La mañana del 10 de abril de 1894, Ricarda Bensdorf bajó desde las habitaciones de su vivienda a la consulta. Se sentía llena de orgullo porque su sueño se había hecho realidad y, a partir de entonces, podría demostrar sus conocimientos médicos.
No dudaba de que pronto tendría la sala de espera llena, pues había corrido la voz de cómo había salvado a Ingram Bessett, que se hallaba en vías de recuperación. Aunque le habría gustado examinarlo de nuevo, no se atrevía a ir al hospital. De todos modos, había llegado a sus oídos que Ingram Bessett estaba restableciéndose de la enfermedad y ya había vuelto a casa. Pese a que, una vez más, el único que había cobrado era Doherty, Ricarda se animaba pensando que había salvado su primera vida humana sin la ayuda de un colega. Eso le daba fuerza y confianza para afrontar el futuro.
Papá, si pudieras ver lo que he construido aquí… se le pasaba una y otra vez por la cabeza. A veces sentía una necesidad imperiosa de escribir a sus padres. La ira que despertara en ella el plan de casarla con Berfelde había pasado a un segundo plano. Probablemente nunca se desvanecería del todo, porque la traición había sido muy grave. Pero quizá sus padres acabarían por comprender que no habían obrado bien al querer condenar a su hija a los fogones.
Los peldaños de la escalera crujían levemente bajo los pasos de Ricarda. En la casa aún reinaba el silencio. Únicamente se oía el murmullo del mar.
Llevaba dos semanas viviendo allí y todavía tenía las cosas colocadas un poco provisionalmente. A pesar de la pena por la mudanza de Ricarda, la buena de Molly la había ayudado a comprar unos cuantos muebles a buen precio para la nueva vivienda.
Mientras Ricarda abría la puerta de su casa, sin darse cuenta volvió a pensar en Jack Manzoni. No es que la hubiera visitado con frecuencia durante las obras, pero los días que se había interesado por el progreso de las mismas y por cómo se encontraba Ricarda, pese al mal tiempo y a los problemas con los obreros, habían sido muy especiales para ella.
Poco después del percance con Bessett, efectivamente se había presentado en su casa para recoger la lista de los instrumentos deseados.
Ricarda se había esforzado por limitarse a lo imprescindible, pues no quería ser una aprovechada. No obstante, la lista había salido tan larga que hasta a Manzoni le dio la risa al verla.
—Si esta es la versión abreviada, la larga le habría ocupado un cuaderno entero —bromeó.
Y a Ricarda le dio tanta vergüenza, que a punto estuvo de recuperar el papel; pero Manzoni ya lo había atrapado y se lo había guardado en el bolsillo.
Al cabo de una semana, Jack llegó con las cajas. Había encontrado en Hamilton a un tipo que comerciaba con instrumental médico que traía de Europa y América, pero también de una manufactura de Wellington, y que amplió considerablemente el surtido solicitado por Ricarda.
Lo primero que hizo Ricarda fue hojear el catálogo con la oferta de artículos que encontró encima de una de las cajas. Se quedó de piedra al ver los precios tan altísimos. Tampoco es que en Alemania fueran precisamente baratas esas cosas, pero esperaba que en Nueva Zelanda fuera distinto. En eso se había equivocado. ¡El señor Manzoni debía de haberse gastado una fortuna! Se avergonzó.
A Jack no se le escapó su sorpresa.
—No se preocupe por los precios, doctora —le explicó para tranquilizarla—. Coja las cosas y sáqueles el mejor partido posible.
Ricarda no sabía qué decir. Una vez más, en presencia de Jack notó la misma tensión que había notado en la recepción de Mary. Se le hizo un nudo en la garganta y sus mejillas se enrojecieron.
—¡Gracias, Jack! ¿Cómo voy a pagarle todo esto? En cualquier caso, si alguna vez necesita ayuda médica, le atenderé de forma gratuita.
Manzoni hizo un gesto de asentimiento y su mirada reveló que en ese momento estaba tan nervioso como Ricarda.
—Acepto encantado su oferta, aunque tengo una salud de hierro y espero seguir teniéndola.
Y con estas palabras se despidió.
Ricarda sonrió al acordarse de ese encuentro. Y se reconoció que echaba de menos a Jack. Llevaba más de una semana sin verlo. Sabía que estaba muy ocupado en los pastos y que solo iba a la ciudad cuando tenía algún recado pendiente. Pero en cuanto oía los cascos de un caballo, sin querer se asomaba a la ventana para ver si era él quien pasaba por allí.
Si durante los próximos días no se deja ver, no podré darle personalmente la invitación a la inauguración oficial de la consulta, pensó Ricarda. Eso sería una pena. Pero la verdad es que también puedo enviársela. Al fin y al cabo, este paso que he dado merece ser celebrado. Seguro que Molly me prepara un magnífico bufé.
Ricarda percibió el olor a pintura que aún impregnaba la casa. Tanto la decoración de su vivienda como la de la consulta constaba sobre todo de mobiliario de segunda mano, entre el que figuraba una camilla bien conservada que le había conseguido el señor Cantrell. Pero gracias a Jack disponía de un instrumental y de unos utensilios completamente nuevos que emitían destellos a la luz de la mañana.
¿Habrías soñado alguna vez con que te ayudaría tanta gente amable?, se preguntó Ricarda, mientras contemplaba el diploma que había colgado en la pared de la consulta. Sonriendo, pasó la manga por el cristal, pese a que no se vislumbraba ni una mota de polvo, y vio su cara reflejada en él.
Al oír pasos a su espalda y que llamaban con los nudillos, se volvió.
—¡Adelante!
Una mujer abrió la puerta con indecisión. Tendría unos treinta y tantos años e iba vestida con mucha sencillez. El pelo castaño lo llevaba recogido en un moño a la altura de la nuca.
—Buenos días, señora, ¿puedo hacer algo por usted?
—He oído que alguien ha abierto aquí una consulta —dijo la mujer, mirando a su alrededor con timidez.
—En efecto, acabo de abrirla.
Ricarda esbozó una sonrisa forzada.
—¿Es usted médico?
—Sí, me llamo Ricarda Bensdorf.
—¿La que salvó a Bessett?
—La misma.
Ricarda observó a la mujer. No parecía especialmente bien alimentada y, pese a su juventud, andaba encorvada. ¿Tendría dolores?
—¿Tiene alguna molestia? Si quiere, la reconoceré con mucho gusto.
La mujer seguía indecisa.
—En Tauranga nunca ha habido una médico —dijo con escepticismo.
Ricarda sofocó un suspiro.
—¡Pues ya iba siendo hora de que hubiera una! —respondió en un tono jovial—. En Europa ya hay unas cuantas. Algunas de ellas incluso han tenido mucho éxito.
A la vista estaba que eso no bastaba para convencerla.
—Tengo previsto especializarme en ginecología y pediatría —añadió Ricarda—. Contrariamente a lo que cree mucha gente, las mujeres están más capacitadas para ocuparse de las dolencias femeninas, porque conocen el cuerpo de la mujer por propia experiencia.
Por fin, la visitante cerró la puerta tras de sí y se acercó.
—Tengo dolores en el… —Se interrumpió y señaló con timidez el bajo vientre—. Al principio creía que se me quitarían solos, pero no ha sido así.
—Bien, entonces le echaré un vistazo. Ante mí no tiene por qué avergonzarse.
La mujer se lo pensó otro poco, antes de preguntar:
—¿Qué tengo que hacer?
—Túmbese en la camilla. Y no se preocupe, que no voy a vulnerar su sentido del pudor.
La mujer hizo lo que le mandaron.
—¿Cómo se llama? —preguntó Ricarda, mientras se acercaba al escritorio y cogía una ficha para apuntar el diagnóstico de la paciente.
—Maggie Simmons.
—Bien, señorita Simmons, pues empecemos.
Ricarda se remangó, se lavó las manos con fenol diluido y cubrió las piernas de la mujer con un paño blanco. Al principio se conformó con palparla. Cuando la paciente reaccionó con un gemido de dolor, le levantó el paño y la falda y le bajó las bragas. Lo que vio la dejó sin respiración: ¡señales inconfundibles de gonorrea! Si había interpretado bien los síntomas, la enfermedad se había extendido ya por todo el cuerpo; los dolores abdominales seguramente se debieran a una inflamación del peritoneo. Naturalmente, tendría que confirmar esa sospecha mediante un frotis, antes de sopesar una terapia.
A decir verdad, hubiera deseado otra primera paciente. Frente a la gonorrea los médicos todavía no podían hacer gran cosa. Había ya una profilaxis con nitrato de plata para proteger a los nonatos del contagio. Algunos colegas hablaban maravillas de la plata coloidal, que en cualquier caso era difícil de conseguir. Ricarda dudaba de que pudiera encontrarla en Tauranga. Y aunque la encontrara, la cuestión era si la mujer toleraría el medicamento y si a ella le haría efecto.
—¿Desde cuándo tiene molestias? —le preguntó.
—¿Se refiere a los dolores?
—Los dolores y la erupción cutánea.
La mujer se puso pálida.
—Desde hace unos pocos días. Creí que era por la menstruación, pero no. Como los dolores no se me quitaban he pensado que tenía que ir al médico. No me atrevía a ir donde el doctor Doherty… ¿Qué es lo que tengo, señorita doctora?
Ricarda respiró hondo. Hacer un diagnóstico era una cosa. Pero comunicarle a una paciente que padecía una enfermedad que en ocasiones podía volverse crónica y conducirla a la muerte suponía un desafío de mucha mayor envergadura, sobre todo teniendo en cuenta que esa dolencia iba asociada a un tabú.
—¿Frecuenta su marido el burdel? —preguntó Ricarda.
Inmediatamente, la mujer se ruborizó.
—¿Por qué quiere saber eso? —preguntó incorporándose.
Seguramente estuviera ya arrepentida de esa visita al médico. Pero como Ricarda había terminado de reconocerla, no le importó demasiado.
—Sospecho que le ha contagiado la gonorrea. ¿Ha oído hablar de esa enfermedad?
Al instante desapareció el sonrojo del rostro de la mujer, que se puso pálida como la tiza.
—Supongo que usted no le ha sido infiel a su esposo. O ¿me equivoco?
—¡Eso a usted no le incumbe!
—Sí me incumbe, señora Simmons, ya que debo encontrar a la persona que la ha infectado. Solo si encuentro la fuente de la gonorrea, podré evitar que se propague la enfermedad.
—¡Yo no he engañado jamás a mi George! —gritó la mujer con voz temblorosa.
—Entonces es él quien ha hecho escapadas extramatrimoniales.
Ricarda se sentía a disgusto por insistirle tanto, pero estaba obligada a hacerlo.
—Yo sé que a veces se va y no vuelve hasta muy tarde. Sobre todo cuando tengo migraña.
Ricarda respiró profundamente. Al parecer, el señor Simmons no podía aguantarse las ganas ni siquiera cuando su mujer tenía el período. Probablemente no había considerado que con sus aventuras podía traer la muerte a casa.
—Me gustaría hablar con su marido. Creo que debería saber que posiblemente él también esté afectado.
Los temblores de la mujer fueron en aumento. Daba la impresión de que para ella había algo peor que el diagnóstico.
—Pero mi marido no va a permitir que lo reconozca.
—No tiene por qué hacerlo. Por mí puede ir donde el doctor Doherty. Pero tiene que saber que seguramente se haya contagiado de gonorrea en el burdel. Y que debe someterse a un tratamiento.
—¿A cuál?
—Hay un medicamento: la plata coloidal. Es muy caro, pero mis colegas han obtenido ya éxitos con él. Es importante que durante el tratamiento no se vuelvan a contagiar el uno al otro. Por eso se lo tengo que decir también a él.
—¿No se lo puedo decir yo misma? —preguntó Maggie Simmons.
En los ojos de la paciente se reflejaba un miedo cerval. Ricarda intuyó lo que rondaba por la cabeza de Maggie. Su marido la acusaría de adulterio porque nunca le confesaría que había ido a divertirse al burdel. En el peor de los casos, le daría una paliza y la echaría de casa.
Ricarda negó con la cabeza.
—No, es mejor que se lo diga yo. Soy médico. Sé los estragos que puede causar la enfermedad y no tengo miedo de enfrentarme a su marido si me dice que la culpable es usted. Mire: una terapia solo puede curar si ustedes no se exponen una y otra vez a los agentes patógenos. Por eso tiene que saberlo su marido.
Maggie asintió, su cara reflejaba una desesperación como si se fuera a hundir el mundo.
—Pero antes, si me lo permite, me gustaría hacerle un frotis.
La mujer la miró sin entender, pero una vez que Ricarda le explicó lo que se proponía, dejó que se lo hiciera.
Por la tarde, Ricarda aprovechó un breve descanso para ir a la ciudad. Hacía bochorno y olía a algas. Faltaba la brisa refrescante que todo Tauranga estaba esperando.
No obstante, Ricarda logró poner en orden sus pensamientos y tomar cierta distancia de lo vivido en la consulta. Quizá deba coger la costumbre de darme un paseo por las tardes, pensó cuando se dirigía al almacén de Spencer.
Todavía recordaba muy bien la primera vez que había pasado por allí. A estas alturas ya sabía que tras el abarrotado escaparate había una tienda bien abastecida.
Entró con el tintineo de la campanilla de la puerta y, al momento, le vino el típico olor a medicamentos.
El señor Spencer era un hombre simpático de edad avanzada, con una barba gris y el pelo ralo. Siempre iba tan impecablemente vestido como si fuera a una sesión del ayuntamiento o a la iglesia.
—Ah, doctora Bensdorf —la saludó—. Me alegro de verla otra vez por aquí. ¿Puedo hacer algo por usted?
Ricarda le pasó por encima del mostrador una lista de medicamentos.
—Además, quisiera saber si podría conseguirme plata coloidal, si es que no la tiene en el almacén.
—Un momento, por favor.
Dicho esto, el señor Spencer desapareció tras la cortina que separaba el almacén de la tienda. Lo bueno del señor Spencer era que nunca ponía caras raras ni preguntaba para qué querías determinados remedios. En Zúrich había encontrado Ricarda unos farmacéuticos bien distintos.
Mientras esperaba, miró a su alrededor. A algunas curiosidades de entre los artículos expuestos no se acostumbraría nunca: aletas de tiburón adobadas, tentáculos de calamar y medusas convivían con frascos que contenían sanguijuelas vivas o renacuajos y cajas que albergaban alas disecadas de murciélago.
Cuando sonó la campanilla de la tienda, Ricarda reconoció horrorizada que el nuevo cliente era el doctor Doherty. ¡Lo que me faltaba!, pensó, mientras se le encogía el estómago. Todo este tiempo he conseguido rehuirle y ahora me lo encuentro precisamente aquí.
Su colega también parecía sorprendido por su presencia, pues vaciló un poco antes de acercarse.
Ricarda dirigió la mirada al estante que había detrás del mostrador con la esperanza de que el señor Spencer volviera pronto. Pero aún se le oía trastear en el almacén. Ricarda casi notaba cómo Doherty la taladraba con la mirada.
El doctor ni siquiera se tomó la molestia de saludarla, sino que dijo como si hablara del tiempo:
—He oído que ha abierto usted una consulta.
—Pues ha oído bien, señor colega —contestó Ricarda, decidida a no dejarse intimidar.
—Supongo que será para atender a mujeres.
Ricarda dedujo que el alcalde habría hablado con él acerca de su propósito.
—¿Por qué lo pregunta?
—Por pura curiosidad.
—Usted me ha prohibido ir a su hospital y a eso me atengo —respondió ella con frialdad—. Todo lo demás tendrá que averiguarlo usted mismo.
Doherty la miró como si le hubiera propinado una bofetada. Por suerte, en ese momento apareció el dueño de la tienda antes de que el doctor pudiera dar rienda suelta a su irritación. El señor Spencer saludó al médico inclinando la cabeza y se dirigió a Ricarda.
—Conseguir el remedio deseado me llevará un par de días —le explicó discretamente—. Póngame al corriente de cuánto necesita. Todo lo demás ya se lo he envuelto.
Dicho esto, le pasó por encima del mostrador una bolsa de papel de estraza. Ricarda la cogió y pagó. Al salir, miró a Doherty directamente a los ojos. A la ira que vio en ellos respondió con una sonrisa altiva.