Nick Hooper estuvo en estado crítico durante un par de días. Pese a la desinfección y a las vendas limpias, le subió la fiebre. Al ver que las compresas frías y los baños de asiento ya no le hacían nada, Manzoni se dirigió, muy entrada la noche, a la ciudad y sacó de la cama al señor Spencer. Gracias a los polvos antipiréticos que este le vendió por indicación de Ricarda, por fin le bajó la fiebre y se le curó la herida.
Cuando ya estaba claro que Hooper se recuperaría, Ricarda empezó a hacer pequeñas excursiones por los alrededores. Su objetivo era buscar plantas que sirvieran como remedio contra la fiebre y las infecciones. Al fin y al cabo, la curandera había utilizado medicamentos vegetales para combatir sus dolencias.
La abundancia y el colorido del reino vegetal de la comarca eran sobrecogedores. Ricarda iba recogiendo numerosos ejemplares; algunas hierbas las estudiaba en fresco y otras las disecaba para hacer un herbolario.
Una tarde, mientras estaba examinando las plantas secas, Jack asomó la cabeza por la puerta.
—¿Molesto? —preguntó, al comprobar una vez más que Ricarda estaba completamente concentrada en su trabajo.
Ella alzó la vista sorprendida y sonrió muy contenta.
—¡No, de ningún modo! ¡Pase!
Manzoni se quedó observando con qué cuidado deslizaba Ricarda sus dedos sobre uno de los preparados. Al parecer, aún no se había secado suficientemente, pues enseguida lo volvió a tapar con papel.
—¿Hay alguna novedad? —preguntó, mientras pisaba el papel con una piedra pesada.
—Hasta ahora no —respondió Jack—. Quisiera hacerle una proposición.
—Soy toda oídos.
—Tras su heroico comportamiento, se merece un poco de esparcimiento.
Ricarda lo miró sobresaltada. ¿Tan abatida parecía?, se preguntó.
—Muchas gracias por sus desvelos, pero no me encuentro ni mucho menos sin fuerzas.
Algo se propone, pensó, y el corazón empezó a latirle más aprisa.
—De todos modos, le vendría bien hacer algo divertido.
—Y ¿qué se le ha ocurrido?
—¿Sabía usted que los maoríes celebran en esta época el Año Nuevo?
Ricarda negó con la cabeza.
—En torno a esta época se ve en el firmamento la Matariki —le explicó Jack—. Los europeos las llaman Pléyades. —Enmudeció. Daba la impresión de desgañitarse en busca de las palabras apropiadas—. ¿Por qué no vamos esta tarde a la fiesta de Año Nuevo? —le propuso finalmente.
—¿Al poblado maorí? —preguntó Ricarda sorprendida.
—Exacto —contestó Jack, asaltado por un repentino ataque de nervios.
¿Notará que esta visita no es para mí una mera visita de cortesía, sino que quiero hacer indagaciones?, pensó Manzoni.
En contra del consejo de Ricarda, no se había puesto en contacto con la Policía, sino que le había dicho a Kerrigan que pusiera a unos cuantos hombres de confianza patrullando por los alrededores.
Hasta el momento no había pasado nada.
—¿Le parece oportuno ir después de las tensiones de las últimas semanas? —objetó Ricarda sacándole de sus pensamientos.
—Me ha invitado Moana —respondió él—. Quiere que restablezcamos la confianza unos con otros. Sin embargo, antes deberá superar la prueba del powhiri.
—¿Qué es eso?
—Un ritual de saludo con el que se intenta averiguar las verdaderas intenciones de un invitado. Antes, a los visitantes que no lo superaban, los atacaban y a menudo los mataban.
A Ricarda se le cortó la respiración del susto.
—No suena demasiado tentador, la verdad.
—Hoy, el ritual es inofensivo —le quitó importancia Jack—. En otro tiempo, el powhiri era vital para la tribu, pero ahora ya no matan a nadie. Para los maoríes es una costumbre como para nosotros estrechar o besar la mano para saludar.
Fascinante, pensó Ricarda.
—Solo se puede entender a los maoríes y su cultura si se conocen sus costumbres —continuó—. Estoy seguro de que saldrá beneficiada de la visita.
Ricarda le sonrió.
—Me ha convencido. Lo acompañaré.
—Entonces saldremos hoy hacia las tres. A pie se tarda un rato hasta llegar al poblado.
—Estaré preparada —le contestó Ricarda—. De todos modos, le estaría muy agradecida si me explicara qué debo hacer allí, Jack.
—No se preocupe, lo haré con mucho gusto.
Antes de que Jack pudiera añadir algo, llamaron a la puerta. Cuando Ricarda se volvió, vio a Maggie Simmons.
—Disculpe, doctora Bensdorf. He oído que ahora tiene aquí la consulta.
Era evidente que la propaganda de ese lugar por parte de Mary había dado sus frutos.
—Sí, señorita Simmons, pase usted. Enseguida la atiendo.
Jack Manzoni se retiró discretamente.
Animada por la leve mejoría que había constatado en Maggie Simmons y por la progresiva curación de Hooper, Ricarda se permitió volcarse en la ilusión que le hacía la fiesta maorí.
Estaba casi tan nerviosa como aquella vez en Berlín cuando, en un baile de puesta de largo, bailó su primer vals. En el powhiri nadie esperaba que hiciera su aparición vestida con miriñaque y corpiño ajustado, pero seguro que había algo que debía de tener en cuenta para no hacer el ridículo.
A la hora prevista, Jack y Ricarda se dirigieron al poblado. Aunque para entonces ya había visto algo de la flora y fauna de la Isla Norte, a Ricarda la senda que recorrían le pareció casi mística. A su alrededor se oían susurros, crujidos y murmullos, como si en medio de la verde espesura hubiera elfos escondidos cuchicheándose algo en su lengua. Jack le enseñó los kiwis, unos pájaros asustadizos que se ocultaban entre los helechos. Sobre ellos revoloteaban los keas armando un fuerte griterío.
—Por la noche esto es todavía más emocionante —le explicó Jack, mientras apartaba unas cuantas lianas que colgaban de un árbol—. Pueden verse unos extraños murciélagos y otros animales que a un europeo seguramente le darían un susto de muerte.
A Ricarda le encantaba caminar con Jack por esa naturaleza tan exuberante y oír sus explicaciones. Al cabo de una hora llegaron al poblado. La casa de las reuniones, adornada con madera tallada, despertó el asombro de Ricarda.
—Los maoríes son unos verdaderos artistas.
—Lo son. La talla en madera es sagrada para ellos. ¿Ve esas figuras?
Jack señaló unas enormes figuras de madera que representaban rostros sacando la lengua al observador. A Ricarda le recordaron a unos tikis que había visto en una revista científica.
—¿Qué es lo que significan?
—Deben espantar a los malos espíritus. Y a los enemigos, naturalmente. En cierto modo, son un anticipo del powhiri. En el ritual del saludo los hombres también le sacarán la lengua, así que no se asuste.
—¿Qué tengo que hacer? —preguntó con la impresión de estar siendo observados.
—Cuando el guerrero le tire una rama a los pies, recójala y mírelo a los ojos —le explicó Jack—. Una vez superada esa prueba, le preguntarán que de dónde procede. Mencione un mar que linde con su tierra y una montaña de su patria chica. Puesto que usted es una pakeha, no esperarán que domine los cánticos. Muéstrese interesada y guarde discretamente silencio. Si intentara cantar, lo considerarían una ofensa. Una vez que termine la ceremonia, darán comienzo las fiestas.
Ricarda estaba impresionada. ¿Qué montaña y qué mar de mi tierra podría nombrar?, se preguntó. En Berlín no hay ninguna cordillera. ¿Los Alpes, quizá? ¿Y el mar? Más propio que el mar Báltico o el mar del Norte sería tal vez mencionar el Spree y el Havel, pero esos son ríos.
Después de esperar un rato en el límite del poblado, apareció Moana. Resultaba evidente que contaba con la visita de Ricarda.
—Haere mai —saludó, haciendo una reverencia.
Ricarda miró con inseguridad a Jack, que la invitó a hacer lo mismo. Después de que se rozaran la frente y la nariz de las dos mujeres, Moana se irguió de nuevo.
—Ariki hablar contigo. Tú haces powhiri.
¿Ariki? ¿Era un dios o un habitante del pueblo? Pero a Ricarda no le dio tiempo a plantear la pregunta. En la kainga fueron de pronto rodeados por los habitantes del poblado. Todos los hombres llevaban faldas de corteza de eucalipto y adornos de plumas. Tenían la mitad de la cara tatuada, o incluso entera, y en las manos sostenían lanzas adornadas de plumas, como si fueran a la guerra. Las mujeres se mantenían en un segundo plano. También ellas llevaban faldas de corteza de eucalipto e iban engalonadas con flores. Ricarda descubrió entre ellas a algunas bellezas que, sin duda, habrían atraído a pintores del mundo entero para plasmarlas en un lienzo.
En especial las mujeres y las niñas no apartaban la vista de ellos. También los hombres los miraban, pero su gesto parecía indiferente.
Por fin apareció un hombre con un manto que, a simple vista, parecía ser de una piel suave. Mirando más atentamente, Ricarda reconoció que estaba hecho a base de plumas. El que lo llevaba era con toda seguridad el jefe.
Se quedó mirando a Ricarda y a Jack. Luego empuñó la lanza, hizo un ademán de amenaza y sacó tanto la lengua que se parecía asombrosamente a las figuras de la casa de reuniones. A continuación, arrojó una rama hacia Ricarda.
Ricarda la levantó con el alma en vilo y miró al jefe directamente a los ojos. Su iris de color ámbar le proporcionaba un aire de lo más inquietante.
Una vez que Ricarda hubo superado la prueba de la intrepidez, el ariki le preguntó algo que no comprendió. Jack le pidió que le mencionara al jefe su mar y su montaña.
Alemania ya no es mi patria, pensó Ricarda, y por lo tanto respondió:
—El Pacífico y el monte Maunganui.
Los maoríes se rieron.
¿Habré dicho algo mal?, se preguntó Ricarda asustada, pero el jefe asintió amablemente y se retiró.
—Esta parte la ha superado —le susurró Jack de refilón—. Ahora solo tiene que quedarse quieta y escuchar los cánticos.
Ricarda se quedó pasmada al oír la polifonía de aquellas canciones. El pensar que esas melodías llevaban siendo cantadas desde hacía muchos siglos y transmitidas de generación en generación, le puso la carne de gallina. Al poco rato, se sintió como en trance. Comprendió perfectamente por qué los primeros descubridores pensaron que aquello era el paraíso.
Una vez concluido el powhiri, Jack y Ricarda siguieron a los demás hacia la casa de reuniones. El interior de la marae estaba adornado con flores que Ricarda había visto en sus excursiones. En contra de sus suposiciones, allí no se servía el ágape. Aunque había cojines dispuestos por el suelo, en esa fase solo se cantaba y se daba las gracias a los dioses.
Esta vez, los cánticos impresionaron aún más a Ricarda. Se olvidó por completo del espacio que la rodeaba y sintió una extraña ligereza que solo desapareció cuando los cantores enmudecieron.
Todos los allí presentes se dirigieron a comer a otra construcción.
—Esta casa sirve de comedor —le explicó Jack en voz baja—. Comer en la casa de las reuniones profanaría el lugar.
La casa también estaba adornada con flores. Los manjares servidos sobre grandes hojas ocupaban el centro de la sala y exhalaban un aroma delicioso; su alegre colorido le pareció de lo más exótico. Platos y cubiertos desde luego no había. La comida se tomaba con la mano. Ricarda ya conocía el hua whenua y también la batata, que allí llamaban kumara. Con el resto de los platos solo podía hacer conjeturas.
—¿Qué clase de pájaros son estos? —preguntó Ricarda, señalando unas aves similares a pichones.
—Pardelas —respondió Jack—. Los maoríes las recogen y las asan. Son exquisitas.
—¿Las recogen?
—Sí, cogen las crías de los nidos antes de que sepan volar.
—¡Pero si entonces están completamente indefensas! —se indignó Ricarda.
—También lo están los corderos, las terneras y los pollos que comemos nosotros —reflexionó Jack—. Si los maoríes no cogieran los polluelos, se los comerían los animales salvajes. Pruébelos, ya verá qué buenos están.
Jack cogió uno de los pajaritos ensartados y se lo dio a Ricarda. Al ver que ella todavía dudaba si comérselo o no, añadió:
—No querrá ofender a nuestros anfitriones, ¿no?
Ricarda probó la pardela y no se arrepintió. La carne era tierna y de buen sabor.
—Por otra parte, solo algunos maoríes pueden recoger pardelas. Las familias de rango inferior no tienen permiso para hacerlo. Así se aseguran de que no esquilman la especie.
Ricarda paseó la mirada por la reunión. Por la vestimenta no se distinguía ninguna jerarquía. Un indicio quizá fuera el orden en el que se sentaban. Además, a Ricarda le llamó la atención que los tatuajes se diferenciaran unos de otros. El jefe de la tribu tenía el más suntuoso; los demás lucían menos dibujos o menos tatuajes en la cara.
Ninguna mujer tenía la cara completamente tatuada. Las que llevaban un adorno lo llevaban en la barbilla, como Moana, pero en eso también había diferencias. El tatuaje de Moana constaba de unos delicados zarcillos, otros se asemejaban a lilas o a los dientes de los arpones de abordaje.
El resto de la velada la pasaron comiendo y charlando; las palabras de los maoríes revoloteaban a su alrededor como mariposas exóticas. Jack intentaba traducirle esto o lo otro, y Ricarda comprobó que en este extremo del mundo se hablaba de los mismos temas que en Europa: las mujeres charlaban de bodas, de los hijos y de las tareas domésticas, mientras que los hombres discutían sobre la caza, el prestigio público y la convivencia con los vecinos. Atrás quedaban las épocas de guerra. De vez en cuando había pequeños conflictos entre las tribus, pero como aquí regía la jurisdicción de la Commonwealth, un guerrero ya no podía cobrarse la vida de un enemigo sin salir mal parado. No obstante, el honor y el derecho a la venganza seguían siendo valores importantes para los maoríes. Ricarda se acordó de la agresión sufrida por Hooper.
Al mirar hacia Jack, se dio cuenta de que observaba disimuladamente los rostros de los hombres. ¿Estaría buscando al hombre que había herido a Hooper?
Antes de que pudiera preguntárselo, su acompañante le reclamó la atención sobre una joven embarazada que ocupaba su asiento en la última fila. No llevaba la cara tatuada y su larga y sedosa cabellera negra le cubría los hombros. Ricarda calculó que estaría embarazada de más de siete meses.
—¿Se acuerda de la pelea que tuve con Bessett en la fiesta de Mary Cantrell? —le preguntó Jack.
Ricarda asintió con la cabeza.
—Esa chica era su empleada. A los pocos meses de trabajar allí, se quedó embarazada. Bessett la expulsó cuando se enteró.
Ricarda se quedó horrorizada. Al parecer, ciertos hombres todavía se arrogaban unos derechos inconcebibles.
—Y ¿qué va a ser de ella? En Alemania las mujeres a las que les pasa eso lo tienen muy difícil.
—Tampoco Taiko lo tendrá fácil, pero la comunidad la ha acogido de nuevo. Naturalmente, ha perdido consideración, pero puede recuperarla.
Mientras hablaba Jack, un joven se inclinó sobre Taiko y le ofreció una escudilla con comida.
—Y ese ¿quién es?
—Su hermano. Ha jurado sacarle a Bessett la piel por las orejas. Esperemos que se contenga. En realidad, Bessett debería someterse a un haka, pero seguro que no lo hace.
—¿Significa eso que no necesita responsabilizarse de la criatura?
—Con arreglo a nuestro baremo, sí, pero él es un vástago de la aristocracia inglesa. Seguro que sabe cómo evadirse de la situación.
—¿Y la mujer de Bessett?
Jack se encogió de hombros.
—Supongo que estará al tanto de las andanzas de su marido. Pero ella es una lady inglesa y seguro que hace la vista gorda ante los escarceos de su esposo. Aunque solo fuera por el escándalo, nunca se le ocurriría quejarse en público.
Ricarda se preguntó cómo podía vivir así. Por otra parte, tenía que reconocer que la mayor parte de las mujeres dependían de sus maridos porque nunca habían aprendido un oficio para mantenerse por sí mismas. Ricarda se acordó de su madre y de la frecuencia con la que padecía ataques de migraña. Seguro que su padre nunca la había engañado, pero también ella tendría sus preocupaciones matrimoniales.
—Probablemente Taiko salga ganando si Bessett no reconoce al niño. En el peor de los casos, podría reclamarlo. Y considero que es mejor que se críe aquí.
Dicho lo cual, Jack alzó su vaso y dio un trago.
Ricarda lo observó muy pensativa. Aunque las neozelandesas tuvieran derecho a votar, aún quedaba mucho por hacer en materia de derechos.
Ya muy entrada la noche, llevaron a Jack y a Ricarda a la casa de reposo, donde les asignaron sus sitios en medio de otros invitados.
—Nunca cometa el error de sentarse en el sitio que está destinado a la cabeza —le aconsejó Jack—. Para los maoríes la cabeza es la parte más sagrada del cuerpo. Poner el trasero en el lugar previsto para la cabeza sería un sacrilegio.
A Ricarda le dio un poco la risa. En su habitación de estudiantes, ¿cuántas veces se habría puesto la almohada debajo del culo porque no aguantaba lo dura que estaba la silla?
—¿A qué conclusión ha llegado? —preguntó Ricarda, después de estirarse en la estera que le había sido asignada.
—¿A qué se refiere? —dijo Jack, sintiéndose atrapado.
—He observado cómo miraba a los guerreros. ¿Tiene idea de quién ha podido agredir a Hooper?
—Francamente, no. Las heridas del joven están bien curadas, pero no tiene la fuerza necesaria para cometer una agresión tan furibunda.
—¿Y sus hermanos? Si el hermano de Taiko quiere hacer que Bessett asuma la responsabilidad, quizá los del joven también.
—Ripaka tiene hermanos, pero son miembros muy respetables de la tribu y están emparentados con el ariki. En el ritual del saludo, este puede inspirar miedo, pero es un hombre sensato que no haría nada que perjudicara a su pueblo. Esa es una de las razones por las que, hasta ahora, el hermano de Taiko se ha contenido.
—¿Y los otros hombres?
—No tienen ningún motivo para enemistarse conmigo. Tampoco he notado que ninguno de ellos me mire de forma distinta a como me miraba hasta ahora.
—No obstante, usted cree que aquí hay gato encerrado.
Jack agachó la cabeza tímidamente.
—Si he de ser sincero, sí. Y en vista de la hospitalidad con la que nos han recibido hoy, me avergüenzo de ello.
—Bah, al fin y al cabo sus sospechas no recaen en todo el pueblo. Seguro que en esta comunidad no todos aprobarían la agresión.
—En eso tiene toda la razón.
Jack iba a añadir algo, pero también él se tumbó y deseó buenas noches a Ricarda.
—Gracias, Jack —susurró Ricarda—. Gracias por todo.
De pronto se sentía agotada. Hasta ahora no se había dado cuenta de lo que la habían fatigado tantas impresiones nuevas. Menos mal que Jack la había ayudado. Ni siquiera le dio tiempo a pensar en lo cerca que estaba de Jack, y que bastaría con que estirara la mano para acariciarle la cara, pues se quedó dormida en el acto. Por eso tampoco notó que en sueños su mano buscaba la de Jack…
Un grave zumbido arrancó a Ricarda de su profundo sueño. Asustada, se incorporó en la estera. ¿Dónde estaba?
—No tema, es solo un cuerno de concha. Forma parte del ceremonial.
¿Jack? ¿Qué hacía Jack en su dormitorio? Pero enseguida se dio cuenta de dónde se encontraba. Había estado profundamente dormida.
Jack se levantó y le tendió la mano.
—Venga conmigo, Ricarda. Ahora vamos a los acantilados, el lugar sagrado del pueblo. Desde allí se divisa muy bien el horizonte, donde ahora brillarán las Pléyades.
Los habitantes del pueblo ya estaban reunidos delante de la casa de reposo. El ariki, con su manto de plumas, pasó tan cerca de Ricarda que le hubiera bastado con estirar la mano para rozar su vestimenta. Pero eso seguro que era tapu, como llamaban los maoríes a lo prohibido.
Ricarda buscó con la mirada a Moana, pero no la encontró. Al ser la mujer de más alto rango en la tribu, tenía obligaciones que cumplir en esta fiesta.
La comitiva se puso en movimiento mientras entonaba cánticos a voz en grito. Ricarda, todavía un poco adormilada, se dio cuenta de que Jack no se separaba de su lado, y de pronto le dieron ganas de agarrarse a su brazo. Pero ¿y si a él no le gustaba? Optó por contener el impulso.
Cuando llegaron a un acantilado, la comitiva se detuvo. Ricarda contempló el mar y enseguida comprendió por qué ese lugar era sagrado para los maoríes.
Un sinfín de estrellas fulguraban desde el firmamento azul oscuro, suavemente ribeteado por los arreboles de la aurora, y se reflejaba en la superficie del océano. Las olas rompían contra las rocas, y el viento arremetía contra los abruptos acantilados, compitiendo su bramido con el de los cuernos de concha, que ahora eran soplados de nuevo.
Cuando apareció la luna, los maoríes volvieron a entonar sus kairaka.
—Están celebrando el inicio de la primera luna nueva tras la aparición de las Pléyades —le explicó Jack entre susurros—. Para los maoríes es algo parecido al Año Nuevo.
—¡Qué vista más fascinante! —murmuró Ricarda, a sabiendas de que jamás olvidaría ni la fiesta ni esa belleza celestial.
De repente se hizo el silencio. Los habitantes del pueblo se quedaron embelesados mirando al horizonte, hasta que uno de los hombres exclamó de pronto:
—Ana Matariki!
—Eso significa que allí al fondo se ven las Pléyades —le explicó Jack.
Ricarda seguía demasiado conmovida como para contestarle. Buscaba la constelación con la mirada y, efectivamente, cerca de la línea del horizonte se divisaba un destello.
Después de que todos guardaran un momento de silencio reverencial, Moana entonó un canto solemne. Así concluyó la fiesta y los habitantes del pueblo regresaron a sus cabañas.
—¿Aquí también es costumbre desearse un feliz año nuevo? —preguntó Ricarda, cuando volvieron a unirse a la comitiva.
Jack negó con la cabeza.
—Las únicas palabras relativas al Año Nuevo las dirigen los maoríes a los dioses, pues son los que deciden lo productivo que va a ser el año. Con el Año Nuevo los maoríes empiezan a sembrar sus huertos, después de haber cosechado en las semanas previas.
—Entonces esto es más bien una acción de gracias por la cosecha.
—No exactamente. Se dan las gracias por la cosecha, pero también se piensa en los muertos. Es una fiesta de la vida y de la muerte. En Europa no hay nada parecido.
Antes de que Ricarda y Jack regresaran a casa, Moana se acercó a ellos.
—¿Tus heridas bien curadas? —le preguntó a Ricarda con una sonrisa de simpatía.
—Bien —asintió Ricarda—. Gracias, Moana. Ya no tengo dolores. Tus rongoa son extraordinarios.
Moana agachó la cabeza sintiéndose halagada.
—Yo gustaría saber qué rongoa en tu país. ¿Me enseñarás cuando volver aquí?
—Con mucho gusto —prometió Ricarda.
La curandera sonrió amablemente y la despidió a la manera tradicional.
—Yo hablar contigo, kiritopa —dijo volviéndose hacia Jack.
Ricarda comprendió que Moana quería hablar a solas con Jack.
Su acompañante le lanzó una mirada de disculpa que confirmó esta suposición y siguió a Moana hasta unos arbustos.
—Noto que tú tienes algo en corazón —dijo la maorí, cuando estuvieron fuera del alcance del oído de la doctora—. Todo el rato tu mirada inquieta como un pajarito.
—Uno de mis hombres fue atacado y herido gravemente anteayer. Él afirma que ha sido un maorí.
Moana entornó los ojos. Miró decepcionada a Jack.
—Todos hombres ayer ocupados con preparativos. Yo no vi ninguno desaparecer.
—No obstante, mi empleado tiene una herida profunda en la pierna —contestó Jack, luego respiró profundamente antes de añadir en voz baja—:Y asegura que fue un guerrero de este poblado.
Moana no parecía sorprendida. Ya había notado que se trataba de eso. De ahí que no intentara defenderse.
—No estaban previstos tiempos tan difíciles. ¿Tú avisas Policía de Tauranga?
Jack respiró hondo.
—En realidad, no pensaba hacerlo, pero ese asunto ha de ser investigado. Lo que hicieron a Ripaka fue grave, pero no justifica un intento de asesinato.
—Demostraremos que guerreros de nuestro pueblo no agredir —dijo ella finalmente—. Así entonces tú recuperas confianza.
Dicho lo cual, se volvió sin saludar y regresó al poblado.
Jack se la quedó mirando muy pensativo.
En el fondo, Ricarda deseaba que la vuelta a la granja no terminara nunca. El bosque le pareció aún más fascinante que a la ida. La niebla colgaba de las copas de los árboles proporcionándoles un aura mágica. Las telas de araña de los helechos brillaban como diademas de rocío, mientras el aterciopelado musgo y el liquen de los árboles irradiaban destellos de humedad. El canto de los pájaros, y otros sonidos incomparables al despertar matutino de Berlín o Zúrich, los rodeaban como una red finamente entretejida.
—¡Fíjese! —susurró Jack señalando al suelo.
Justo a sus pies, un murciélago correteaba hacia un árbol y trepaba por él.
—¿Por qué no vuelan? —preguntó Ricarda, procurando no perder de vista al animalito, que avanzaba como un rayo sobre sus patas.
—Porque no tienen necesidad —respondió Jack—. Las mejores presas las encuentran en la tierra.
—Entonces ¿no tienen enemigos?
—Sí los tienen, pero no muchos. Para la caza del zorro, los ingleses traen perros de caza, y más de uno se desvía y se pierde por ahí. Pero de esos pueden huir y refugiarse en los árboles.
Durante un rato caminaron en silencio.
Finalmente Jack dijo:
—Ha sido una fiesta realmente hermosa. Me alegro de que me haya acompañado.
—Para mí ha sido también un verdadero placer. Una experiencia inolvidable.
Ricarda enmudeció y se detuvo. ¿Le pregunto de qué ha hablado con Moana? Seguro que la conversación ha girado en torno a la agresión…
—¿Algo va mal, Ricarda? —preguntó Jack, sin saber cómo interpretar la breve pausa.
—No, no pasa nada.
—Probablemente se pregunte de qué he hablado con Moana.
Ricarda se sintió descubierta.
—Moana ha notado cómo miraba a los guerreros. Como es natural, le decepciona que ya no me fíe de ella, pero estoy seguro de que ella en mi situación actuaría de un modo similar. No la culpo.
—Pero usted sospecha de su pueblo. Y sabe exactamente igual que Moana las consecuencias que ello acarrearía.
Jack suspiró.
—Sí, eso lo sabemos los dos. Pero hay que hacer justicia. No se puede juzgar de manera arbitraria.
—Desde luego, pero en realidad lo único que tiene es una sospecha. Y solo está basada en la declaración de Hooper.
—Entonces quizá convendría que me lo llevara al poblado y me señale al autor.
—Esa sería una posibilidad.
Jack se sumió en cavilaciones. Si voy con Hooper al poblado, quizá crean que apruebo lo que hizo. En realidad, debería haberle despedido en cuanto lo descubrí dando aquella paliza al maorí. ¡Al diablo con mi indulgencia! Pero ahora tengo que procurar hacer las cosas de la mejor manera posible.