por la cabeza. ¡Tienes que cerrar la herida, de lo contrario Taiko se desangrará!
Entonces tosió la niña. Con un grito muy fuerte, respiró por primera vez. Se le quitó el color amoratado y, por último, cuando se puso a chillar a voz en grito, se puso roja como un cangrejo.
Se oyó un murmullo de admiración, mientras Ricarda sollozaba de alivio. Luego enseguida se ocupó otra vez de la herida. Cortó el cordón umbilical y puso a la niña en brazos de Moana. Después de retirar la placenta, cerró la herida capa por capa. Una vez que dio la última puntada y se aseguró de que el pulso de la madre era estable, cayó de rodillas. Y se echó a llorar mientras le temblaba todo el cuerpo de agotamiento. ¡Lo había conseguido! Ahora ya solo faltaba esperar que Taiko sobreviviera a la pérdida de sangre.
Al fondo, la niña lloriqueaba mientras Moana la lavaba.
Después de recuperarse un poco, Ricarda se inclinó sobre la madre y le acarició la frente.
—¿Cuánto tiempo dura el efecto del rongoa? —le preguntó a Moana, que había echado a la niña encima de una manta para que pudieran contemplarla las mujeres.
—A veces medio día, a veces menos.
Como Taiko respiraba con regularidad y, al auscultarle el corazón, vio que este latía con fuerza, Ricarda albergó esperanzas. Después de comprobar una vez más la sutura, salió de la cabaña. Respirando profundamente, se apoyó contra la pared exterior y cerró los ojos.
Podría haber salido mal, pensó.
Una suave caricia en la mejilla hizo que Ricarda abriera los ojos. Sonrió con debilidad.
—Vaya pinta que tengo, ¿no?
—Parece como si acabaras de sacrificar una oveja —respondió Jack—. Pero por lo que dicen, ha ido todo bien.
—Sí —asintió Ricarda—. Taiko tiene una hija.
—Supongo que ahora los maoríes te acogerán en su tribu.
—Hemos tenido mucha suerte —explicó Ricarda, que pese al agotamiento no podía disimular su orgullo—. Practicar una cesárea sin anestesia es una locura. Mi profesor de Zúrich me habría echado inmediatamente del quirófano, si hubiera intentado algo parecido.
—Esto no es Zúrich.
—Lo sé. Por eso ha sido tan arriesgado. Solo me ha dado tiempo a desinfectar los instrumentos con fenol de manera superficial, y la herida…
Jack la abrazó, le besó la frente y la hizo callar.
—No le des más vueltas, Ricarda. Deja el resto en manos de los dioses.
—Pero de haber sido por los dioses…
Antes de que pudiera continuar, Jack la besó en la boca.
La tensión de Ricarda cedió bajo el roce de sus labios. Por un momento, incluso olvidó que estaban en medio del poblado maorí. Luego, sin embargo, unas risitas les hicieron ver que todos estaban observándolos desde la kainga.
—¿No crees que los demás se avergonzarán al vernos…? —preguntó, apartándose un poco.
Antes de terminar la frase, Jack la besó de nuevo.
—No —dijo luego—. A los maoríes no les da ninguna vergüenza ver cómo se besa una pareja.
—De todos modos, no debemos exagerar, no vaya a ser que a Moana le dé por prepararnos la boda.
Jack esbozó una amplia sonrisa. No podría imaginarme nada más bonito que celebrar con Ricarda una boda según la tradición maorí, pensó. Pero como creía que Ricarda aún no estaba preparada para eso, optó por callarse.
De pronto, Ricarda se puso rígida en sus brazos.
—¿Qué pasa? —preguntó Jack extrañado.
—Ese joven… el hermano de Taiko… si mal no recuerdo.
—¿Qué le pasa?
—Me mira raro. ¿Y si voy y le digo que ha sido tío?
—Eso déjaselo a Moana. Si ve de cerca la pinta que tienes, podría creer que le has hecho algo a su hermana.
En ese momento salió Moana de la cabaña. Su rostro reflejaba un profundo respeto cuando le tendió las manos a Ricarda.
Ricarda respondió a este gesto con una sonrisa.
—Tú salvado Taiko. Tú gran tohunga. Yo enseñaré a ti plantas y haremos rongoa.
—Muy amable por tu parte, Moana.
—Haere ra.
—Haere ra, Moana.
Las dos mujeres se quedaron un rato mirándose; luego la curandera dio media vuelta y regresó pausadamente a su cabaña.
—¿No te lo decía yo? Te van a acoger en su poblado —profetizó Jack, cuando regresaron a los caballos.
—¿De dónde deduces eso? Moana solo ha dicho que me va a enseñar sus conocimientos médicos.
—¡No lo había hecho en su vida! —explicó Jack con orgullo—. Si quiere enseñarte sus conocimientos, eso significa que ya formas parte de su familia.
Esa noche se amaron de nuevo. A Ricarda le asombraba cómo algo que hasta entonces ni siquiera había echado de menos, ahora le resultaba imprescindible. Después de explorar juguetonamente sus cuerpos, atento el uno a los gemidos del otro, se dejaron envolver por las oleadas de placer.
De madrugada, agotados pero intensamente dichosos, se quedaron contemplando por la ventana las nubes rojizas que recorrían la granja. Mientras Ricarda acariciaba absorta el pecho de Jack, él jugaba con su pelo.
—¿En qué piensas? —le preguntó él.
—En nosotros. En este lugar. Quizá debiéramos ponerle un nombre.
—¿Cuál propones?
Ricarda se lo pensó un momento y luego le vinieron a la memoria los árboles.
—Los kauris parecen dos amantes que no quieren separarse.
—Entonces yo sugeriría el nombre de Te Aroha —opinó Jack, abrazándola con fuerza.
—Y ¿qué significa?
—El Amor. Y si me lo preguntas te diré que es el único nombre apropiado. Yo amo la granja y, sobre todo, te amo a ti.
Ricarda no sabía qué decir. Una vez más, se vio subyugada por sus sentimientos hacia Jack. Jamás habría soñado que, precisamente en estas ásperas tierras, encontraría a un hombre tan sensible. Mimosa, se acurrucó en los brazos de Jack.
Por más que les hubiera gustado, por desgracia no podían quedarse todo el día tumbados en la cama. Jack tenía que cuidar de su rebaño y a ella seguro que la esperaban pacientes.
—Y ¿qué tiene previsto hacer hoy mi linda señora doctora? —preguntó él, mientras le besaba la coronilla.
—Primero iré a la consulta y luego al poblado, para ver a la joven madre —respondió Ricarda—. ¿Y tú?
—Tengo muchas ganas de ir en busca de Bessett y cantarle las cuarenta por lo de Hooper. Se me ha metido una idea en la cabeza.
—¿Ah, sí? ¿Cuál?
—Que Hooper podría haber sido sobornado por Bessett.
—Seguro que Bessett no lo admite.
—Lo sé, pero no obstante debería tener una conversación con él.
—De paso podías contarle que ha tenido una hija.
—¡Ni hablar! —respondió Jack—. Es mucho mejor que la niña se críe en el poblado maorí. Además, a Bessett la niña le importará un comino.
—Quizá descubra su instinto paterno.
Jack negó con la cabeza.
—Donde el resto de la gente tiene un corazón, Ingram Bessett tiene una piedra. Taiko y su hija vivirán mejor sin él. Además, la aparición de Bessett en el poblado podría acarrear fatales consecuencias. Te acuerdas del hermano de Taiko, ¿no?
Ricarda asintió.
—Castigaría a Bessett por haber deshonrado a su hermana. No, más vale que no lo sepa.
Dicho lo cual, volvió a besar a Ricarda y se levantó de la cama.
Como la mañana había sido muy tranquila en la consulta, Ricarda decidió adelantar la visita al poblado. Metió todo lo que necesitaba para curar la herida en su maletín y luego se puso en camino. A pie se tardaba un poco más, pero Ricarda disfrutaba del ejercicio.
Al cabo de una hora llegó al poblado. Como para entonces los guardianes ya la conocían, la dejaron pasar sin poner reparos.
Las mujeres se habían reunido en la plaza del pueblo. En ese momento estaban preparando la comida.
Entre ellas no vio a Moana, que probablemente estuviera en su cabaña.
Las mujeres la miraron con curiosidad, mientras una niña se separaba de ellas y corría a la casa de Moana.
Al poco rato apareció la tohunga e inclinó la cabeza hacia el hongi.
—¿Qué traerte por aquí, Ricarda? —preguntó luego.
—Quisiera ver a Taiko. Espero que se encuentre bien.
—Ven —le pidió Moana, y la llevó a la cabaña en la que vivía Taiko con su hermano.
Moana cambió unas palabras con el joven, que a continuación abandonó la casa saludando con respeto a Ricarda. Parecía obvio que Moana le había contado que había salvado a su hermana.
Taiko estaba tumbada en una estera, mientras la niña pequeña dormía profundamente en una especie de hamaca hecha a base de retales.
Ricarda se acuclilló junto a la joven madre.
—¿Qué tal está?
Taiko parecía todavía debilitada por las fatigas de la operación. Tardaría un tiempo en restablecerse del todo. Pero cuando se curara, recuperaría toda su belleza. Quizá llegara un día en que un hombre le perdonara que hubiera tenido una hija de un pakeha.
—La herida me duele —respondió la joven—. Pero Moana me da rongoa. Todavía no me puedo levantar ni estar sentada.
—Eso es por la incisión —respondió Ricarda—. Cuando se cure, desaparecerán los dolores y podrá volver a hacer de todo.
—¿También tener más hijos? Moana dice que me has hecho un corte muy profundo.
—Sí, también tener hijos.
Ricarda recordó unos artículos que hablaban de pacientes a las que se les había hecho la cesárea, que habían dado a luz más hijos incluso por la vía natural, y se permitió transmitirle esa confianza.
—En casa del señor Bessett nadie me trataba de usted —dijo la joven madre sonriente—. Llámame Taiko.
—Entonces tú llámame Ricarda.
Las dos mujeres se sonrieron.
—¿Me dejas que te examine la herida?
Taiko asintió y se levantó la vestimenta. La herida tenía el borde rojo, pero eso no era nada fuera de lo común. El profesor Pfannenstiel estaría orgulloso de mí, pensó Ricarda, mientras intentaba palpar la temperatura de Taiko, que también parecía normal.
—¿Qué tal se encuentra la niña? —preguntó Ricarda, después de ponerle otra venda—. ¿Ya sabes cómo la vas a llamar?
El rostro de Taiko se ensombreció.
Ricarda miró hacia Moana, que se había mantenido en segundo plano. ¿Habré dicho algo malo?, se preguntó para sus adentros. Pero entonces se iluminó de nuevo la cara de la joven.
—No, todavía no tiene nombre. Pero ya tendré tiempo de pensar en eso —respondió finalmente Taiko—. ¿Qué significa Ricarda en tu lengua?
Ricarda se quedó pasmada. A ninguna mujer se le había ocurrido nunca llamar a una niña con su nombre.
De todas maneras, conocía el significado de su nombre porque se lo había contado su padre.
—Ricarda significa «la fuerte y poderosa».
—Fuerte ha de ser mi hija.
Moana notó la turbación de Ricarda.
—Aún tienes tiempo para nombre. Primero curarte —dijo.
Pero daba la impresión de que Taiko ya había tomado una decisión, aunque no lo dijera en voz alta.
Después de que Ricarda examinara también a la niña y comprobara que estaba sanísima, se despidió de Taiko y salió de la cabaña junto con Moana.
—¿Tú tienes tiempo de aprender cómo se hace rongoa? —preguntó la curandera, cumpliendo su promesa.
—Sí, tengo tiempo —contestó Ricarda contenta—. Y me encantaría aprender de ti.
Borden se hallaba sentado junto al escritorio contando los ingresos del día. ¡Cómo se parecía su trabajo al de un comerciante cualquiera! Suspiró al darse cuenta de que, sin embargo, él nunca merecería la consideración que se les prodigaba a los sacos de pimienta. Se consoló pensando que a su oficio, a diferencia de otros muchos, no le afectaban las crisis.
Desde que Ricarda Bensdorf había desaparecido de la ciudad, los clientes volvían a frecuentar su local. En cualquier caso, aún no había olvidado los comentarios de la doctora. Pero mientras ella no supusiera una amenaza directa, la dejaría en paz. Sus planes de venganza se orientaban más bien hacia Manzoni. Cuando se presentara la ocasión, le haría pagar a ese bastardo italiano que le hubiera puesto en ridículo delante de todo el mundo.
Pensar en ese tipejo le hizo levantarse y acercarse a la ventana, desde la que divisaba toda la calle y parte de la playa.
En ese momento pasaba por delante de su establecimiento el granjero, que iba montado plácidamente sobre su caballo. Al principio, Borden solo se sorprendió, pero de repente le entró una rabia furibunda al recordar con toda claridad la humillación a la que lo había sometido. Incluso al cabo de varias semanas, la gente le seguía preguntando por lo que había pasado aquel día. A Borden le dieron ganas de retorcerle el pescuezo a Manzoni. Pero por desgracia el granjero no figuraba entre sus clientes, y a él le faltaba valor para presentarse en su finca.
Y ahora aparecía por allí el italiano.
¿Será una señal?, se preguntó. Debería decirle las cuatro verdades. Así recuperaría al fin mi honor.
A los pocos segundos, Borden se decidió. Lo dejó todo como estaba, cogió el revólver y salió de su despacho. Bajó a todo correr las escaleras y se dirigió a la salida trasera del local, sin dar explicaciones al camarero. Un poco más tarde, a lomos de su caballo favorito, siguió el rastro de Manzoni.
Cuando dobló por la calle Spring, se topó con el granjero. Al cabo de un rato vio que el objetivo de Manzoni no era la ciudad, sino que pasó por delante de The Elms y luego se dirigió a la finca de Ingram Bessett. Sus chicas le habían contado historias sobre la relación entre los dos hombres. Cada dos por tres se peleaban e incluso corría el rumor de que Manzoni era el culpable del infarto de corazón del barón ovejero. ¿Y si fue Bessett quien…?
Una sonrisa diabólica se deslizó por el rostro de Borden.
Después de explicarle las principales plantas curativas de los maoríes, Moana llevó a Ricarda al lugar sagrado en el que se había celebrado la fiesta de la Matariki.
Las dos mujeres subieron al acantilado, buscaron un sitio seguro donde sentarse y se quedaron contemplando el mar y el monte Maunganui, sobre el que en ese momento revoloteaba, trazando círculos, una bandada de pardelas.
—Pakeha solo tener visión para casas y propiedades, no ver naturaleza alrededor —le explicó Moana—. Pero dioses estar aquí, en suelo, piedras y cielo. Todos hijos de Papa y Rangi. Cuando cierras los ojos, tú notas.
Puesto que lo entendió como una exhortación, Ricarda cerró los ojos. Efectivamente, opinó, percibía el viento y el bramido del mar de otra manera.
—Ariki quiere honrarte con dibujo por salvar a Taiko.
Ricarda abrió sorprendida los ojos.
—¿Qué clase de dibujo?
Moana señaló su barbilla y su brazo, adornados con un tatuaje.
—Gran honor si llevas ese dibujo.
Ricarda no sabía qué decir al respecto. Se sentía honrada, pero también un poco asustada.
—¿Hay que hacerse el tatuaje en la cara?
Moana sonrió maliciosamente.
—¿Pakeha no quiere moko?
Ricarda intentó imaginar qué diría Jack si la viera llegar con un tatuaje en la cara.
—No hacer moko en cara. Dibujo en brazo también mucho mana.
Ricarda admiraba los dibujos que llevaban los maoríes en el cuerpo. Pero nunca había contemplado la posibilidad de llevar ella un tatuaje. Si realmente quieres conocer esta cultura, no deberías rehuir que te hicieran uno, le susurró una voz interior.
—Entonces acepto encantada —respondió, y regresó con Moana a la kainga.
Después de una breve ceremonia de introducción, durante la que le pusieron la vestimenta tradicional, Ricarda fue conducida a uno de los edificios de la marae, donde ya la esperaban unos cuantos miembros de la tribu, el jefe y varias mujeres.
El hombre del centro, que estaba en cuclillas sobre una estera y tenía junto a él algunas marmitas, un martillo pequeño y diversas agujas, debía de ser el tatuador.
A Ricarda le entró la preocupación de si el procedimiento sería doloroso, pero no quería echarse atrás. A la señal de Moana, se arrodilló en el suelo delante del maestro tatuador.
Mientras el ariki decía algo en su lengua materna, el tatuador la miraba fijamente.
Por un momento, Ricarda deseó la presencia de Jack a su lado, pero no estaba allí. Tenía que soportar el ritual ella sola.
Las mujeres la rodearon y la hicieron tumbarse. El tatuador se arrodilló junto a su brazo izquierdo y empezó con su trabajo. Las finas agujas se clavaban en la piel de su brazo izquierdo. Ricarda sentía tanto dolor que las lágrimas brotaron de sus ojos.
¡Aguanta!, se animó a sí misma. Moana ha oído lo que significa tu nombre, así que no vas a mostrarte débil.
El dibujo iba creciendo milímetro a milímetro. Los dolores eran cada vez más soportables. Ricarda se concentró en los cánticos rituales que habían entonado los presentes.
La curiosidad hizo que observara el trabajo del hombre. Bajo la sangre que brotaba de las finas incisiones el dibujo se distinguía mal, pero pudo ver que el tatuador le había hecho unos zarcillos parecidos a los que llevaba Moana.
¿Será el tatuaje de las curanderas?, se preguntó, mientras cerraba de nuevo los ojos y se dejaba envolver por los cánticos.
Los truenos retumbaban a lo lejos mientras Jack se dirigía a la villa. Olía a lluvia. Se detuvo ante el portón y miró hacia la casa de Bessett. Hacía una eternidad que había estado allí por última vez. La visita de entonces era por un motivo igual de desagradable que la de ahora. Sin embargo, no le quedaba más remedio que hacerla.
Entonces le pareció distinguir un movimiento junto a la casa. Alguien se deslizaba por los arbustos. ¿Sería el jardinero? Al momento siguiente vio una piel desnuda y tatuada.
¡El mismo tatuaje que llevaba el hermano de Taiko! ¡Santo cielo! ¿No se habrá propuesto hacerle algo a Bessett?
Antes de que Jack pudiera llamar al maorí, oyó a su espalda un disparo. La bala alcanzó a Jack en la espalda, y cayó hacia delante tan sorprendido que a punto estuvo de perder el equilibrio. Solo el instintivo movimiento del caballo lo impidió.
Este se puso a dar cabriolas mientras Jack lanzó una rápida mirada al hombre que le había disparado. De pie tras los enormes árboles, esbozaba una sonrisa al tiempo que bajaba el arma. Pero a Jack no le dio tiempo a ponerse furioso porque de repente fue presa del dolor y se le aceleró el corazón por miedo a morir.
¡Ricarda! No quiero dejarla sola, fue lo único en lo que pensó, antes de verlo todo negro y caer inconsciente sobre el cuello del caballo, que de inmediato salió a galope tendido.
Alarmado por el estruendo del disparo, Bessett se levantó de un salto.
—¿Qué diablos pasa ahí? —gruñó, mientras se acercaba a la ventana.
Aunque no se veía nada, quizá hubiera salvajes por los alrededores.
Desde la llegada de nuevos inmigrantes, a veces ocurría que la gente se acercaba a su finca con la esperanza de encontrar caza. ¡Eso no lo consentiría!
Desde el infarto de miocardio, el doctor Doherty le había aconsejado que evitara ponerse nervioso porque no se podía descartar un segundo infarto, pero eso a Bessett no le preocupaba.
—¡Esperad, gentuza, que voy a enseñaros lo que acarrea merodear por mi finca! —despotricó a voz en grito, mientras sacaba la escopeta del armero y corría hacia abajo.
En el salón, su mujer tocaba el piano.
Se ve que has superado tu ataque de migraña, pensó Bessett sarcásticamente.
Desde su infarto, no solo le habían prescrito tranquilidad, sino que también debía contenerse con las mujeres. A veces se acordaba de Taiko y notaba un deseo que le era familiar. Pero ella ya no estaba allí, y como las otras chicas no eran precisamente unas bellezas, era capaz de dominarse.
Una vez en la puerta, Bessett salió hecho una furia.
—¡Pandilla de salvajes! —gritó, mientras miraba a su alrededor—. Como os pille…
De pronto, un hombre le salió al encuentro. Iba vestido con pantalones cortos y llevaba todo el torso y los brazos tatuados. En la mano sostenía una lanza.
Bessett se asustó. Nunca jamás se había atrevido a entrar un maorí en su finca.
—¿Qué buscas aquí? —le increpó.
—Ka mate! —respondió el maorí furioso, señalándole con el dedo índice—. ¡Tú deshonrado a mi hermana!
El pánico se apoderó del noble. ¿Acaso ese hombre era el hermano de Taiko?
Bessett sabía que los hombres daban mucha importancia a la honra y que la defendían hasta la muerte.
—¡Desaparece de aquí, desgraciado! —vociferó Bessett, empuñando el arma, sin haber entendido las palabras del saludo.
Sin embargo, antes de que pudiera hacer fuego con la escopeta, notó un dolor punzante en el pecho. Intentó respirar, pero la punzada no cedía. Era como si el maorí le hubiera clavado la lanza en el pecho. Sin embargo, el que tenía enfrente aún sostenía la lanza en la mano.
¡Me ha maldecido!, pensó Bessett aterrorizado, mientras le brotaba un sudor frío. Estos jodidos salvajes seguro que tienen maldiciones con las que vencer al enemigo. De pronto, se quedó sin visión. El dolor empezó a arderle por todo el cuerpo, cada vez con mayor intensidad, hasta que finalmente cayó de rodillas. Desesperado, intentó luchar contra el dolor, pero de nada le sirvió. Se le paralizaron los músculos y de pronto lo vio todo negro. Lo último que oyó fue el grito de su mujer a su espalda.
Preston Doherty se preparó para cerrar pronto la consulta. Los pocos pacientes que había en el hospital estaban todos en vía de recuperación. Y de sus pacientes de la ciudad, nadie había ido en su busca. Disfrutaré de una taza de té y por fin leeré las revistas de medicina que se amontonan en mi escritorio, pensó al colgar la bata de la percha.
Sus pensamientos se desviaron hacia Ricarda Bensdorf. ¿Qué leería ella para ampliar sus conocimientos? Pero de inmediato se prohibió hacer especulaciones sobre su rival. En cuanto pensaba en ella, le subía la tensión por las nubes.
De repente, fuera se oyó un gran alboroto. Era como si alguien quisiera romper la puerta.
Doherty salió disparado de la consulta. Entre dos hombres de la ciudad traían a alguien en una camilla al hospital.
¿Había ocurrido alguna desgracia?
—¿Qué ha pasado? —preguntó el médico, y al reconocer a Jack Manzoni no dio crédito a sus ojos.
—Lo hemos encontrado en las afueras de la ciudad. Le han disparado.
Ya decía Borden que se ocuparía del italiano. ¡Madre mía! ¿Tendría la intención de…? pensó horrorizado Doherty.
—¡Prepárelo todo para una operación! —le indicó a la enfermera Clothilde, que al entrar se había echado para atrás del susto.
Por un momento, Doherty tuvo la tentación de dejarlo morir para dar el golpe de gracia a Ricarda Bensdorf. Pero ¿eso la detendría? Además estaba obligado por el juramento hipocrático.
—¡Llévenlo a la sala de tratamiento! —ordenó a los hombres, que se unieron a él y a la enfermera que ya se había adelantado.
Colocaron a Manzoni en la camilla de reconocimiento y, por indicación del doctor, lo tumbaron boca abajo. De su ropa goteaba agua enfangada. Doherty no lo tuvo en cuenta cuando le tomó el pulso a un Jack inconsciente y examinó el orificio del proyectil. La bala había quedado alojada entre las costillas. Dado que el herido respiraba haciendo mucho ruido, el pulmón no parecía dañado.
—Enfermera, prepare el vaporizador de éter —le ordenó a Clothilde, que se había llevado a otra enfermera más—. Y usted, enfermera Anne, saque a la gente de aquí y prepare el instrumental.
Las dos mujeres obedecieron.
Doherty sumergió las manos en fenol. Si le salvo, quizá pueda convencerle de que deje de apoyar a Ricarda Bensdorf. Con este pensamiento, cogió el escalpelo.
Cuando Ricarda abandonó el poblado maorí, cayó la noche y, con ella, una tormenta. Las nubes se agolparon amenazantes sobre las copas de los árboles. Los pájaros habían enmudecido.
Mientras se daba prisa por llegar a la granja, notaba que le palpitaba el tatuaje del brazo. Había quedado muy bonito. Los zarcillos mezclados con dibujos en forma de espiral formaban una especie de aro alrededor de su brazo. Por si acaso se le hinchaba, Moana le había dado unas hierbas medicinales; no obstante, cuando llegara a casa se desinfectaría la zona con fenol.
A mitad de camino empezó a llover. Las copas de los árboles y los helechos se doblaban con el viento. Las hojas mojadas azotaban las mejillas y las piernas de Ricarda. Al cabo de unos minutos, tenía la ropa y el pelo completamente empapados.
Al cruzar la puerta de los kauris, vio que había caballos delante de la casa. Supuso que Jack había vuelto. Feliz y contenta, atravesó el patio corriendo. A ver qué me dice Jack del tatuaje, pensó. A lo mejor esta vez soy yo la que le cuento algo de los maoríes que él no sepa. Cuando se precipitó hacia el porche, uno de los empleados de la granja abrió la puerta de la casa de par en par.
—Ha ocurrido un incidente —dijo sin rodeos—. El señor Manzoni…
Su balbuceo dejó a Ricarda sin respiración.
—¿Qué? ¿Qué le pasa? —logró articular con gran esfuerzo, pues sentía la garganta oprimida.
—Lo han disparado en las afueras de la ciudad —explicó el hombre—. Lo han llevado al hospital.
Estas palabras fueron como un puñetazo para Ricarda. Ya era bastante grave que Jack estuviera herido, pero ¡para colmo estaba en manos de Doherty!
Un pánico incontrolable se apoderó de Ricarda. Se tapó la boca con la mano y se puso a recorrer el porche, arriba y abajo.
En esto, salió Kerrigan por la puerta.
—¡Doctora Bensdorf!
Ricarda interrumpió su marcha.
—¿Le ha contado Miller lo que ha pasado?
Ella asintió. De repente, supo lo que tenía que hacer.
—¡No pienso dejarlo a solas con Doherty! —dijo, mientras apretaba los puños con decisión—. ¿Me acompaña?
Kerrigan asintió y luego se dirigió a sus hombres, que se habían reunido en el vestíbulo.
—¡Ya lo habéis oído, chicos! ¡Preparad el coche y luego montad en los caballos!
Los pocos transeúntes que recorrían Tauranga con esclavinas impermeables se retiraron ante el grupo de jinetes, seguido de un coche con adrales, que pasaba a toda velocidad salpicándolos de agua y barro.
Montada en la silla del caballo, Ricarda iba como aturdida, sin apenas notar la lluvia que la azotaba. Sus pensamientos giraban exclusivamente en torno a Jack.
¡Ojalá no haya muerto en manos de Doherty! Seguro que ya lo ha operado.
El estómago le ardía. El miedo a que pudiera estar muerto era casi insoportable. El camino se le hizo interminable y cuando por fin divisó el hospital, el corazón se le salía por la boca.
Cuando se detuvieron en el patio, Ricarda cerró por un momento los ojos. ¿Qué me esperará ahí dentro? ¿El cadáver de Jack? ¿Doherty queriendo echarme, como amenazó? ¡No, no lo hará!, se dijo con resolución, y saltó de la silla.
—¿Esperamos aquí fuera? —preguntó el capataz.
—No, señor Kerrigan. Acompáñeme. Y todos los demás también. Los necesito. Tienen que ayudarme a llevar al señor Manzoni.
Dicho lo cual, echó a correr hacia la puerta.
Tal y como esperaba, una enfermera se apresuró a salirle al paso. Ricarda reconoció a la francesa que la había tratado con tanto desdén.
—¿Qué hace usted aquí? —le preguntó, plantándose ante ella como si quisiera defender a su doctor, si hacía falta, con su propia vida.
—Quiero ver a Jack Manzoni —respondió Ricarda, obligándose a calmarse.
—Lo siento, pero el doctor…
Más no pudo decir, porque en ese momento a Ricarda se le agotó la paciencia.
—¡No me importa lo que haya dicho Doherty! —gritó—. ¡Quítese de en medio! De lo contrario, le faltaré al respeto.
Y, efectivamente, la francesa se apartó.
Ricarda y sus acompañantes enfilaron hacia la habitación en la que ella había tratado a la prostituta.
Ricarda abrió la puerta… y encontró la camilla vacía. Una enfermera estaba recogiendo en ese momento. En el suelo se veían huellas sucias de pisadas; en las toallas sobre la mesa del instrumental había sangre. No cabía la menor duda de que allí se había realizado una operación.
—¿Dónde está el señor Manzoni? —le preguntó Ricarda en mal tono a la enfermera, que retrocedió asustada.
—En la sala de reanimación, al fondo del pasillo.
—Gracias —dijo Ricarda cerrando la puerta.
Cuando irrumpió en la mencionada sala, Doherty se sobresaltó y miró a Ricarda como si hubiera tenido una aparición.
—¡Maldita sea! ¿No le dije que…?
—Sé que me tiene prohibida la entrada, doctor —se le adelantó ella—. Pero no me importa. He venido a recoger al señor Manzoni.
Jack estaba en la cama junto a Doherty. En la cara lucía una palidez cadavérica y tenía la frente perlada de sudor.
—¡No puede hacerlo! —la increpó Doherty—. Este paciente es mío. Lo he operado y seguiré tratándole. ¡Lárguese de mi casa!
—¿De verdad? —preguntó Ricarda con una sonrisa glacial—. ¿En serio quiere que me largue?
Antes de que Doherty pudiera responder, Kerrigan y los otros hombres se plantaron detrás de ella.
—Usted no tuvo ningún escrúpulo en quitarme a mi paciente después de que le hubiera aplicado los primeros auxilios. De manera que me debe un paciente, señor colega. Me voy a llevar al señor Manzoni.
—¡No tiene derecho a hacerlo! —ladró el médico—. Si toca a este hombre, me encargaré de que pierda su permiso.
—No se preocupe, que ella no lo va a tocar —le explicó Kerrigan, adelantándose con otros tres hombres—. Y tampoco será ella quien dé la orden. No creo que vaya a perder su permiso. —Hizo una seña a sus hombres—. ¡Vamos, chicos, levantadlo junto con la sábana!
Al ver a los cuatro robustos empleados de la granja, a Doherty no le quedó más remedio que hacerse a un lado.
—¡Lo van a matar! —gruñó, lanzando a Ricarda una mirada de reproche.
Aunque tenía las manos frías y por dentro tiritaba como la hoja de un álamo temblón, Ricarda le sostuvo la mirada.
—Tampoco usted tuvo ningún escrúpulo en echar a Emma Cooper —respondió—. ¿A qué viene ahora tanta profesionalidad, doctor? ¿Existe alguna razón concreta por la que deba quedarse aquí? —Ricarda tuvo que contenerse y no seguir haciéndole todos los reproches que se le ocurrían—. Por favor, llévenlo al coche y encárguese de que quede tumbado sobre algo blando, Tom.
Daba la impresión de que Doherty fuera a abalanzarse sobre Ricarda de un momento a otro. Pero dada la presencia de los trabajadores, sabía que cometería un error. En el fondo, confiaba en que una de las enfermeras hubiera llamado a la Policía para que echara a esa tipeja.
—¡La denunciaré y me encargaré de que el alcalde no la deje volver a poner un pie en Tauranga!
Ricarda era consciente de que se había metido en un buen lío, pero eso no la preocupaba.
—Le devolveré la sábana y el pijama —le prometió, haciendo caso omiso de su amenaza—. Tranquilo, que no le voy a robar nada.
—¡Está cometiendo un error! —siguió despotricando Doherty, cuando los hombres sacaron a Manzoni.
—Tal vez —dijo Ricarda—. Pero de eso respondo yo. ¡Solo yo, señor colega!
Durante un momento se lanzaron una mirada de odio, hasta que Ricarda dio media vuelta y siguió a los hombres hacia fuera.
Una vez que Kerrigan y su gente colocaron a Jack en el coche y lo protegieron de la lluvia con una lona, regresaron a la granja. Sentada junto a Jack, Ricarda vigilaba su estado.
Aunque la operación se la habían hecho hacía bastante tiempo, por el camino no se despertó. A Ricarda le surgió la sospecha de que Doherty le hubiera administrado demasiado éter, pero tal vez el profundo letargo se debía solo a todas las penalidades sufridas.
Al llegar a la granja, por indicación de Ricarda, los hombres introdujeron a Jack en casa. En cuanto lo colocaron en la cama, Ricarda examinó la herida. Por fuera no cabía hacer ninguna objeción; Doherty había hecho un trabajo limpio. Pero ¿qué pasaba con la anestesia del éter?
—¿Podemos hacer algo más? —preguntó Kerrigan, que se había quedado junto a la puerta.
Ricarda negó con la cabeza.
—Ya han hecho bastante por hoy. Gracias por haberme apoyado frente a Doherty.
—Era una cuestión de honor. Además, usted ha luchado por el señor Manzoni como una puma por sus crías. Hasta a mí me ha inspirado respeto.
Ricarda sonrió de medio lado.
—No sé si alegrarme por lo que dice. Seguro que me voy a llevar algún disgusto. Lo raro es que todavía no haya venido el jefe de la Policía.
—No vendrá, doctora. No creo que le importen las ridículas quejas de un médico. Aparte de eso, ninguno de nosotros hemos tocado a Doherty. Además, usted estaba en su derecho.
Ricarda arqueó las cejas.
—¿Lo cree de veras?
—Bueno, en fin, todos hemos notado que usted y el señor Manzoni… Quiero decir que… Quizá esté metiendo la pata, pero me mantengo en mis trece: si alguien tenía derecho a sacarlo de allí era usted.
Ricarda sonrió de nuevo y miró a Jack.
—Puede ser. Solo confío en que hayamos obrado bien.
—Rezaré por ello a todos los dioses que conozco —respondió Kerrigan, y se retiró.
Ricarda pasó toda la noche en vela junto al lecho de Jack. Todavía no había vuelto en sí. Aún tenía la cara muy pálida y gotas de sudor en la frente. Sus labios estaban agrietados, por lo que Ricarda se los humedecía una y otra vez con un paño.
Su profunda inconsciencia y su estado casi comatoso asustaron a Ricarda.
Normalmente, los pacientes despertaban a las pocas horas de haber sido anestesiados con éter. A veces pasaban de la narcosis directamente al sueño, pero de este se los podía despertar.
Después de tomarle otra vez el pulso, se levantó suspirando y salió al porche. Para entonces había dejado de llover. El aire olía a fresco y a hierba, y del bosque cercano llegaban unos ruidos misteriosos. Pero Ricarda no reparaba en ellos. Además de la angustia que sentía por Jack, le atormentaba pensar en quién le habría disparado.
Jack quería ir a ver a Bessett para confrontarle con su sospecha. ¿Se habrán peleado? ¿Le habrá disparado Bessett? ¡Tengo que saber lo que pasó en la ciudad!, caviló.
Aunque todavía era temprano, Ricarda se dirigió a grandes zancadas a la vivienda de la cuadrilla. La idea de que su visita podría resultarles desagradable se la quitó de la cabeza en cuanto entró en el dormitorio y oyó una polifonía de ronquidos. Los hombres dormían en estrechos camastros o en hamacas de las que colgaban largas borlas.
Cuando Ricarda estaba preguntándose cómo podría encontrar a Kerrigan, una voz de hombre le dijo:
—¿Qué hay, doctora?
Ricarda se volvió asustada y reconoció al capataz, sentado en su catre.
—¿Puedo hablar con usted? —preguntó Ricarda—. A ser posible, fuera.
El capataz se levantó y salió de casa con Ricarda.
—¿No le habrá pasado algo a nuestro jefe? —preguntó, cuando se alejaron un poco de la vivienda de la cuadrilla.
—No, todo sigue igual, Tom. Solo que me gustaría saber qué pasó ayer en la ciudad. De qué se hablaba y esas cosas.
—Quiere saber quién disparó al señor Manzoni.
Ricarda asintió.
—No será fácil.
—El señor Manzoni quería ver a Bessett por el asunto de Hooper. Tal vez este…
—¿Cree que le disparó Bessett?
—¿Tan raro sería?
—No, pero no creo que sea capaz de hacer una cosa así.
—La gente hace cualquier cosa cuando está furiosa o llena de odio. Averigüe cuanto pueda para que podamos ir a la Policía.
Kerrigan no pudo sustraerse ni a su mirada ni a su súplica.
—De acuerdo. Veré lo que se cuenta por ahí y encargaré a mis hombres que hagan lo mismo.
Ricarda le puso la mano en el brazo.
—Se lo agradezco.
—¿Cuánto tiempo cree que tardará el señor Manzoni en poder levantarse?
Ricarda lanzó una mirada de preocupación hacia la casa de la granja. No pudo evitar que las lágrimas le afloraran a los ojos, pero procuró que no la viera llorar el capataz.
—No lo sé. Podría despertar de un momento a otro. Pero también puede ocurrir que…
—Eso no pasará —dijo el capataz, adivinando el motivo de su balbuceo—. Como Bessett haya tenido algo que ver con el asunto, ¡que Dios se apiade de él!