La amenaza de Borden pendía como un nublado sobre Ricarda. Hasta entonces no había pasado nada. ¿Significaría eso algo bueno o malo? Seguro que el dueño del burdel planeaba meter cizaña a sus clientes en contra de ella. Quizá incluso quisiera espiarla y darle una paliza. La mayor parte de los hombres poseían el suficiente pundonor como para no levantarle la mano a una mujer, pero que Borden fuera uno de ellos le parecía harto dudoso. Él, que esclavizaba a mujeres, a ojos de Ricarda no hacía otra cosa en su establecimiento, sin duda tampoco tenía ningún escrúpulo en pegarlas. A partir de entonces, en sus paseos, evitaba pasar por delante de su casa.
Seguramente fuera ridículo tener miedo. Quizá debiera habérselo contado a la Policía. Los agentes de Tauranga eran amables y siempre se mostraban dispuestos a ayudar. Pero ¿qué podían hacer mientras Borden se limitara a las amenazas?
Podría dirigirme a Jack Manzoni para pedirle ayuda, pensó Ricarda. Conoce a casi todo el mundo en la ciudad y seguro que sabe si he de tomarme en serio las amenazas de Borden. Pero llevaba bastante tiempo encerrado en su granja, y pese a que ella ya había averiguado, preguntando aquí y allá, dónde se hallaba situada, su orgullo le prohibía ir allí. No, afrontaría sola la situación. ¿No es eso lo que siempre has querido?, se recordó. ¿Enfrentarte sola a las situaciones delicadas, sobre todo sin la ayuda de un hombre? De haber pretendido otra cosa, se podría haber quedado en Berlín.
Aparte de eso, Borden también tenía que atenerse a la ley. Por si acaso, desde el incidente con Borden, Ricarda llevaba siempre un escalpelo escondido en el corsé. Si a ese hombre se le ocurría rozarla, se juraba a sí misma que le amputaría la mano más aprisa que el cirujano Robert Liston, famoso por su rapidez.
Ricarda suspiró. Para colmo le había bajado el período. Descubrió con fastidio una mancha de sangre en la sábana y la quitó para cambiarla. A las molestias abdominales solía acompañarles un dolor de cabeza que esa mañana le producía especial malestar. Pese a todo, no había razón para no trabajar.
Poco antes de mediodía apareció Mary Cantrell en la consulta.
—¡Enhorabuena! —dijo, inclinando un poco la cabeza—. Por lo que he oído, ya tiene muchos pacientes.
Ricarda le dio cortésmente las gracias y, en su fuero interno, se preguntó cuál sería el verdadero motivo de la visita de Mary. No tardó mucho en averiguarlo.
—Pero también dicen que puede haber problemas.
La señora Brisby, pensó Ricarda. Probablemente también pertenezca a la asociación de mujeres.
—A Borden no le ha gustado que le haya sugerido que me deje reconocer a sus chicas.
—¿Ha ido a verlo a su casa? —preguntó Mary, sentándose en el borde de la camilla.
—No —dijo Ricarda—. Después del primer encuentro se me quitaron las ganas de volver a aparecer por allí. Tuve una paciente con gonorrea. ¿Sabe lo que es eso?
—Sí, por desgracia.
La carcajada de Mary contagió a Ricarda, que también se echó a reír.
—Bueno, el caso es que sospecho que el marido de esa paciente va al burdel.
—Es muy posible. Casi todos los hombres de esta ciudad han pasado por allí.
—El hombre en cuestión parece ser que le pidió explicaciones a Borden por la chica con la que había estado —continuó Ricarda—. Por lo que conozco a Borden, debió de indicarle la salida; entonces el hombre, ofendido en su amor propio, hizo correr el rumor de que las prostitutas tenían purgaciones. El caso es que, al instante, los clientes dejaron de ir.
—Y al hablar con Borden, ese hombre debió de mencionarla a usted, supongo —dijo Mary, respirando profundamente.
A Ricarda le pareció ver en su rostro un atisbo de preocupación.
—Sí, eso creo. De todos modos, lo estoy tratando a él y a su mujer desde hace poco. —Ricarda vaciló y miró fijamente a Mary—. ¿Cree que de verdad me agredirá?
—No, no creo que Borden sea tan tonto. Pero hágase a la idea de que nunca se lo perdonará. Y en cuanto se presente la ocasión, se lo hará pagar. Aunque él sea el culpable de todo el asunto.
Ricarda sintió un nudo en el estómago. No compartía la opinión de Mary de que Borden no la agrediría. Aún recordaba con nitidez su aparición amenazante en la habitación de Emma Cooper.
—¡No se preocupe, Ricarda! Aunque Tauranga sea una localidad pequeña, también aquí existen la ley y el orden. Si Borden quiere hacerle algo, tiene que contar con la Policía. Nuestros agentes son muy meticulosos.
Ricarda sonrió de medio lado. De poco le serviría eso si aparecía muerta en un callejón.
—Bueno, no la quiero entretener más, que tendrá trabajo. Cuando termine hoy, venga a cenar a nuestra casa. Mi cocinero ha comprado una carne de carnero extraordinaria y sabe prepararlo de una manera que la sorprenderá.
Ricarda le dio las gracias por la invitación y aceptó. Sin duda sería una velada más agradable que la anterior. Esta vez Mary no había invitado a nadie que pudiera sufrir un infarto en el transcurso de la noche.
—Nos alegraremos de verla, querida. Y tráiganos muchas anécdotas del trabajo y de Molly; eso siempre es refrescante.
Dicho esto, Mary se despidió. A Ricarda le dio tiempo a tomar un tentempié antes de que llegaran las siguientes pacientes. Y menos mal, porque mientras trabajaba se olvidaba de Borden.
Después de terminar la jornada laboral, Ricarda se sentó junto a la ventana de la consulta y se quedó contemplando las nubes. Nunca había visto unos arreboles vespertinos tan bonitos. La luz suave se deslizaba por los tejados y las copas de las palmeras, proporcionándoles una luminosidad casi celestial. Pensó en lo mucho que le gustaría plasmar esa panorámica y se propuso comprar un caballete, lienzos y óleos en cuanto le sobrara dinero suficiente. De momento, sus ingresos solo le llegaban para pagar el alquiler y los gastos de manutención.
Decidió cambiarse de ropa para la cena en casa de los Cantrell. Ella ni siquiera notaba ya el olor a fenol, pero sabía que no solo impregnaba su ropa, sino también su piel, y no quería estropearles a los Cantrell el gusto del carnero.
Acababa de colgar la bata en la percha, cuando de pronto se abrió la puerta. Ricarda retrocedió asustada.
Dos hombres vestidos con una ropa zarrapastrosa se plantaron delante de ella.
—¿En qué puedo ayudarlos? —preguntó ella, procurando aparentar tranquilidad, pese a que tenía el estómago encogido de miedo.
—Hemos oído que va por ahí fastidiando a la gente, señorita —dijo uno, sacando una porra de debajo de la chaqueta.
Ricarda hizo acopio de todo su valor.
—¡Lárguense de aquí! —gritó.
Estrujándose el cerebro para ver qué podía hacer, intentó huir del tipo de la porra, pero el otro se interpuso en su camino, la agarró de la mano y tiró de ella.
Ricarda se defendió, gritó e intentó pisar al hombre. Finalmente, le dio una bofetada con la mano libre; pero eso no pareció impresionarle lo más mínimo, pues siguió arrastrándola impasible. Al tirar una palangana con instrumentos que había junto a la camilla, se oyó un fuerte estruendo. El hombre la empujó brutalmente contra la sábana blanca almidonada y se inclinó sobre ella. A Ricarda le vino un hedor a sudor y a whisky. Estaba paralizada.
—Oye, Burt, ¿le enseñamos a la joven para qué están hechas realmente las mujeres? —dijo el agresor, rasgando la blusa de Ricarda.
—¡Pues claro! —contestó el otro desabrochándose la hebilla del cinturón.
Ricarda quedó presa del pánico. ¿Qué podía hacer?
Se acordó del escalpelo. Antes de que Burt, que para entonces se había bajado los pantalones, se acercara a ella, Ricarda se llevó la mano al corsé.
El compinche de Burt se rio taimadamente.
—¿Te da vergüenza, niña? Venga, enséñanos lo que tienes que ofrecer. Al fin y al cabo, solo te vamos a…
De pronto, dio un grito agudo de dolor y retrocedió.
A Ricarda le salpicó un chorro de sangre mientras le pasaba la cuchilla por la cara. Logró saltar de la camilla. Pero no llegó muy lejos. El herido se abalanzó sobre ella y la arrojó contra el escritorio. Ricarda cayó al suelo junto con los libros y las fichas y perdió el escalpelo. El agresor, cuyo rostro estaba rojo de ira y de sangre, la miró con cara de odio y, antes de que ella lo pudiera esquivar, la levantó tirándole del pelo y le propinó una brutal bofetada. A Ricarda se le nubló la vista y se desplomó.
—¿Te la has cargado, chico? —preguntó Burt.
El interpelado no reaccionó. Tenía la vista clavada en la víctima mientras se limpiaba la cara.
—¡Prendamos fuego a este maldito chamizo! —murmuró finalmente.
—Pero el jefe ha dicho…
—¡Cierra el pico, Burt!
Echó mano de la lámpara de petróleo que había encima de la mesita, sacó una cerilla del bolsillo y la raspó en la pared.
Pero antes de que pudiera arrojar la lámpara encendida a la mujer, su compinche lo agarró del brazo y se la quitó de la mano. Al parecer, sintió compasión por la doctora, pues tiró la lámpara a un rincón, donde el cilindro de cristal se hizo pedazos y, al instante, el petróleo ardió lanzando fuertes llamaradas.
—¡Larguémonos de aquí! —le dijo a su compañero.
Tras lanzar una última mirada a la inmóvil Ricarda, salieron a toda velocidad.
Jack llevaba un tiempo debatiéndose entre contestar personalmente a la invitación o enviar una carta. Hoy por fin se había decidido a ir en busca de Ricarda.
Lanzó una mirada al espejo y se sintió satisfecho con lo que vio en él. Su mejor levita y la camisa blanca, en cuyo cuello se había anudado un pañuelo de color burdeos, eran lo suficientemente elegantes como para impresionar a la doctora, pero lo bastante discretas, esperaba, como para que esta no le tomara por un pavo real enamorado.
Mientras subía al pescante de su coche, paseó la mirada por los alojamientos de su cuadrilla. Desde que habían degollado a las ovejas madre, sus hombres estaban tensos. Todos ellos parecían esperar un nuevo percance. Naturalmente, eso los distraía de su trabajo, por lo que Kerrigan se veía a menudo obligado a amonestarlos.
Ya va siendo hora de que piense en otras cosas, meditó Jack, mientras guiaba el coche, con una alegría anticipada, hacia la carretera que llevaba a Tauranga.
A la suave luz del atardecer, la ciudad parecía cambiada. Un resplandor rojizo bañaba los edificios y las personas, que parecían los decorados y las figuras de un escenario de dimensiones descomunales.
Del puerto llegaba el fuerte ulular de la sirena de un barco de vapor que estaba atracando y que engullía todos los ruidos de alrededor. Jack se cruzó con varios vehículos. En la superficie de carga de uno de ellos descubrió unas guirnaldas de flores que sin duda iban destinadas a un banquete nupcial.
Quizá debiera llevarle un ramo de flores a Ricarda, se le pasó por la cabeza, y se disgustó un poco por no haberlo pensado antes. ¿Qué ha sido de ti, Jack? ¿Has olvidado los buenos modales? Deberías haber cogido unos cuantos lupinos de color lila de esos tan preciosos que crecen por toda la finca.
Como no quería dar la vuelta, llevó el coche hasta la única floristería de Tauranga. Por fuera no llamaba nada la atención, pero engañaba.
Jack detuvo el coche y se bajó. El tintineo de la campanilla de la puerta lo introdujo en un reino lleno de aromas y colorido. El señor Turner poseía fuera de la ciudad un gran jardín en el que cultivaba las flores que su esposa vendía en la tienda.
Hoy también estaba detrás del mostrador su mujer, que ya tenía cierta edad. Sabía qué importancia tenían las flores y con cuáles se podía complacer mejor a una dama.
—Señor Manzoni, ¿a qué debo el placer de verlo por aquí? —preguntó, mientras miraba extrañada a Jack.
—Me gustaría llevarme unas rosas —respondió Jack.
Tomó esa decisión de manera espontánea, pues le parecían las flores más adecuadas para Ricarda. Eran bonitas, pero al mismo tiempo tenían espinas.
Eligió unas de color rosa porque ese tono le pareció el más inocente.
—¿El ramo va destinado a una mujer? —preguntó la señora Turner, lanzándole una mirada escrutadora.
Jack notó que estaba a punto de reventar de curiosidad.
—Claro, a una dama. —Sonrió sin darse cuenta—. Pero no lo ponga demasiado aparatoso. Ha de ser solo un pequeño detalle.
Por el modo de arrugar la frente se notaba que la señora Turner no paraba de pensar. Probablemente se preguntara quién sería la elegida. Seguro que pronto circularían los más disparatados rumores por toda la ciudad. A Jack no le importaba que averiguaran a quién hacía esta vez la corte.
¿Es eso lo que quiero? ¿Hacerle la corte a Ricarda? Las dudas le enturbiaron de repente el juicio. ¿Tengo alguna oportunidad o me expongo a hacer el ridículo, sin más? Quizá sea una de esas sufragistas que se las arreglan para vivir sin hombres, he ayudado varias veces a Ricarda y por eso se ha mostrado siempre amable conmigo. ¿Albergará, sin embargo, los mismos sentimientos hacia mí que yo hacia ella?
Jack suspiró y apartó esos desagradables pensamientos. Contempló cómo iba creciendo el ramo en las manos de la señora Turner e imaginó los ojos risueños de la doctora.
Después de colocar cuidadosamente el ramo en su coche, condujo su vehículo a lo largo de la playa en dirección a la calle Spring. Iba saludando a los conocidos y esquivando a los niños que cruzaban atolondradamente la calle. Jack no se enfadaba con los pequeños granujas, sino que se lo perdonaba todo. ¿Tendría él también algún día una alegre pandilla como esa alborotando por su granja? Hasta entonces nunca había pensado en tener hijos, e incluso se asustó un poco. Pero desde que Ricarda había entrado en su vida, todo había cambiado.
Al acercarse a la consulta vio que la puerta de la casa estaba abierta de par en par.
Probablemente esté aireando la casa para que se vaya el olor a fenol, pensó. No obstante, los nervios lo atacaron como un enjambre de mosquitos. En realidad, hasta entonces nunca le había intimidado encontrarse con una dama, pero Ricarda no era precisamente una chica servicial en busca de un buen partido. Jack intentó controlar el temblor de manos mientras tiraba de las riendas. Tenía las palmas de las manos húmedas y la garganta reseca.
¡Pero por Dios, Jack! ¡Si solo vienes a aceptar una invitación y a darle las gracias con un ramito de flores! ¡Haz el favor, hombre!, intentó convencerse, mientras se detenía junto al porche de Ricarda.
En esto, notó olor a quemado y en una ventana vio el resplandor de unas llamas que avanzaban devorándolo todo a su paso.
Mientras subía a todo correr las escaleras, Jack sentía escalofríos por todo el cuerpo.
Cuando el calor del fuego le vino a Ricarda a la cara, volvió en sí. Pese a su aturdimiento, notó un fuerte olor a quemado. ¡Aquellos tipos habían prendido fuego a su consulta!
Ricarda intentó incorporarse, pero un repentino mareo la hizo tambalear. Su brazo izquierdo quedó demasiado cerca del fuego, que se propagaba con la velocidad del viento. Gritó cuando las llamas quemaron su brazo, pero gracias al dolor salió de su aturdimiento. De repente, se le despejó por completo la mente. Tenía que salir de inmediato para evitar la intoxicación por humo. Pero entonces le cruzó un pensamiento por la cabeza: ¡el diploma! Podía perderlo todo menos el diploma. Sin su diploma estaría perdida.
Se precipitó hacia la pared de la que colgaba el documento. El dobladillo de su falda empezó a arder, pero ella no se dio cuenta. Agarró el marco con las manos temblorosas.
—¡Salga de ahí! —gritó una voz a su espalda.
Ricarda no reaccionó. Cuando estaba descolgando el diploma, un repentino e insoportable dolor le bajó por las piernas y el título se deslizó de sus manos. Alguien se arrojó sobre ella. Ricarda gritó y se defendió del intruso.
—¡Tranquila, Ricarda! Soy yo y la voy a sacar de aquí —dijo Jack Manzoni, cogiéndola en brazos.
Ricarda escondió la cara en su hombro.
—Esos hombres… querían… —sollozó.
—Tranquilícese. Tenemos que salir de aquí —susurró Jack.
Había visto su blusa rasgada y pudo hacerse una idea de lo que había pasado.
—¡El diploma!
Jack comprendió por qué la doctora se había puesto en peligro, dejó un momento a Ricarda en el suelo, le dio el marco con el cristal roto, la volvió a coger en brazos y la llevó a toda velocidad hacia la puerta.
Fuera ya se habían congregado varios curiosos.
—¡Maldita sea, no os quedéis mirando como pasmarotes y apagad el fuego! —gruñó Jack.
Luego sentó a Ricarda en su coche y le puso con cuidado una manta por encima de los hombros. Después le alcanzó una botella de agua.
—Tome, beba.
Ricarda se envolvió en la manta con los dedos agarrotados y se echó a llorar. No reaccionaba.
—¡Ricarda, por favor!
El desesperado tono de súplica hizo que Ricarda lo mirara.
—¡Beba! Tiene que enjuagar el humo que se ha tragado.
Cogió la botella con manos temblorosas.
—Dos hombres han entrado en la consulta… Querían… querían… violarme. A uno le he hecho un corte en la cara con el escalpelo —sollozó después de haber dado un trago.
Tenía la mirada clavada en el suelo, como si en él pudiera ver una imagen de lo sucedido.
—¿Se ha fijado en el aspecto que tenían esos tipos?
Ricarda asintió con la cabeza.
—Esas caras nunca las olvidaré.
—Entonces deberíamos describírselas a uno de los agentes de Policía.
Ricarda hizo un gesto afirmativo y se recostó.
—Uno de ellos llamó al otro Burt —murmuró, sintiéndose de repente completamente agotada.
—Me grabaré ese nombre en la memoria —dijo Jack.
—Y estaba invitada en casa de Mary Cantrell. Tiene que decirle que…
Ricarda enmudeció, pues sintió un horrible pinchazo en las sienes; el nudo en el estómago se recrudeció y le dieron náuseas. Miles de agujas parecían taladrar sus piernas. Además, le dolía mucho el brazo izquierdo.
—¡Lo primero que haré será alejarla de aquí! —dijo él.
Para entonces ya habían entrado en acción los primeros voluntarios para apagar el fuego. Oyeron la sirena del coche de bomberos. Jack no quiso esperar a ver si controlaban las llamas. Como supuso que el edificio no tendría salvación, decidió ahorrarle a Ricarda la contemplación del incendio. Pasara lo que pasara, tendría que volver a partir de cero. Con ese pensamiento se subió al pescante y arreó al caballo. Lo de la Policía podía esperar a mañana.
Se detuvieron en las afueras de la ciudad, en mitad del bosque. Cerca discurría un pequeño riachuelo. Ricarda padecía fuertes dolores. En realidad, no quería llorar por nada del mundo, pero no podía contener las lágrimas, que dejaban un rastro húmedo en su rostro manchado de hollín y le aflojaban un poco el nudo de ira que albergaba su pecho. De todos modos, no se sentía mejor. Su estado parecía empeorar a cada momento. Como médico sabía que eso se debía a las quemaduras. Aunque no le habían afectado a grandes superficies de piel y no peligraba su vida, tenía la sensación de estar ardiendo en llamas.
Jack se quitó la chaqueta y la camisa. Esta última la rasgó en tiras y las sumergió en agua. Luego envolvió las piernas y el brazo herido de Ricarda en paños mojados. Ricarda gimió al sentir el roce, pero las vendas frías aliviaron el dolor.
—Y ahora, ¿qué? —preguntó.
—Primero la llevaré a mi casa; en mi granja podrá curarse del todo.
—¿Qué pasará cuando esos tipos se enteren de que no he muerto?
Jack la miró con una sonrisa que quería transmitir confianza, pese a que al verla en ese estado solo tenía ganas de retorcerles el pescuezo a esos canallas.
—¡No tenga miedo! No se atreverán a aparecer por mi granja. Ni el ladrón más tonto se atrevería a entrar en mi casa, pues le acarrearía unas consecuencias muy desagradables.
Ricarda no dijo nada. Estaba tan débil que hasta hablar le costaba un esfuerzo ímprobo.
Manzoni se la quedó mirando. Le renovó los vendajes fríos antes de volver a llevar a Ricarda al coche.
—¿Aguantará? —le preguntó, mientras la sentaba con cuidado.
Ricarda asintió con la cabeza. Sabía que cualquier movimiento le haría daño, pero lo aguantaría. Estaba obligada a resistir, si quería hacérselo pagar a los tipos que le habían hecho eso.
—¡Oh, he aplastado sus flores! —dijo de repente Ricarda, al ver el ramo.
¡Las rosas! Naturalmente, se había olvidado por completo de ellas. Jack sintió un nudo en la garganta. De repente le dio muchísima vergüenza haberlas comprado.
No seas tonto, Jack, se censuró a sí mismo. Luego respondió:
—Con ellas quería darle las gracias por la invitación.
Una leve sonrisa iluminó el rostro de Ricarda.
—Es un detalle muy bonito por su parte. Aunque ya no pueda dar ninguna recepción.
—¡No diga eso! —Antes de que Jack supiera lo que hacía, su mano cogió la de Ricarda y la sostuvo con tanta delicadeza como si fuera un pájaro herido—. Estoy convencido de que esto no es el final. No pretenderá darse por vencida, ¿no?
Ricarda notó que Jack quería decir algo más; de eso estaba segura. Pero se sentía demasiado débil como para intentar averiguarlo.
—No, claro que no —respondió, y se recostó.
Jack se dio cuenta de que Ricarda necesitaba reposo, y se subió al pescante.
El vehículo se puso en movimiento con un tirón. Durante un rato, Ricarda se quedó contemplando las copas de los árboles, a través de las cuales se filtraba la luz del sol. Pero luego cerró los ojos. Los sonidos del bosque se mezclaban con el ruido del coche y de los cascos del caballo. Aunque cada vez sentía más dolores, no quería pedirle a Jack que se detuviera. Se aferró a sus palabras de consuelo como a un clavo ardiendo. Sin duda, habría un «después». Aunque ahora todo pareciera perdido, ella seguiría luchando. No había vuelta atrás. Había abandonado su patria para labrarse aquí un porvenir. ¡Tenía que conseguirlo!
Preston Doherty estaba asomado a la ventana mirando el delgado hilo de humo que aún se elevaba hacia el cielo vespertino en la otra punta de la ciudad. Aunque por fuera parecía tranquilo, por dentro estaba furioso. La sospecha de que el edificio en llamas fuera la consulta de Ricarda Bensdorf no se le quitaba de la cabeza. ¿Habría ido tan lejos Borden? Si realmente había prendido fuego a la consulta y había matado a la mujer, era obvio que se había excedido. Todo el mundo sabía que Borden había puesto el grito en el cielo por sus prostitutas infestadas de purgaciones. Pero seguro que algunos recordaban también la pelea entre la doctora y su colega asentado en Tauranga. Tarde o temprano aparecerían por allí los agentes de Policía; de eso estaba seguro. Como muy tarde, cuando el dueño del burdel se derrumbara y declarara que fue Doherty quien le incitó a hacerlo.
Tenía que llamar a capítulo a Borden y, sobre todo, asegurarse de que podía lavarse las manos en este asunto. Al fin y al cabo, había dejado muy claro que Ricarda Bensdorf no debía morir.
Después de quedarse otro rato asomado a la ventana, salió de su consulta.
—¿Hay algo, enfermera? —le preguntó a Clothilde, con la que se cruzó en el pasillo.
—No, todo está en orden. Esta tarde no ha pasado nada especial. En realidad, solo quería saber si deseaba tomar un café, señor doctor.
Doherty negó con la cabeza.
—No, gracias. Voy a ver dónde está el incendio. Quizá necesiten mi ayuda.
La francesa miró extrañada a su jefe. Era la primera vez que se dirigía al lugar de una desgracia. Siempre esperaba a los pacientes en el hospital.
Fuera soplaba una brisa marina fresca y húmeda. Las nubes se habían aglutinado y amenazaban con lluvia. Ciertamente, la ciudad necesitaba que lloviera, pues había tanto polvo en el aire que te rechinaban los dientes, y además el polvillo entraba por todos los resquicios de las casas. Un chaparrón despejaría el aire.
Con el maletín de médico en la mano, Doherty se dirigió al casco viejo de la ciudad. Tenía la impresión de que la gente lo miraba raro. ¿O acaso eran imaginaciones suyas? A un transeúnte cuyo nombre desconocía le preguntó por el incendio.
—Está ardiendo la consulta de la nueva doctora —le respondió.
Doherty no sabía qué le aterrorizaba más: que sus sospechas fueran ciertas o que ese hombre hubiera oído hablar de la médico y, sin embargo, no le conociera a él, que tanto tiempo llevaba establecido en la ciudad. Renunció a hacerle más preguntas y siguió andando sin darle las gracias por la información.
Al acercarse al burdel, pasó a su lado el coche de bomberos. Al parecer, el jefe de los bomberos, cuyo nombre Asher[3] era tan extraño como elocuente, tenía ya la situación bajo control. Como el edificio aún seguía humeando, era presumible que no hubiera quedado mucho de él.
Doherty pensó en acudir al foco del incendio, por si acaso la mujer estaba herida. Pero luego desechó la idea. Si ya habían estado allí los bomberos, o bien la habían llevado al hospital o llamado al enterrador. Así que el doctor aceleró el paso y, al poco rato, entró por la puerta del burdel.
A la vista estaba que el escándalo provocado por Ricarda Bensdorf afectaba considerablemente al negocio de Borden, pues tenía muy pocos clientes.
—¡Qué honor tenerle con nosotros, doctor! —exclamó el hombre de detrás de la barra, al ver a Doherty—. ¿Qué puedo hacer por usted?
—Quisiera hablar con el señor Borden.
—¿De qué asunto?
—De un asunto privado que a usted no le concierne.
Quizá la respuesta fuera un poco cortante, pero surtió efecto. El camarero desapareció por una pequeña puerta que había al lado de la barra diciendo:
—Un momento, por favor.
Doherty se sentía incómodo. De refilón le llegaban las risitas y los susurros de las chicas que esperaban a la clientela. Todas ellas eran tan guapas que estuvo tentado de olvidar sus vestidos sucios y descoloridos y las greñas de su pelo alborotado. Pero entonces se acordó de la gonorrea y, al instante, se le quitaron las ganas.
—¡Doctor!
Por mirar a las chicas, Doherty no se dio cuenta de que Borden estaba junto a él.
—¿Ha venido a ver a mis chicas?
Al ver la amplia sonrisa del propietario del local, Doherty se dio con un canto en los dientes de que no hubiera mencionado el acuerdo tomado por los dos. Seguro que los clientes que esperaban a la chica de sus sueños lo habrían oído todo.
—Tengo que hablar con usted, Borden. A solas.
—No me diga que también me quiere reconocer a mí.
Doherty se impacientó.
—Quiero hablar con usted. Eso es todo.
Borden esbozó una sonrisita de conejo.
—Está bien, hablemos.
Le hizo señas al doctor para que pasara a una habitación donde había una mesa grande de juego; pero era evidente que en los últimos tiempos nadie había sentido la necesidad de echar una partida de cartas, pues la cubría una sábana blanca.
—¿Qué puedo hacer por usted, doctor? —preguntó Borden en tono burlón, una vez que cerró la puerta tras ellos.
Estaba de un humor excelente, lo que hacía sospechar que había tenido algo que ver con el incendio.
—La consulta de Ricarda Bensdorf ha ardido —soltó el doctor sin rodeos.
—¡Qué lástima! —dijo el propietario del burdel con una risotada.
—¡No haga como si no supiera quién está detrás de todo esto!
—¿Quién, doctor? No tengo ni idea.
Esa afirmación desbarató todos los argumentos de Doherty. Durante todo el trayecto había ido pensando en las palabras con las que convencería a Borden para que le asegurara que, pasara lo que pasara, no le implicaría a él en el asunto. Al fin y al cabo, Borden no le había contado sus planes.
—Y aunque lo supiera, ¿cree de verdad que sería tan tonto como para confesarlo? —continuó Borden—. ¿O como para contarle a alguien que no soy el único que deseaba la muerte de esa mujer?
—¡Yo no quería que muriera! —protestó Doherty indignado—. Quería que desapareciera de aquí, nada más.
—Pues ya ha desaparecido. Pero no se preocupe. No tiene por qué cargar su valiosa conciencia con un asesinato. Por lo que he oído, la mujer ha encontrado un osado rescatador. Jack Manzoni la ha salvado. ¿No es una conducta noble por su parte?
Doherty se quedó sin aire. Manzoni era conocido por su acusado sentido de la justicia. Haría todo lo que estuviera en su mano para esclarecer el atentado.
—Y ¿qué va a hacer usted si Manzoni…?
Borden puso la mano en el hombro del médico y de este modo le hizo callar, pues a Doherty le pareció que esa mano pesaba como el plomo.
—¡No le dé más vueltas, doctor! Ni a usted ni a mí nos van a poder echar la culpa del asunto. A los hombres que se ocuparon de esa puta les he pagado, y probablemente ya estén de camino hacia Wellington o la Isla Sur. Aunque alguien hiciera indagaciones, daría en hueso. Quedamos en lo pactado y así no habrá ningún problema.
Doherty no entendía la despreocupación de Borden. Él aún seguía acongojado. De acuerdo, quizá no hubiera pruebas, pero Ricarda Bensdorf no era tonta. Seguro que sospechaba quién estaba detrás de ese atentado. Pero entonces el médico se tranquilizó pensando que Ricarda no tenía por dónde cogerle; carecía de pruebas contra él y, por si fuera poco, la responsabilizarían de la destrucción de la casa. Quizá incluso se pudiera hacer ver como que fue ella misma la que provocó el incendio… Esta idea logró tranquilizarlo un poco.
—¿Y ahora qué, doctor? ¿Quiere que mande a las chicas dentro para que pueda reconocerlas?
En realidad, Doherty no tenía ni pizca de ganas de examinar gratuitamente a un atajo de putas, pero el acuerdo con Borden pendía sobre él como un nubarrón. Para que el rayo no descargara, no le quedó más remedio que mostrarse conforme.
Una vez llegados a la casa de la granja, Jack descubrió horrorizado que Ricarda se había desmayado. Rezando para sus adentros, la llevó a la habitación de los invitados, que llevaba mucho tiempo sin ser utilizada, y la tendió en la cama. ¡Qué linda es incluso estando como está!, se le pasó por la cabeza. Pero enseguida se censuró por este pensamiento tan inapropiado en ese momento y corrió a la cocina a por agua y vendajes. Cuando regresó, Ricarda aún no había vuelto en sí. En ese momento se arrepintió de no tener al ama de llaves más que dos veces por semana. Ahora le habría venido muy bien su ayuda, entre otras cosas porque le daba apuro desnudar a Ricarda. Quería ponerle uno de los camisones de su madre, que había guardado por el valor sentimental que tenían para él.
—Por favor, no se asuste. Solo quiero ponerla cómoda —dijo, pero Ricarda no lo oyó, sino que se limitó a emitir un suave gemido.
A Jack le temblaban las manos cuando le quitó la falda y la blusa y, a continuación, la desembarazó del corsé.
Al verla tumbada ante él en ropa interior, no fue deseo lo que sintió; más bien temía que despertara y le tomara por un aprovechado. Pero no se despertó.
Jack dobló una almohada y colocó con mucho cuidado las piernas de Ricarda encima.
Hasta ahora no había visto todo el alcance de sus quemaduras. Tenía la piel llena de ampollas, algunas de las cuales estaban reventadas y permitían ver la carne inflamada y amoratada. Ricarda debía de tener unos dolores espantosos.
De niño Jack se había escaldado una vez con agua hirviendo. Correteando por la cocina, había empujado sin darse cuenta a la cocinera, que en ese momento se disponía a preparar el té. La tetera se le cayó de las manos y su contenido se vertió en la pierna de Jack. Unas cicatrices plateadas daban aún hoy testimonio de aquel percance.
—Papá… ¿por qué? No quiero… —murmuró de pronto Ricarda.
Luego enmudeció y respiró dando fuertes gemidos. Cuando Jack le enfrió las quemaduras con paños húmedos, Ricarda se tranquilizó.
¿Qué puedo hacer yo?, se preguntó. Arrimó una silla a la cama y se sentó a contemplarla. Aparte de enfriarle las heridas, poco podía hacer. ¿Necesitaría analgésicos? Entre las cejas se le había formado una arruga como la de un niño pequeño aquejado de una pesadilla. Jack posó suavemente la mano en ella y se la alisó. Eso mismo le solía hacer su madre cuando de niño, antes de acostarse, había pasado un mal día.
Vio cómo Ricarda notaba el roce, pues desarrugó un poco la cara y hasta sonrió.