Jack Manzoni pasó la noche en vela. De cuando en cuando, le cambiaba las vendas por otras más frías, pero no parecía hacerle mucho efecto. Ricarda tenía fiebre, se removía inquieta y decía cosas confusas, cada vez con mayor frecuencia. Hablaba de su madre, de algo que no quería hacer y, finalmente, del fuego.
Jack se sentía tan desvalido como aquella otra vez, cuando su prometida yacía moribunda y no paraba de moverse. El enfriamiento y sus palabras de consuelo no parecían servir de nada.
Cuando por la mañana tocó la frente de la enferma, ardía como una cafetera. Por si eso fuera poco, al cambiarle las vendas Jack vio que las heridas se habían inflamado. Sus temores fueron en aumento. Se puso a pensar en una solución a toda velocidad. Solo había una persona que pudiera ayudar a Ricarda.
Abandonó la habitación de invitados tan silenciosamente como le fue posible y salió de casa. Renunció a ensillar su caballo, montó a pelo a lomos de su tordo rodado y atravesó a galope la puerta de los árboles kauris. El miedo a que la doctora pudiera padecer daños serios tiraba de él como los dientes de un perro rabioso. ¡Ricarda no podía morir! Una vez más se juró a sí mismo vengarse de los hombres que le habían hecho eso.
Pese a que cabalgaba a una velocidad peligrosa, llegó sin incidentes al poblado maorí.
En ese momento, Moana estaba enseñándole a su hija a machacar las hierbas. Cuando Jack entró en su cabaña, alzó sorprendida la vista.
—Haere mai! —saludó Jack, y le pidió a Moana que saliera.
—Tienes que ayudarme —soltó apresuradamente—. La curandera de la que te hablé ha sido víctima de un incendio. Tiene quemados un brazo y las piernas y necesita ayuda urgentemente.
Moana asintió con la cabeza.
—Yo ayudo. Pero no prometo milagros. Eso ser cosa de papa.
—Por favor, Moana, haz lo que te parezca conveniente. No debe morir.
La maorí le recordó que la muerte depende de la voluntad de los dioses. Si los dioses decidieran llevarse un alma del mundo, cualquier medida sería inútil. Pero también sabía que los tohungas, es decir, los curanderos y los chamanes, se hallaban especialmente protegidos por los dioses, y le prometió a Jack que haría lo que pudiera para salvar a la mujer blanca.
Se metió en la cabaña y salió con unas cuantas cosas envueltas en un paño de color.
Si por Jack hubiera sido, habría montado a la curandera en su caballo, pero no se atrevió a proponérselo.
Sin embargo, Moana le sorprendió.
—Tú me llevas en tu caballo; si no, demasiado despacio —dijo con resolución.
De modo que la sentó sobre su corcel y él se subió a la grupa. Cabalgaron tan aprisa como era posible en aquel terreno. A Jack le palpitaba el corazón como nunca antes en su vida. Se imaginaba que en su ausencia podía haber pasado lo peor, y se reprochaba no haberle dicho a Margaret, su ama de llaves, que acudiera fuera del horario establecido.
Cuando llegaron a la casa, Jack se apeó y ayudó a bajar a Moana. La curandera parecía disponer de un buen olfato para los enfermos, pues, sin que Jack le indicara nada, se dirigió al cuarto de invitados como si hubiera estado allí con frecuencia y se acercó a la cama de Ricarda.
Aliviado, Jack vio que Ricarda respiraba y gemía levemente de dolor.
Moana dejó su atadillo junto a la cama y se inclinó sobre la herida.
—Wahine ser fuerte —dijo, después de haber reconocido a Ricarda—. Fuego en la sangre es por heridas. Yo hago rongoa. Por favor, traer dos palanganas.
En cuanto llegó Jack con lo que le había pedido, Moana desplegó el paño y extrajo unas hojas y unas ramitas. Algunas las desmenuzó con los dientes hasta formar una especie de puré que escupió en una de las palanganas. Otros ingredientes los trituró en el segundo recipiente o le pidió a Jack que los hirviera en agua.
Cuando ya lo tenía todo, mezcló una parte de las hierbas y el puré hasta formar una pasta que aplicó sobre las quemaduras. Coló los ingredientes cocidos y, con la ayuda de Jack, le administró el líquido a Ricarda.
Pero la pobre aún seguía delirando con su padre y su madre y se removía de acá para allá como si estuviera luchando contra algo. Por último, lanzó un fuerte gemido. De su garganta salieron unos sonidos ásperos, y a la curandera se le puso de repente cara de preocupación.
—El fuego ha enviado malos espíritus a su cuerpo —explicó, mientras acariciaba la frente ardiente de Ricarda—. Espíritus tener que irse; de lo contrario, pakeha no curar. Tú ir y descansar, yo cantaré karakia contra fuego y malos espíritus.
Con sus cánticos sagrados los maoríes pedían indirectamente ayuda a los dioses. Los había para las cosas más dispares. Jack había sido una vez testigo de un karakia destinado a proporcionar fuerza combativa a un arma. Además, había cánticos contra las fracturas de huesos, contra la indigestión y cosas por el estilo.
Rara vez dudaba Jack de las artes curativas de Moana, pues había visto varias veces el efecto que surtían sus hierbas. Pero que una canción fuera capaz de combatir la fiebre era algo que iba más allá de su imaginación. Moana, en cambio, parecía firmemente convencida. De modo que Jack le hizo ese favor y la dejó a solas con la enferma para no molestarla durante el ritual. La inquietud que sentía por dentro era un tormento. Sabía que nada podría distraerlo. Por más que recorría la habitación del piano arriba y abajo, nada conseguía calmarlo. Entonces se sentó en el taburete, pasó la mano por la superficie barnizada y se puso a escuchar con atención.
Del cuarto de invitados le llegaba un extraño y sonoro cántico. Jack entendía la letra, que trataba sobre cómo desterrar el fuego de la sangre de la mujer. Apoyó la frente en la tapa del piano, cerró los ojos y palpó el talismán de su madre.
¡Dios mío!, suplicó. Si estás ahí arriba, ayúdala y haz que se cure.
Jack soltó el crucifijo. Eso mismo había rogado al cielo hacía algunos años… inútilmente. La muerte se había llevado consigo a la débil Emma. Pero Ricarda era fuerte, como había recalcado Moana. ¿Bastaría con eso? ¿Eso sería suficiente aunque no hubiera ningún dios que pudiera protegerla?
En ese momento varió la salmodia de la curandera. La letra se hizo incomprensible. Jack, que aún seguía con los ojos cerrados y en la misma postura, notó que poco a poco se desvanecían la melodía y las palabras, se retiraban hacia las sombras de la habitación, hasta que finalmente enmudecieron.
Por la tarde, Moana sacudió a Jack para despertarlo. Este notó que había cambiado la posición del sol. Debía de ser tarde. Aturdido, se levantó de un salto. Escudriñó a la curandera y preguntó:
—¿Qué ha pasado?
—Nada, tú estar tranquilo. —Moana le dio un golpecito en el hombro—. El fuego se ha retirado. Ya no quema tanto.
A Jack se le pasó por completo el aturdimiento. ¡Eso significaba que Ricarda estaba salvada!
—¿Puedo ir a verla?
Al ver que Moana asentía con la cabeza, salió disparado. Cuando vio a Ricarda allí tumbada, le volvió la imagen de su prometida muerta. Rápidamente, apartó ese recuerdo de la cabeza. Era cierto que Ricarda seguía inconsciente, pero ya no lucía esa palidez cadavérica; es más, Jack creyó ver en sus mejillas un resplandor rosado, y el pecho subía y bajaba respirando con regularidad.
—Yo ya dicho, ella es fuerte —explicó Moana, que había entrado tras él—. Tiene mucho mauri.
Jack tuvo que apoyarse en el marco de la puerta. De repente se le había quitado toda la tensión acumulada. Lágrimas de alegría ofuscaron su mirada. Las piernas le temblaban y los brazos le pesaban como el plomo. No obstante, agarró el crucifijo de su madre y lo besó tan apasionadamente como si fuera la boca de Ricarda.
Moana lo observaba sonriendo.
Jack estaba seguro de que sus sabios ojos veían más de lo que él quería mostrar. De todas maneras, Moana ya sabía lo importante que era Ricarda para él.
—Yo vigilarla —dijo Moana, poniéndole suavemente la mano en el brazo—. Tú duermes, kiritopa.
—No, no puedo —contestó Jack—. Tengo cosas que hacer en la ciudad. ¿Te quedas vigilándola junto a su cama?
Moana asintió.
—Sí, yo quedo aquí. No te preocupes, wahine ser fuerte. Muy fuerte. Y tiene buen mauri.
Jack no podía afirmar de sí mismo que hubiera esperado algo así en las horas anteriores. Por muy fuerte que fuera Ricarda, un viejo refrán de su padre decía que hasta el árbol más fuerte puede ser derribado por el viento si los años lo han ahuecado. A Ricarda no la habían ahuecado los años, sino el fuego. Pero del dictamen de Moana podía uno fiarse. Por eso dejó a Ricarda bajo su custodia y salió a enjaezar el caballo. Tenía que hacer algo con lo que pudiera calmarse.
Una hora después, cruzaba con su coche el límite de la ciudad de Tauranga. Quería ver qué había quedado de la consulta de Ricarda. Mucho no podía ser, pero quizá pudieran salvarse algunas cosas. En tal caso, se las llevaría a la granja.
La noche anterior, mientras velaba junto al lecho de Ricarda, había decidido decirle una cosa en cuanto se restableciera.
A medio camino, poco antes de llegar a la calle Spring, se cruzó con Mary Cantrell. Jack recordó que Ricarda, el día del incendio, le había dicho algo de una invitación. Juzgó, pues, oportuno trasladarle sus disculpas, aunque seguro que la señora Cantrell había oído hablar del fuego.
En cuanto Mary lo vio, fue derecha hacia él. Jack detuvo el caballo, saltó del coche y la saludó con un beso en la mano.
—Señor Manzoni, ¿cómo se encuentra Ricarda? —preguntó Mary preocupada, y hasta se olvidó de devolverle el saludo.
—Mejor. Está alojada en mi casa, así nadie podrá hacerle nada.
—¿Hay ya alguna pista sobre los culpables?
—No, de momento no. La doctora Bensdorf no ha recuperado la conciencia hasta hoy. Seguramente pueda hacerles a los policías una descripción detallada de los agresores.
Mary dejó reposar un momento estas palabras antes de susurrar:
—Tiene toda la pinta de que Borden ha instigado a unos bellacos contra ella.
—¿Borden? —preguntó Jack asombrado.
—¿No le ha hablado Ricarda de él?
Evidentemente no, constató Mary, al ver que su interlocutor negaba con la cabeza.
—Hace aproximadamente una semana entró en su consulta y la amenazó porque, al parecer, le diagnosticó gonorrea a uno de sus clientes habituales. Esa noticia se difundió por toda la ciudad y, como es natural, desde entonces la mayor parte de la clientela ha dejado de ir a su establecimiento.
Jack conocía al dueño del burdel solo superficialmente. Pero por lo que se decía de él, el comentario de Mary no era nada descabellado.
—Naturalmente, no tengo pruebas —añadió la mujer con precaución—. Pero yo que usted les pondría sobre la pista a los agentes de Policía.
—Desde luego que lo haré —respondió Jack, mientras se apoderaba de él una oleada de ira.
Si eso es cierto, como coja a ese cabrón… pensó, pero disimuló su rabia, pues no quería comprometerse ante Mary Cantrell.
—Salude de mi parte a Ricarda —dijo ella—. En cuanto pueda levantarse, iré a verla.
—Siempre será bienvenida, señora Cantrell.
Dicho esto, Jack le dio la mano como despedida y volvió a subirse al pescante.
Esa tarde, el destino le tenía preparadas aún más sorpresas. El encuentro con Mary Cantrell y la noticia de que Borden se había peleado con Ricarda habían sido solo el comienzo. Nada más girar hacia la playa, la Providencia le envió a Borden.
Su sola visión le hizo daño a la vista; fue como si le hubieran clavado una lanza en el ojo. El propietario del burdel, vestido de domingo, se paseaba por la calle sonriendo amablemente a todos los transeúntes.
Pensar que ese tipejo se divertía mientras Ricarda había estado hasta hacía poco luchando con la muerte, le resultó tan insoportable que olvidó todas las precauciones. Paró el coche, echó el freno y saltó desde el pescante. A grandes zancadas se dirigió hacia el dueño del burdel.
—¡Borden! —gritó furioso, lo que hizo que el hombre se detuviera al instante.
—¿Qué puedo hacer por…?
No le dio tiempo a decir nada más, porque Manzoni le arreó un puñetazo en la barbilla. En él se condensaban toda la fuerza y toda la rabia acumulada, por lo que Borden, cuya barbilla de acero habían atestiguado ya muchos enemigos, se tambaleó hacia atrás.
Pero eso a Jack no le bastó, sino que le asestó otros dos golpes, hasta que el hombre cayó al suelo.
Pese a que le sangraba la nariz y tenía una ceja reventada, el propietario del lupanar consiguió levantarse de inmediato y le dio un puñetazo a Manzoni en el pecho.
El granjero jadeó, pero el golpe solo sirvió para alimentar su cólera. Logró esquivar otro puñetazo agachándose, metió la cabeza de Borden en la boca de su estómago y arrastró a su rival por el paseo marítimo hasta llegar cerca del agua. Sin compasión alguna, Jack le dio un empujón.
Borden intentó mantener el equilibrio agitando los brazos, pero no pudo evitar la caída. Se venció hacia atrás y fue a parar al mar con un fuerte chapoteo.
Jack se quedó mirándolo despiadadamente. Esperó el tiempo suficiente como para comprobar si Borden sabía nadar. De no haber sido así, quizá hubiera pedido ayuda.
Pero Borden empezó a dar brazadas maldiciendo a voz en grito, con la cara inyectada en sangre:
—¡Te arrepentirás, canalla! ¡Bastardo espagueti!
Jack permaneció en silencio, como si los insultos del dueño del burdel no fueran más que apestosas emanaciones traídas por el viento. Con gesto furibundo, miró a su contrincante; parecía desafiarlo a que saliera del agua y continuara peleando.
Borden seguía braceando como un perrillo de aguas. Jack dio media vuelta. Solo entonces fue consciente de que los transeúntes que se encontraban cerca lo miraban como si hubiera perdido la razón. Y quizá la hubiera perdido. Acababa de agredir a un tipo que tal vez no había tenido escrúpulos en enviar a unos hombres a que atacaran a una mujer indefensa. Pero eso a Jack no le preocupaba. Se sacudió el polvo de las solapas de la levita y regresó a su coche. Sin hacer el más mínimo comentario a los curiosos, subió al pescante y se marchó.
Dobló hacia la calle Spring y ya no se detuvo hasta llegar a la consulta de Ricarda. No temía que Borden pudiera seguirle. Cuando saliera del agua, lo primero que tendría que hacer sería curarse las heridas.
La casa ofrecía una visión desoladora. Las paredes de la planta baja estaban ennegrecidas. Solo algunas ventanas habían resistido el fuego. Por el suelo se veían añicos que lanzaban destellos. Aunque el edificio parecía amenazado de ruina, Manzoni se atrevió a entrar. El olor a madera quemada le cortó la respiración. Las cómodas y los armarios estaban chamuscados. Sin embargo, había unos cuantos instrumentos que todavía parecían intactos. Un botiquín metálico, junto con su contenido, también se había salvado milagrosamente. Jack recogió lo que le pareció que todavía era aprovechable y cargó también en su coche el armazón de metal de la camilla. Seguro que un guarnicionero mañoso sabría tapizarlo de nuevo.
Finalmente, al echar una última ojeada a la habitación de la consulta, vio algo que brillaba entre la ceniza. Al principio creyó que era un instrumento, pero cuando lo limpió, vio que se trataba de algo muy diferente: un rayo de esperanza para Ricarda…
A continuación, Jack se atrevió a subir al piso de arriba. Milagrosamente, la vivienda había quedado intacta. Abrió el armario ropero y se quedó ensimismado acariciando las cosas de Ricarda. Tenía que llevarle parte de la ropa. Después de estar buscando un rato, descubrió una maleta encima del armario. Rápidamente dobló dos faldas y dos blusas y las metió en la maleta. En una cómoda encontró un cajón lleno de medias, camisones y mudas. Aunque estaba solo, se sintió avergonzado mientras guardaba en la maleta un montoncito de canesús y braguitas cuidadosamente apilados. Le pediría por favor a Molly que empaquetara el resto.
Ricarda era incapaz de decir si las horas anteriores habían sido un sueño o realidad. Había estado en Berlín, donde su padre se inclinaba sobre ella con cara de preocupación y le decía que nunca tendría que haberse marchado.
Había oído una música estridente, melodías de una caja de música desafinada que guardaba como recuerdo de la infancia.
La voz de su madre le había ordenado casarse con el doctor Berfelde y, poco después, se había visto ante el altar, donde le exigían que diera el sí. ¡Todo eran exigencias y más exigencias! Luego la iglesia había ardido y ella había querido salvarse de las llamas, pero Berfelde la había retenido y sus piernas habían empezado a quemarse.
Y de pronto había oído una voz desconocida que cantaba en una lengua extraña. Esa canción la había consolado y había evitado que volviera a sus pesadillas.
Cuando Ricarda abrió los ojos, la clara luz del día la cegó. Por un momento, creyó que aún seguía en Berlín, pues la habitación en la que se encontraba estaba pintada de blanco y olía a medicamentos. Pero luego alguien se inclinó sobre ella y Ricarda supo al instante que estaba en Nueva Zelanda. La mujer tenía el pelo oscuro y rizado y su piel recordaba el color del café con leche. Los gratos ojos de color ámbar de la extraña miraban expectantes a Ricarda, mientras su boca carnosa y bien formada esbozaba una sonrisa.
—Tú estar bien —dijo la mujer, mientras apoyaba una mano en su pecho—. Yo, Moana.
Moana tenía que ser una maorí. Ricarda recordó de pronto que Jack Manzoni la había salvado del fuego. ¿Sería esa mujer una de sus criadas?
Ricarda quería contestar que se alegraba, y le habría gustado presentarse ella también, pero no consiguió emitir ningún sonido coherente.
—Tú no hablas. Hablar trae otra vez malos espíritus. Tú descansar y yo te traigo wai.
Lo que eso significaba no lo supo Ricarda hasta que Moana le acercó a la boca un vaso de agua. Al beberla le pareció que ese líquido fresco era como un néctar revitalizante que le despegaba las cuerdas vocales.
—Gracias —dijo, cuando Moana le retiró el vaso—. Yo soy Ricarda.
Moana asintió con la cabeza.
—Tú tohunga como yo. Espíritus protegen a ti.
Una vez más, Ricarda no entendió a qué se refería, pero por fin se dio cuenta de que había estado mucho tiempo inconsciente.
—¿Dónde estoy? —preguntó.
—En casa de kiritopa.
Ya iba a preguntarle que quién era el tal Kiritopa, cuando cayó en la cuenta de que solo podía ser Jack Manzoni. Tenía que darle las gracias sin falta.
—Me gustaría sentarme. ¿Me ayuda a incorporarme?
A Moana aquello le pareció un poco precipitado, pero Ricarda insistió. De modo que Moana ayudó a su paciente y le puso un cojín grande en la espalda. Mientras lo hacía, murmuraba algo para sus adentros que Ricarda no entendió; ni siquiera sabía si sus palabras expresaban desaprobación o asombro.
Le sentaba bien volver a estar erguida. Por la ventana de enfrente entraba el sol y tras la cortina ondeaba un océano de verdor. Cuando pudiera levantarse, tenía que salir sin falta para contemplar todo aquello.
En ese momento llegó Moana con un vaso en la mano.
—Tú bebes, así curas —explicó, acercándole a la boca una bebida verde muy aromática.
—¿Qué es esto?
—Rongoa.
—¿Qué es rongoa?
—Cosas que hacen sana —dijo Moana en un tono tan complaciente como si le hablara a un niño—. Tú bebes. Si no, vuelve fuego.
Ricarda comprendió que el brebaje era un remedio para bajar la fiebre.
—¿Cuánto tiempo he estado dormida?
A Moana le extrañó que Ricarda hablara tanto en lugar de beber, como lo haría una enferma obediente, pero contestó pacientemente:
—Dos días. Tú mucho fuego. Pero rongoa lo ha expulsado.
¡Había estado inconsciente dos días! Y, sin embargo, ya no se sentía tan mal. El remedio que le había administrado la mujer debía de ser extraordinario. Cómo le habría gustado preguntarle por la composición, pero no quería enfadar a Moana retrasando aún más la ingesta del medicamento. Se tomó la bebida, que sabía bastante amarga, y se reclinó en el almohadón.
Entonces su mirada recayó en las piernas y en el brazo. Las vendas eran unos paños finos por los que se filtraba un líquido de color marrón verdoso. Supuso que, al igual que la bebida, se trataba de un remedio hecho a base de plantas autóctonas. ¡Ojalá supiera yo algo de estos agentes activos naturales!, pensó Ricarda. Si surtieran efecto, me encantaría aprender cómo se usan para incorporarlos a mis tratamientos.
Iba a preguntárselo a Moana, pero antes de articular palabra alguna, la mujer ya se había marchado. Había desaparecido tan silenciosamente como un soplo de aire, de modo que las preguntas tendrían que esperar.
Cuando regresó Jack, Ricarda lo esperaba sentada en la cama. Sus piernas aún reposaban sobre la almohada doblada. Parecía que le había seguido bajando la fiebre, pues volvía a sonreír.
—Vaya, de manera que ha vuelto mi rescatador. ¿Cómo podría agradecérselo, Jack?
—Solo he hecho lo que hubiera hecho cualquiera en esa situación —dijo él, dando tímidamente vueltas a su sombrero entre las manos—. Por lo que veo, está mejor.
—Sí. Moana me ha cuidado muy bien.
—En esta comarca no hay nadie que sea tan estricto y, al mismo tiempo, tan meticuloso con sus pacientes como Moana.
De sus palabras se desprendía un gran respeto hacia esa mujer. Ricarda dedujo que era algo así como una hermana mayor para él. Por la edad podía serlo perfectamente, pues calculó que Moana tendría cuarenta y pocos años.
—Es maorí, ¿no? —preguntó; desde que había visto a los hombres delante del centro administrativo no había perdido el interés por esas personas.
—Sí, lo es. Una tohunga, una curandera. Se ha esforzado de lo lindo para bajarle la fiebre. —Jack arrimó una silla y se sentó—. Me he encontrado en la ciudad con la señora Cantrell y con Molly. Las dos le mandan saludos. Y dicen que le diga de su parte que la vendrán a ver en cuanto se encuentre mejor.
¡La buena de Molly y la bondadosa Mary!, pensó Ricarda apenada. Después de las molestias que se han tomado conmigo, ahora resulta que todos nuestros esfuerzos han sido en vano.
Pero en voz alta solo dijo:
—Gracias, muy amable por parte de las dos.
—Me he permitido traerle algo de ropa de su casa y entrar en la consulta. Lo que todavía se podía aprovechar se lo he traído —siguió contándole Jack—. Los instrumentos están sucios y cubiertos de hollín, pero eso se arregla con agua y lejía.
—Qué raro que no los haya cogido Doherty —dijo Ricarda.
—Doherty seguro que no se atreve a entrar allí, y menos si tiene algo que ver con el asunto. —Mientras hablaba, Jack se metió una mano en el bolsillo de la chaqueta y sacó un objeto reluciente—. También he encontrado esto.
—¡Mi estetoscopio!
Jack lo dejó encima de la colcha.
—Estaba por ahí tirado, en medio de la porquería. Es un milagro que esté intacto.
Las lágrimas afloraron a los ojos de Ricarda. Se sentía tan feliz que no era capaz de decir nada. Esto es una señal, pensó, mientras rozaba con cuidado el estetoscopio. La señal de que no puedo darme por vencida.
Jack estaba tan conmovido por su gesto que deseó poder abrazarla y besarla. Pero consideró que, de momento, más valía contenerse.
—Llámeme si necesita algo. Dentro de un rato la vendré a ver otra vez.
—¡Muchas gracias por todo! —gritó Ricarda mientras Jack se marchaba, y abrazó el estetoscopio.
En su fuero interno, confiaba en que algún día los responsables del incendio recibieran su merecido castigo.
Borden dio un respingo cuando Doherty le puso yodo en la herida.
—¿Y dice que fue Manzoni? —preguntó el doctor.
—Sí —gruñó el propietario del burdel—. Ese maldito hijo de perra me atacó de repente en pleno paseo marítimo. Si hubiera estado sobre aviso, le habría partido todos los huesos. ¡Ay!
—¡Estese quieto! —dijo el doctor—. Me temo que tendré que darle unos puntos en la ceja. Si quiere le pongo gas hilarante.
—¿Acaso tengo pinta de debilucho?
—No, pero es importante que no se mueva mientras le coso. ¿No querrá tener una cicatriz torcida?
—¡Hágalo, doctor, y déjese de tanta charlatanería! —se impacientó Borden con Doherty—. Cuando quiera que alguien me eche un sermón, iré a la iglesia.
Mientras el médico enhebraba la aguja, pensó en cuál sería la razón por la que Manzoni había agredido a Borden. Corría el rumor de que el granjero había acogido a la doctora en su casa. ¿Sospecharía que Borden estaba detrás del incendio? Y ¿por qué se sentía responsable de vengarla? Es posible que se haya enamorado de esa mujerzuela, meditó. Hace poco que en la ciudad se rumorea sobre una de sus aventuras amorosas.
—¿Va usted a denunciar a Manzoni? —preguntó Doherty, cuando le clavó la aguja.
—¡No, desde luego que no! ¡Lo que haré será partirle la boca! —refunfuñó Borden.
—Pues ya puede tener cuidado —le advirtió Doherty—. Manzoni sabe defenderse. Además, nada le impedirá ir a la Policía.
Borden apretó los labios. Pero aún echaba chispas por los ojos, lo que daba testimonio de las ganas que tenía de hacérselo pagar a Manzoni.