A la mañana siguiente, Ricarda había citado de nuevo a Maggie Simmons. El análisis del frotis había confirmado su sospecha. Ahora ya podía tomar las medidas pertinentes, suponiendo que tanto la mujer como su esposo se mostraran dispuestos a acatarlas.
Ricarda estaba recogiendo los instrumentos esterilizados cuando apareció Maggie.
Parecía asustada. No paraba de toquetear las puntas de su toquilla con los dedos temblorosos.
Ricarda lamentó no tener buenas noticias para su paciente.
—Siéntese, señora Simmons —le dijo con amabilidad, señalando una silla.
Una vez que Maggie Simmons hubo tomado asiento, Ricarda le describió su situación.
—No le quiero ocultar que el tratamiento es difícil, pero haré todo lo que esté en mi mano. Como ya le insinué ayer, deberíamos hablar también con su marido. ¿Cuándo lo podré ver?
—Está en casa —respondió Maggie escuetamente, y agachó la cabeza.
—¿Qué le parece si fuéramos a verlo ahora mismo? Cuanto antes comencemos con el tratamiento, mejor para los dos.
Maggie Simmons se limitó a asentir con la cabeza.
Ricarda comprendía el mal trago que estaba pasando la mujer. Tampoco era un plato de gusto para ella. Al fin y al cabo, no sabía cómo iba a reaccionar el marido. Pero estas situaciones también forman parte de mi profesión, pensó. ¡Y las pienso dominar!
El señor Simmons estaba sentado en el porche mientras rellenaba su pipa. ¿No tendría trabajo ese día? Al ver a su mujer acompañada de una extraña, dejó la pipa.
—¿Se puede saber a quién me traes? —preguntó, mirando descaradamente a Ricarda y esbozando una mueca de lascivia—. ¿Es una amiguita tuya?
—No, soy la doctora de su esposa —respondió Ricarda, sin dar tiempo a que contestara Maggie.
—¿Doctora? —El hombre miró a su mujer—. ¿Estás loca? Ni siquiera me has dicho que fueras a ver a una maldita doctora.
¡Virgen santa!, pensó Ricarda.
—Creo que deberíamos hablar de eso dentro de casa —le explicó forzándose por mantener la calma, pese a lo que le irritaban las miraditas que le echaba el hombre.
—Está bien, entremos —gruñó él, se levantó y la condujo al interior.
Ricarda no notó nada llamativo en los andares del hombre. O las molestias que sentía todavía no eran fuertes o disimulaba muy bien. Pero una gonorrea se manifestaba en cada uno de una forma diferente. Al echar una ojeada a un lado, comprobó que la señora Simmons estaba muerta de miedo y de vergüenza.
La cocina tenía un mobiliario sencillo, pero estaba limpísima. Ocupaba el centro una mesa relucientemente bien fregada con un candelabro de fundición junto a la que tomó asiento el señor Simmons.
—¿Y bien? ¿Qué pasa, doctora?
Su tonillo de burla no le pasaba desapercibido. Como no le había ofrecido asiento, Ricarda se quedó de pie.
La señora Simmons, sabiendo lo que la esperaba, se retiró a un rincón junto a una chimenea de las antiguas.
—Señor Simmons, su mujer vino ayer a mi casa para quejarse de unas molestias en el abdomen.
Con el rabillo del ojo vio que Maggie agachaba avergonzada la cabeza.
—Será que últimamente le he dado mucho trabajo —ladró él.
Ricarda no cedió a la provocación.
—No creo que esa sea la razón. Señor Simmons, ¿ha estado recientemente en el burdel?
Por un momento, se quedó petrificado.
—¿Qué demonios… tiene eso que ver conmigo?
Ricarda arqueó las cejas.
—Mucho. Su mujer padece gonorrea, también llamada purgaciones. Y parto de la base de que usted se ha contagiado en el burdel.
Los ojos de Simmons se abrieron de par en par.
—¿Cómo que mi mujer tiene purgaciones? —preguntó con voz lastimera.
Ricarda asintió.
—Eso significa que usted probablemente también las tenga, señor Simmons. —Al ver que el hombre guardaba silencio, continuó—: Puedo ponerles un tratamiento a base de plata coloidal, pero habrá que esperar si funciona o no. En cualquier caso, debe suspender las visitas a las chicas del señor Borden, y además de manera definitiva.
—Y ¿por qué, si ya tengo la gonorrea? —Su voz había vuelto a adoptar un tono dominante.
—Aunque la plata coloidal surta efecto, que todavía no lo sabemos, probablemente aún conserve en la sangre algunos de los agentes patógenos. Y en cuanto vuelva a entrar en contacto con una chica enferma, la enfermedad se recrudecerá de nuevo. Y no se sabe si la plata hará efecto la segunda vez. De manera que elija: o su vida o su placer.
El señor Simmons entornó los ojos. Ricarda vio que la cosa iba tomando mal cariz. Si el hombre la atacaba, seguro que Maggie no acudiría en su ayuda.
—¡Desaparezca de aquí! —gritó de repente.
—Pero señor Simmons, usted…
Aporreó con tal fuerza la mesa que se cayó la palmatoria. Luego se levantó de un salto y chilló:
—¡Lárguese de una vez, si no quiere que le falte al respeto!
Ricarda retrocedió. Maggie Simmons aún se había arrinconado más; con la cabeza agachada y casi metida en el cañón de la chimenea, parecía una pecadora arrepentida. Posiblemente su marido le cantara las cuarenta en cuanto se quedaran a solas.
¿Habré hecho mal en venir? Pero ¿qué otra cosa podría hacer?, se preguntó Ricarda. ¿Abandonar a la mujer a su destino? Sin tratamiento la gonorrea tenía fatales consecuencias.
—¡Maldita sea! ¿Todavía no te has ido, bruja? —vociferó Simmons, echando mano del candelabro.
Ricarda retrocedió, agarró el pomo de la puerta y salió corriendo. No tenía ninguna duda de que el hombre era capaz de recurrir a la violencia. No obstante, se quedó un rato medio paralizada junto a la entrada, antes de emprender el camino a casa. Quizá debiera haberle prescrito a la mujer un fármaco y haberla mandado a que lo comprara, pensó. Pero demasiado bien sabía que, aun así, tampoco habría tranquilizado su conciencia médica.
En el mismo momento en que uno de sus hombres llegó al patio cruzando a toda velocidad la puerta de los kauris, Jack sospechó que traía malas noticias.
Dejó a un lado el cuaderno de cuentas, ante el que llevaba dos horas sentado, y se levantó del escritorio.
Nada más llegar a la puerta le salió al encuentro Rogers, uno de sus pastores.
—¿Qué pasa, Pete?
—Hemos encontrado tres ovejas muertas, jefe. En las proximidades del río —jadeó, como si hubiera hecho el recorrido desde allí a pie.
—¿Las han desgarrado? —preguntó Jack, aunque intuía que se trataba de otra cosa.
—No, señor. Kerrigan dice que más bien parece como si alguien las hubiera atravesado con una lanza. Son tres ovejas preñadas.
Un lanzazo, se le pasó a Jack por la cabeza. Igual que al perro guardián. De aquel incidente hacía ya varios meses, y Jack había dejado de darle vueltas al asunto. Entonces le importaba más el disgusto que se llevó con la Wool Company.
—Regresa junto a tu caballo. Yo te seguiré.
Jack volvió a su despacho y cogió el cinto del revólver. Luego fue corriendo a la cuadra y, a la velocidad del viento, ensilló su tordo rodado. Al poco rato salieron los dos hombres del patio montados a caballo.
En la dehesa los esperaba Kerrigan.
—Venga, señor. Lo llevaré al lugar —dijo después de saludar—. Me las he encontrado esta mañana mientras hacía la ronda de inspección.
Era evidente que a Kerrigan le preocupaba el hallazgo. La pérdida de los animales preñados tenía mucho peso.
Cabalgaron hacia la orilla del río, donde aún yacían las ovejas en la hierba. Parecían copitos de nieve. Nieve manchada de sangre.
Jack se apeó del caballo. ¿Qué habrá traído hasta aquí a los animales?, se preguntó mientras los contemplaba. Las heridas eran estrechas y hacían pensar más en un cuchillo largo que en una lanza. En cualquier caso, las zonas apuñaladas habían sido tan cuidadosamente escogidas, que el arma había penetrado directamente en el corazón de las ovejas madre.
—¿Habéis encontrado algún arma? —preguntó Jack.
—No, esta vez no, señor.
Qué raro, pensó Jack. Si Bessett quisiera hacer recaer las sospechas en los maoríes, esta vez también tendría que haber dejado una lanza. ¿Habrá cambiado de táctica?
—Pero las heridas son iguales que las del perro —añadió Kerrigan.
Cuando lo miró su jefe, se interrumpió. Manzoni sabía adónde quería llegar su capataz.
—No creo que hayan sido los maoríes, Tom. Moana no sabía nada de guerreros desertores. Y por lo que me dijo, tampoco ha ido ningún blanco al poblado.
Kerrigan siguió con cara de escéptico.
—Sé que se fía de esa mujer, señor, pero quizá no sepa todo lo que le pasa a su pueblo.
—Es posible, pero mientras no tengamos pruebas, debe convencer a nuestros hombres de que mantengan la calma.
Kerrigan hizo una mueca.
—No va a ser fácil. Ya se ha levantado revuelo por culpa de este asunto.
Jack se podía hacer a la idea. Algunos de sus hombres eran unos impacientes que primero actuaban y luego reflexionaban.
—Hablaré con ellos —le prometió, y volvió a subirse al caballo.
Como ya era mediodía, sus empleados se habían reunido delante de sus alojamientos bajo un árbol con una buena sombra. El cocinero de la cuadrilla estaba en ese momento sirviendo la comida, que pese al calor consistía en pan y sopa.
Cuando vieron al granjero y al capataz, los hombres dejaron el plato y algunos hasta se levantaron.
—No os levantéis. Solo tengo que deciros brevemente una cosa acerca de las ovejas muertas —les explicó Manzoni, mientras tiraba de las riendas de su corcel.
—¡Seguro que han sido esos salvajes! —gritó alguien desde la última fila, y la unanimidad resultó inquietante.
—Como se cruce en nuestro camino alguno de esos bastardos, deberíamos darle una paliza —añadió Nick Hooper, mientras amenazaba con el puño.
—¡De eso nada, Hooper! —le espetó Manzoni, mirando a la concurrencia—. ¡Ninguno de vosotros hará una cosa así! Si cogierais a un sospechoso, lo entregáis a la Policía. No consiento que ninguno de mis hombres se tome la justicia por su mano, ¿entendido?
Los hombres agacharon la cabeza asintiendo.
—Bien. Después del último incidente, ordené que se reforzara la vigilancia, pero quiero que ahora estéis más alerta todavía. Kerrigan, por favor, encárguese de que por la noche también haya vigilantes patrullando el terreno a caballo.
—¿Y si cogemos a esos canallas?
—Entonces sujetadlos bien y avisadme. De todo lo demás se encargará la Policía.
Esa noche, Ricarda se encontraba rendida de cansancio. Aunque desde el desayuno no había tomado nada, no tenía hambre. El disgusto con el señor Simmons y la preocupación por la salud del matrimonio pesaban en su estómago.
¡Cómo podía ser tan imprudente ese hombre! De todos modos, tenía claro que la culpa no era solo de él. La causa de todo el mal era, a fin de cuentas, el burdel. ¿Se le podría convencer de algún modo a Borden para que sometiera a sus chicas a chequeos regulares? Pero ella tampoco podía presentarse en el despacho del alcalde y exigirle que obligara al dueño del burdel… En cualquier caso, las cosas no podían seguir como hasta entonces.
Dando un suspiro, Ricarda se estiró en la cama y se quedó mirando al techo. Concédete un descanso, que te lo has ganado, se dijo, y se puso a pensar en la inminente fiesta de inauguración.
Como Molly le había prometido encargarse de las provisiones, ella ya solo tenía que escribir las invitaciones. A la cabeza de la lista de invitados figuraban los Cantrell y Jack Manzoni. El alcalde tampoco podía faltar. A Doherty en cambio no lo invitaría por nada en el mundo. Pero ¿qué hacía con Ingram Bessett?
Antes de que Ricarda pudiera tomar una decisión, llamaron a la puerta.
Al instante, se levantó. A dos pacientes les había hecho pequeñas intervenciones y les había aconsejado que se pasaran por la consulta si notaban molestias.
Rápidamente bajó las escaleras y se dirigió hacia la puerta de la calle. Al abrir, vio la cara de Maggie Simmons.
—Señorita doctora, perdone si la molesto —dijo avergonzada—. Quería hablar con usted.
—No se preocupe, pase.
Con la cabeza agachada, la mujer se dirigió hacia la consulta.
—Mi marido quiere someterse al tratamiento —dijo, mientras Ricarda encendía una lámpara de petróleo—.También dice que no volverá al burdel. Lo que no quiere es que lo reconozca una mujer, pero la medicina sí se la va a tomar.
Eso sí que no se lo esperaba Ricarda.
—¡Es una noticia estupenda! —dijo sorprendida.
Maggie Simmons miraba con timidez a las puntas de sus zapatos.
—Eso creo yo también. —Dudó un momento antes de alzar la vista y añadir—: Gracias por haberme acompañado, doctora. Mi marido es a veces un poco arisco, pero en realidad es un buen hombre.
—No se preocupe. Cualquiera habría perdido el control con un diagnóstico así.
—George no es siempre así, pero el asunto del burdel…
Se notaba que a la mujer le daba vergüenza hablar de eso. Ricarda le puso la mano en el brazo para tranquilizarla.
—No tiene que explicarme nada. Conseguiré el medicamento para los dos, y espero que su marido saque conclusiones de lo sucedido y no vuelva a poner en juego la salud de ambos.
La mujer asintió y Ricarda la despidió en la puerta.
Recemos a Dios para que funcione el tratamiento, pensó, antes de cerrar la consulta y subir de nuevo a sus habitaciones.
La figura que se escondía detrás de un árbol cerca de la finca de Bessett solo se reconocía de forma esquemática. Únicamente la amplia vestimenta permitía sospechar que se trataba de un hombre.
Desde su escondite, se quedó mirando fijamente la única ventana iluminada, tras la que se hallaba el despacho del dueño de la casa. Para entonces ya había pasado la medianoche. En realidad se había citado con él a las doce en punto, pero sabía por experiencia que Bessett se retrasaba siempre.
¿Qué instrucciones me dará esta vez?, se preguntaba el hombre. Su trabajo no carecía de riesgos, pero la recompensa que le había prometido le permitiría establecerse en la Isla Sur y sacar adelante su propia granja. En eso iba pensando cuando se dirigía hacia allí desde su alojamiento.
Al poco rato se abrió la puerta y salió Bessett, que lo buscó con la mirada. ¡Por fin!, pensó el hombre. Así podré regresar a tiempo. Se acercó a la puerta de la verja de la finca y, con arreglo a lo convenido, esperó en silencio.
Al principio Bessett parecía no haberse dado cuenta de su presencia. Luego se dirigió lentamente hacia el portón de la verja, como si fuera a dar un paseo. Al perro, que normalmente no se le despegaba, lo había dejado en casa.
—¿Qué novedades me traes? —preguntó antes de llegar junto a su interlocutor.
—Lo de las ovejas ha salido bien. Pero no se acaba de creer que hayan sido los salvajes.
—Bah, eso es típico de Manzoni. Esa gentuza de la selva le importa más que sus ovejas. Pero la cosa cambiará cuando atrapen a alguno de sus hombres.
—Entonces, ¿a quién tengo que sobornar?
Bessett le miró sonriente.
—¿Quién sería el más capacitado para hacer como si le hubiera atacado un maorí de la manera más convincente?
El hombre tardó un rato en comprender.
—De acuerdo, señor. Eso está hecho.
—Tampoco vendría nada mal que caldearas un poco más los ánimos de la cuadrilla. Llegará un momento en que Manzoni no tendrá más remedio que actuar. Y si no lo hace él, por lo menos que lo hagan otros…