Una semana después de haber visitado al alcalde, Ricarda, al levantarse, encontró un sobre en el suelo. Molly no había querido despertarla y lo había metido por debajo de la puerta. La dirección estaba escrita a máquina en la parte delantera, y en el remite vio un sello de la oficina de inmigración estampado sobre el basto papel de color sepia.
En realidad, Ricarda no contaba con una contestación hasta que hubiera transcurrido un mes. ¿Era una buena o una mala señal recibirla tan pronto?
Se puso nerviosa. Con las manos húmedas, frías y temblorosas abrió el sobre. ¿Qué sería de ella si rechazaban la solicitud y la enviaban de vuelta a casa? Con los nervios sacó la carta haciendo trizas el sobre. Sus ojos recorrieron a toda velocidad las letras hasta llegar a la frase decisiva:
Nos alegramos de poder comunicarle que aceptamos su solicitud de ciudadanía. En los próximos días le llegarán los correspondientes documentos.
El que firmaba era nada menos que el gobernador de la Corona británica, de modo que nadie, ni siquiera el alcalde o el doctor Doherty, podían poner en duda ese documento. Ya era, pues, ciudadana de la Commonwealth, gracias a Mary Cantrell y a su marido, que indudablemente habían acelerado mucho el proceso.
El segundo paso era conseguir del alcalde el permiso para establecerse como médico y luego buscarse un sitio adecuado donde instalarse.
Desde su visita a Mary Cantrell, Ricarda no había vuelto a saber nada de ella. Daba la impresión de no ser de las impacientes que llaman todos los días a una puerta para preguntar hasta qué punto habían avanzado las cosas.
Ricarda pensó que tanto la conversación con el alcalde como la búsqueda de una casa apropiada las enfrentaría ella sola.
Animada por la buena noticia, terminó con el aseo matinal y se puso el vestido de viaje blanco y negro, que le proporcionaba un toque austero. ¿Y si Clarke no la había tomado en serio en el primer encuentro por su aspecto demasiado femenino?
Cuando terminó, se asomó como todas las mañana a la ventana, respiró hondo y se puso a mirar lo que hacían los vecinos. Para entonces ya conocía a algunos por el nombre. Aunque había corrido la voz de que era médico y estaba peleada con Doherty, la gente la trataba con amabilidad.
Ricarda tampoco les daba motivo para lo contrario. Siempre se comportaba con corrección. Como había avanzado mucho con el inglés, gustaba de charlar con ellos, aunque seguramente no aprendiera nunca el curioso argot en el que se entendían los lugareños.
Después de observar cómo la señorita Peters colgaba la ropa, el señor Henderson salía de casa y la institutriz de los hijos de Tally Marsden recogía a los niños después de dar con ellos un paseo a horas intempestivas, se retiró sonriendo de la ventana y bajó con la carta al salón del desayuno.
Sentado en su sitio habitual, el investigador estaba enfrascado en una edición del Auckland Herald. Ricarda le deseó buenos días, a lo que él respondió como de pasada, y se sentó.
Mientras la patrona le servía el café y las gachas con su alegría acostumbrada, Ricarda extrajo la carta.
—¡Figúrese, Molly, han aceptado mi solicitud!
La patrona de la pensión dejó la cafetera encima de la mesa y abrazó a Ricarda.
—¡Cómo me alegro por usted! Algunos recién llegados tienen que esperar siglos. Que en su caso haya ido todo tan rápido es muy buena señal.
Sí, señal de buenas relaciones, pensó Ricarda, pero se lo guardó. Le resultaba penoso que la señora Cantrell hubiera intercedido por ella. Pero en fin, lo que contaba era el resultado. Seguro que con el tiempo se enteraría del precio que tenía que pagar.
Cuando Ricarda salió al pasillo después de desayunar, se encontró con la segunda sorpresa. Mary Cantrell entraba en ese momento por la puerta. La visita no podía ser una casualidad… Posiblemente ya estuviera al tanto de la llegada de la carta.
—Buenos días, señorita Bensdorf, ¿le apetece dar un breve paseo matinal? —preguntó con una sonrisa jovial—. Me gustaría enseñarle una cosa.
—Pues claro que sí —respondió Ricarda sorprendida.
Subió un momento a su cuarto para recoger la carpeta destinada a la solicitud de empleo que iba a enseñarle al alcalde. Entre las duras tapas de cartón había guardado duplicados de sus calificaciones y de su diploma, sacado del marco expresamente para la ocasión.
La mañana aún estaba fresca. A Ricarda el ajetreo de la ciudad le recordaba a Zúrich. También allí abarrotaban las calzadas y las aceras criados y repartidores, cuando salía de la pensión en dirección a la universidad.
¿Qué se proponía Mary? ¿Hablar de la notificación que había recibido de la oficina de inmigración? Y ¿qué querría enseñarle?
—Hace un día espléndido, ¿no le parece? —Mary miró al cielo—. A veces, incluso a esta hora puede hacer bastante bochorno, pero las noches despejadas han refrescado un poco el aire.
—Sí, hace un día realmente agradable —concedió Ricarda.
Tan ocupados tenía los pensamientos por lo que se proponía hacer esa mañana, que no se le ocurrió una respuesta mejor.
—Supongo que a estas alturas ya habrá recibido el aviso de la oficina de inmigración —comentó Mary, y sus ojos de gata chispearon elocuentemente.
—En efecto. Me ha llegado esta mañana.
—De mi marido puede uno fiarse siempre —dijo en tono triunfal—. Por cierto, le gustaría conocerla. Ahora está en Auckland, pero a mediados de la semana que viene regresará. Entonces daremos una pequeña recepción, a la que está usted invitada. Seguro que puede establecer contactos que le sean de utilidad.
—Mientras sus invitados no se escandalicen por ver una médico… Tengo alguna que otra experiencia en ese sentido.
—Bah, a la mayor parte de la gente cualquier novedad le parece sospechosa —rebatió Mary, quitándole importancia al asunto. Al parecer, Ricarda no tenía por qué temer las reacciones de los amigos de Mary—. Pero llegará un día en que eso cambiará. Lo que pasa es que las grandes ideas tardan en ser aceptadas, incluso aquí. Sin embargo, creo que es bueno para Nueva Zelanda adoptar en determinadas cosas el papel de pionera. Al fin y al cabo, en Alemania ya se tiene noticia de nuestras islas. Eso es más de lo que podíamos esperar.
Ricarda intentó imaginarse a Mary en la reunión de sufragistas de la Königsplatz de Berlín. Ella no se habría dejado dispersar por la Policía, seguro.
Al cabo de un rato, se cruzaron con algunos miembros que Mary consideraba lo suficientemente importantes como para saludarlos ella primero.
—Buenos días, inspector jefe Emmerson. ¿Qué tal su mujer?
El jefe de la Policía local le contestó que su mujer se encontraba bien y que saludara de su parte a su señor esposo.
—Buenos días, señor Pomeroy, ¿cómo van esos negocios?
La respuesta fue exacta, palabra por palabra, a la del jefe de la Policía.
—¡Buenos días tenga usted, reverendo Paulsen! —saludó Mary a un hombre de traje oscuro, que pasó corriendo a su lado con la cabeza agachada.
El reverendo alzó brevemente la vista.
—El Señor esté con usted, señora Cantrell —dijo, y continuó su camino.
Y así sucesivamente. Mary saludó a una viuda apellidada Sanderson, a una tal señora Marcus y a sus hijas, a una tal señorita O’Hara, de edad avanzada, y a otra llamada señora Finnegan.
Ricarda procuraba quedarse con las caras, pero al cabo de un rato lo dejó por imposible.
—Dar un paseo así por la ciudad es un buen método para hacer amistades con poco esfuerzo —explicó Mary—. Te saludas, intercambias unas cuantas frases sin importancia y así consigues que te recuerden. Cuando tenga su consulta, no deje de dar todas las mañanas una vuelta por la ciudad.
De repente Ricarda se acordó de su padre. También él paseaba a menudo por las calles y saludaba a sus potenciales pacientes con exquisita delicadeza. Esto despertó en ella el deseo de escribirle y contarle lo que hacía allí, pero luego decidió esperar hasta que contara con el permiso para establecerse como médico. Lo más probable era que ya la hubiera desheredado, pues en sus círculos solo se hablaría de lo insolente que era su hija, y él se habría visto obligado a distanciarse públicamente de ella.
—¿En qué piensa? —preguntó Mary, al notar el silencio de su acompañante.
—En nada especial —mintió Ricarda—. Solo estaba repasando mentalmente lo que le voy a decir luego al alcalde. No creo que solo la notificación de la oficina de inmigración y mis calificaciones basten para ganármelo.
—Por esa razón estoy yo aquí. —Mary le acarició la mano para tranquilizarla—. He de reconocer que no he sido del todo sincera. No solo quería dar un paseo con usted. Este día ha de ser la piedra angular para su actividad como doctora en Tauranga.
Ricarda la miró sorprendida.
—Pero si ya se ha encargado de…
—Mi marido se ha encargado de que consiga la notificación, sí. Pero ahora la ayudaré yo. En primer lugar, haremos una visita al señor Clarke. Y luego echaremos un vistazo a la casa que he elegido para usted.
—¿Cómo dice?
De pronto, Ricarda se sintió como aturdida. Ya no sabía si podía aceptar todo lo que le ofrecía.
—¿Acaso cree que me he pasado toda la semana de brazos cruzados? Me he dedicado a buscarle una casa. O, mejor dicho, a buscar a un dueño de una casa que esté dispuesto a alquilársela por un buen precio. Y, efectivamente, he encontrado uno que está encantado de hacerlo. Naturalmente, a cambio quiere que además le preste asistencia médica gratuita, pero creo que a ese precio podrá tratarle sus achaques, ¿no?
Ricarda se sentía avasallada.
—Sí, claro —logró decir al fin.
Mary soltó una sonora carcajada al tiempo que daba palmas con las manos.
—¿Sabe? Me encanta sorprender a la gente. Sobre todo cuando luego se les pone una cara como si hubieran sido derribados por una bigornia. Como es su caso, Ricarda. Si quiere, le dejo mi espejito.
Ricarda estaba demasiado confusa como para responder con prontitud.
—¡Venga, mujer! ¡Vamos a espolearle el culo al señor Clarke! —dijo Mary, colgándose de su brazo y tirando de ella.
Hasta ese momento, Ricarda no se había dado cuenta de que estaban justo enfrente del centro administrativo.
El alcalde lucía su lado más amable. O bien había olvidado ya su conversación con Ricarda, o no se atrevía a poner mala cara delante de Mary Cantrell. Inmediatamente les ofreció asiento y algún refresco, pero Mary rechazó este último dándole las gracias por las dos.
Clarke se sintió obligado a preguntar qué deseaban las damas. Como es natural, primero se dirigió a Mary.
—Bueno, señor Clarke, hoy solo he venido como acompañante de la doctora Bensdorf —respondió Mary—. Es ella la que quiere pedirle un favor, no yo.
Al oír que mencionaba ese apellido junto con el título, el alcalde se sobresaltó. Evidentemente, no recordaba el aspecto de Ricarda, y hasta ahora no cayó en la cuenta del descarado favor que ya le había pedido en otra ocasión.
Cuando la miró, Ricarda creyó leer reprobación en sus ojos, antes de que adoptara de nuevo una expresión complaciente. Hasta él parecía temer a la mujer del concejal. Esto podría haber llenado a Ricarda de satisfacción, pero solo sirvió para ponerla más nerviosa. No obstante, intentó exponer su caso con voz firme.
—Esta mañana he recibido la respuesta de la oficina de inmigración. Es afirmativa. Por eso me mantengo en mis intenciones, señor alcalde. Quisiera abrir una consulta médica en Tauranga.
Había elegido deliberadamente las palabras, de modo que quedara claro que él había intentado que desistiera de su propósito.
—Le he traído mis calificaciones y, por supuesto, también mi diploma. Espero que reconsidere mi propuesta —añadió.
Clarke paseó la mirada entre Mary y ella y cogió la carpeta con los documentos. Aunque las calificaciones se entendían a la primera, se tomó su tiempo para leerlas. Ricarda sospechó que buscaba algún pretexto para rechazar su propuesta.
—Estará conforme conmigo, señor Clarke, en que un solo médico para nuestra ciudad, en continuo crecimiento, no es suficiente —intervino Mary Cantrell en un tono de lo más natural—. El número de inmigrantes va en aumento y no queremos que las personas que vienen con sueños, esperanzas e innovaciones enfermen o incluso mueran solo porque nuestro buen doctor Doherty esté sobrecargado.
Clarke se metió el dedo índice derecho por el cuello, como si le estuviera estrecho. Se notaba perfectamente cómo se retorcía por dentro.
De no ser por lo mucho que se jugaba, Ricarda lo habría encontrado incluso divertido.
Mary no le quitaba ojo al alcalde. Parece una rapaz dispuesta a atacar de un momento a otro, pensó Ricarda. Aunque su aliada hacía como que la cosa no iba con ella, en sus ojos ardía una voluntad inflexible.
—Bueno, en lo que respecta a eso, tiene usted razón, pero el doctor Doherty… —empezó Clarke en tono vacilante.
—¿No querrá decir que el doctor va a oponerse a que se instale aquí una joven colega suya? —le contradijo enérgicamente Mary—. No me cabe la menor duda de que los dos se complementarían de maravilla. La doctora Bensdorf podría dedicarse a las mujeres y a los niños, mientras que el doctor Doherty se encargaría de los hombres y de todos los casos que requieran hospitalización. ¿Qué le parece?
—Como ya he dicho, todo suena plausible… —Clarke se interrumpió, miró a Ricarda y añadió—: Pero ¿podrá hacer ese trabajo una mujer tan joven?
Ahora Ricarda se adelantó a Mary, pues ese comentario le pareció un tanto desvergonzado.
—Señor, tengo veinticuatro años y, por lo tanto, soy mayor de edad. Desde hoy soy ciudadana de su país, puedo votar y, a mi edad, ya podría casarme y traer hijos al mundo. He terminado la carrera con unas notas excelentes y he hecho prácticas durante un tiempo en Zúrich. Le ruego que no me considere una mocosa soñadora a la que le tienen que decir otros lo que debe hacer.
Por primera vez, Clarke se quedó sin habla. Ahora no podía ponerla de patitas en la calle tan fácilmente.
—Coincido por completo con la doctora Bensdorf —añadió Mary—. Por lo que a mí respecta, preferiría que me tratara una mujer antes que un hombre. Aunque solo sea por pudor. No puede obligar a las mujeres a ser reconocidas por un hombre cuando existe una alternativa que ofende mucho menos a su sentido de la vergüenza, ¿no cree?
El alcalde tenía la frente perlada de sudor. Probablemente estuviera imaginando los pasos que podrían dar el señor y la señora Cantrell si seguía negándose.
—Bueno, señorita Bensdorf —dijo finalmente, lanzando así una indirecta a Ricarda al omitir su título de doctora—. Búsquese un lugar apropiado para la consulta e instálese. Pero si llegan quejas a mis oídos, me volveré a pensar lo del permiso.
Mary Cantrell se levantó asintiendo.
—Ya sabía yo que usted era un hombre progresista, señor Clarke. Le sugeriría que le dijera ahora mismo al joven de ahí fuera que vaya preparando los papeles. No creo que durante los próximos días la doctora Bensdorf tenga tiempo de venir de nuevo a verle.
Clarke miró a su interlocutora como si le acabaran de obligar a tragarse un sapo.
—Por supuesto. Daré curso a todo lo que sea necesario.
—Bueno, pues eso ya está —observó Mary satisfecha, mientras bajaba las escaleras junto a la médico—. Ahora solo nos falta el último punto de nuestra lista.
Ricarda estaba como mareada. Le bullía la cabeza mientras Mary la llevaba por la ciudad. Temía perderse a la vuelta, pues era tal su estado de nervios que no podía fijarse en el camino. En un letrero ponía que acababan de doblar por la calle Spring.
Al final de la calle, Mary señaló un edificio en la acera de enfrente.
—¡Ya hemos llegado!
Era una casa de madera con un pequeño saledizo que, con la mejor voluntad, podía calificarse de porche. A Ricarda le recordó a la pensión de Molly, aunque solo tenía un piso, además de la planta baja, y no parecía tan habitable, pues daba la impresión de estar vacío. Había algún desconchón que otro en la pintura blanca de la pared. A simple vista, Ricarda la encontró ideal para una consulta. Pero ¿podría permitírselo?
—El propietario se llama Angus McNealy, un hombre mayor encantador que se ha mudado a casa de su hija, en Auckland. Aunque a diario llegan nuevos inmigrantes, el hombre no consigue vender la casa. Mi marido ha hablado con él y está dispuesto a alquilársela por un importe de cincuenta libras mensuales. Ahora puede parecerle demasiado, pero una vez que funcione la consulta, y le aseguro que funcionará, no tendrá ninguna dificultad en pagar la renta.
Ricarda calculó que podía vivir un par de meses de sus ahorros. Para entonces ya estaría en marcha la consulta. Si las cosas venían mal dadas, siempre podría pedir dinero prestado. No a Mary, desde luego, aunque seguro que le concedería un crédito; pero no quería seguir abusando de su generosidad. Solo quedaba confiar en que el director del banco no fuera tan tarugo como Clarke… Pero, al fin y al cabo, a esas alturas ya no era una desconocida en Tauranga.
—Se ha quedado sin habla, ¿eh? —preguntó Mary, al ver que Ricarda no contestaba.
—Perdone, estaba un poco abismada en mis pensamientos —confesó Ricarda abochornada.
Mary soltó una carcajada no muy propia de una dama, se volvió a colgar del brazo de Ricarda y la llevó a la casa.
—¿Vamos? Quizá ya haya pensado cómo quiere decorarla.
—No, es que estoy… que no me lo acabo de creer.
—¡Bien, pues para adentro! El señor McNealy ha tenido la amabilidad de dejarme la llave.
Las habitaciones no eran especialmente grandes, pero cumplirían con su objetivo. La más grande la utilizaría como consulta y la más pequeña como sala de espera. Además, había una pequeña cocina. Podría vivir en las dos habitaciones del piso de arriba, de tal modo que, en caso de emergencia, también estuviera localizable.
Ricarda se quedó finalmente mirando por una de las ventanas del piso de arriba. Desde allí también se veía el monte Maunganui.
—¿Y bien? ¿Qué le parece? —preguntó por fin Mary.
Ricarda observaba absorta cómo los granitos de polvo arremolinados danzaban bajo la luz del sol.
—Es preciosa —respondió. De repente sintió unas ganas terribles de arremolinarse igual que el polvo. Cogió las manos de Mary y las apretó con fuerza—. ¡Gracias, Mary! Les estoy muy agradecida a usted y a su marido por todo lo que han hecho por mí. ¡No se puede ni imaginar lo contenta que estoy!
—¡Estupendo! Entonces supongo que se lo podré decir al señor McNealy.
—Sí, por favor —asintió Ricarda.
—¿Qué le parece si damos una pequeña recepción para celebrar este acontecimiento? —preguntó Mary inesperadamente.
—¿Qué acontecimiento?
—Que a partir de ahora ya tiene una consulta.
—Pero si ni siquiera he firmado todavía el contrato del alquiler.
—Eso es puro formalismo. Estoy segura de que ya nadie se interpondrá en su camino. Al contrario, con una fiesta podría incluso reforzar su posición. Seguro que habrá algunos ciudadanos que se interesen por su nueva doctora.
—Sí, sobre todo Doherty.
—A ese no lo invitaré, se lo prometo.
—De todos modos, quizá sea un poco pronto para contárselo a la gente.
—¡No, de ninguna manera! —respondió Mary alegremente—. Nunca es demasiado pronto para difundir las buenas noticias. Y estoy segura de que se granjeará las simpatías de alguno que otro de la alta sociedad de Tauranga, Ricarda.
Esa mañana, Manzoni mandó ensillar su tordo rodado y se dispuso a dar una vuelta de inspección por la dehesa.
El día que visitó a Moana le había dado instrucciones a Kerrigan para que mantuviera a sus hombres más alerta de lo habitual. Hasta entonces no había vuelto a ocurrir ningún otro percance, pero Manzoni se olía que algo se estaba tramando.
Ya estaban en pleno esquileo y, si no se producía ningún contratiempo, pronto podría transportar los fardos de lana a Hamilton. Esperaba llegar con el suministro un par de días antes que Bessett, con el que, a ser posible, no quería encontrarse. Como siempre, la competencia sería dura, pero eso no lo asustaba. Una primera inspección había dado por resultado que la lana era de una calidad excelente y no tenía parásitos.
Al salir, Jack descubrió una carta delante de la puerta.
La recogió, la examinó extrañado y vio que el remitente era la Wool Company de Hamilton, el principal cliente de su vellón.
Aquello le dio mala espina. Normalmente la compañía solo daba señales de vida si había algún problema con la lana. Pero si todavía no la habían… Jack rasgó el sobre y sacó la carta.
—¡Maldito bastardo! —soltó en cuanto la leyó por encima.
La compañía preguntaba si Manzoni iba a suministrar lana en esta temporada de esquileo. Eso solo lo hacía cuando se enteraba de que algún granjero, por el motivo que fuera, no podía suministrar su lana. Entre dichos motivos figuraban las enfermedades y también… las garrapatas. Un granjero que se preciara no vendería jamás lana con parásitos. Estaba claro que había llegado a sus oídos que sus animales estaban infestados.
Furioso, arrugó el papel. ¡Solo podía ser Bessett el que estuviera detrás de aquello! Le entró el impulso de cabalgar hacia la casa de su rival y darle un puñetazo en la cara. En la siguiente reunión, Bessett no saldría tan bien parado.
Pero ahora tenía que mirar por el bien de su granja. No podía presentarse en Auckland, de manera que decidió ir a la oficina de telégrafos de Tauranga. Por razones de discreción, la compañía le había enviado una carta, pero como respuesta bastaría con un telegrama.
Jack se metió la carta arrugada en el bolsillo del pantalón y se montó en la silla.
Al poco rato, pasó junto a su dehesa y decidió contarle a Kerrigan lo ocurrido. Se detuvo junto a la cerca de los pastos y ató a Bonny a uno de los postes. Luego saltó la cerca y se dirigió al esquiladero.
Ya desde lejos apreció el olor a lanolina. Al lado del esquiladero, sus hombres habían montado un aprisco en el que aguardaban los animales que iban a ser trasquilados. Las ovejas berreaban como si las llevaran al matadero. En ese momento salían varias recién trasquiladas y, por el otro lado del esquiladero, entraban otras cuantas.
A los esquiladores la lana en rama les llegaba casi hasta la rodilla. Cogían a los animales de uno en uno, los forzaban a tumbarse sobre el lomo y luego, a la velocidad del viento, les quitaban la lana. A veces durante el proceso se producían lesiones, pero los hombres conocían su rutina y eran los mejores en varios kilómetros a la redonda.
Los ayudantes que Jack había contratado para el esquileo apilaban rápidamente el vellón, lo clasificaban según el color y la calidad y, finalmente, lo cargaban en carros que llevaban hasta la prensa.
Jack buscó con la mirada a Kerrigan, pero se había marchado con sus hombres y los perros para encerrar en el corral al segundo rebaño y apartar a las ovejas madre que acababan de parir. De modo que decidió esperar a Tom en el esquiladero. A los que miraban en su dirección los saludaba con un cabeceo, pero se limitaba a ver cómo trabajaban los trasquiladores manteniéndose en un segundo plano.
Para Jack el esquileo había tenido siempre algo fascinante. Ya de muchacho había observado con admiración la maña que se daban los trasquiladores en su trabajo. De que era una tarea difícil se enteró más tarde, cuando su padre lo animó a participar en el esquileo. De todos modos, la velocidad —el récord de un trasquilador con experiencia era de setecientos animales al día y la destreza de los trasquiladores, que en temporada iban de granja en granja, nunca las había alcanzado.
De pronto se oyó el trote de unos caballos seguido del ladrido de los perros. Traían al segundo rebaño. Los perros lo rodeaban procurando que ninguno de los animales se escapara. Cuando los hombres metieron a las ovejas en el corral, Kerrigan entró en el esquiladero.
—Todo marcha a la perfección —dijo, dándole la mano a su jefe—. Los animales están sanos y los trasquiladores van muy adelantados.
—Me alegro de saberlo. Así podré tranquilizar a los de la compañía —contestó Jack, enseñándole la carta a su capataz—. Bessett ha hecho exactamente lo que usted temía que hiciera. Nos ha calumniado. Ahora la compañía cree que no podemos suministrar lana.
—Pero eso es un completo disparate.
—Eso es exactamente lo que les voy a telegrafiar. En ningún caso han de tener la impresión de que vendemos lana parasitada.
Mientras hablaba, Manzoni sintió de nuevo la necesidad de retorcerle el pescuezo a Bessett; de modo que se detuvo un momento y respiró hondo.
—Seguro que todo sale bien, señor. Si es necesario, voy personalmente a verlos y a meterles bien en la cabeza que nuestra lana es buena.
—Gracias, pero no creo que haga falta. Ya los calmaré yo. Y le juro, Tom, que Bessett no me vuelve a hacer una cosa así.
Jack recuperó la carta y se la guardó en el bolsillo.
—Que tenga mucha suerte en la ciudad, señor —dijo Kerrigan al despedirse—. Y no consienta que la compañía rebaje el precio. Esta primavera la lana es excelente.
Jack intentó volver a convencerse de eso antes de regresar junto a su caballo. Efectivamente, la lana había salido muy tupida y tenía buen color y una bonita estructura. Sería una lástima que ese artículo de lujo no se vendiera al precio que merecía. Pero tal y como estaban ahora las cosas, se conformaba con quitársela de encima.
A Ricarda le ardían las mejillas como si hubiera estado demasiado tiempo pegada a una chimenea. No acababa de hacerse a la idea de que ya podía hacer realidad sus planes.
Mary Cantrell había fijado ya la fecha de la recepción para el sábado siguiente, de modo que a Ricarda le resultaba imposible comprarse un vestido nuevo. De todas maneras, tampoco le quedaba tanto dinero. Tenía que administrar bien sus ahorros para hacer frente al alquiler de los primeros meses y a todos los gastos que surgieran para instalarse. Aunque ya tenía un estetoscopio, un martillo para comprobar los reflejos, algunos escalpelos y jeringuillas, necesitaba utensilios especiales como un fórceps, un espéculo y más instrumental quirúrgico.
Además requería albañiles que estuvieran dispuestos a trabajar por poco dinero. Mary le había recomendado que preguntara en The Elms, la antigua misión que se encontraba cerca de la ciudad. Había sido fundada por sacerdotes anglicanos y ahora la ocupaban tres damas que ofrecían a los emigrantes un alojamiento provisional.
Los que vivían allí probablemente se alegrarán de tener alguna ocupación y, sobre todo, de las ganancias que pudieran obtener, ya que a menudo tenían que partir de cero, porque habían empeñado todas sus pertenencias para poder pagarse el viaje a Nueva Zelanda.
Mientras miraba por la ventana, de repente a Ricarda le entraron ganas de recorrer la ciudad y ver si encontraba a Manzoni por alguna parte. Le apetecía muchísimo contarle las novedades. Pero ella misma sabía que eso era una tontería. Así que volvió a prestar atención a su lista de compras.
Cuando Manzoni llegó a Tauranga, el cielo se cubrió de nubarrones. Eso no significaba que lloviera todavía, pero no obstante confió en que Kerrigan se diera cuenta a tiempo y se ocupara de llevar a todas las ovejas al refugio, porque si los animales no trasquilados se mojaban, los esquiladores tendrían que esperar a que se secaran.
La oficina de telégrafos estaba esa tarde muy concurrida y dentro hacía un calor insoportable. Jack se puso en la cola, que llegaba casi hasta la puerta, abierta de par en par. El tableteo del teletipo sonaba por encima de las conversaciones de los que esperaban, y sin querer Jack se preguntó cómo podía aguantar una persona todo el día en esa oficina. El empleado debía de tener nervios de acero. Pero quizá estaba ya tan acostumbrado al ruido del teletipo, que por las noches se despertaba cada cierto tiempo porque lo echaba de menos.
Jack miraba cada dos por tres hacia fuera. Rara vez tenía la oportunidad de ver cómo paseaba la gente por la playa. ¡Qué apacible parecía la ciudad vista desde lejos! Los transeúntes se saludaban con amabilidad y, de cuando en cuando, se juntaban formando grupitos para charlar un rato. Seguro que en el ancho mundo había lugares comparables, pero Jack no se imaginaba viviendo en otro sitio que no fuera Tauranga.
Al cuarto de hora, por fin le tocó el turno. Durante su paseo a caballo ya había memorizado el mensaje, de modo que solo tardó unos minutos en escribirlo.
El empleado cogió el papel con su habitual indiferencia y se puso manos a la obra. Cuando terminó, Jack le pidió que enviaran la respuesta a la granja. Estaba seguro de que la Wool Company no iba a contestar de inmediato.
Cuando salió de la oficina de telégrafos y desató el caballo, oyó a su espalda una voz femenina:
—¡Ah, señor Manzoni! ¡Qué bien que me lo encuentro!
Al volverse, Jack reconoció a Mary Cantrell, que con su paso enérgico, tan conocido por todos en Tauranga, se dirigía hacia él.
—Cuánto tiempo hace que no la veía, señora Cantrell. ¿Qué tal les va a usted y a John? —preguntó Manzoni.
En realidad, no le apetecía demasiado entablar una conversación, pero a la mujer de John Cantrell no se la podía dejar plantada así como así, al menos, si se quería seguir participando en la vida social de la ciudad.
—Ya lo conoce, siempre tan ocupado —respondió Mary—. Pero a finales de esta semana volverá y voy a dar una pequeña recepción para que la gente pueda familiarizarse de nuevo con él. ¿Qué le parece si nos honra usted con su presencia? Creo que esa noche podrían ocurrir algunas cosas interesantes para usted.
Sonriendo obsequiosamente, le puso la mano en el brazo, gesto que en su caso no era señal de familiaridad, sino que dejaba claro que no podía rechazar la invitación.
Para sus adentros, Jack se preguntó si, en caso de necesidad, su marido podría convencer a la Wool Company de que aceptara su lana. En tal caso, la idea no era tan disparatada, reconoció. Sin embargo, pese a que mantenía buenas relaciones con los Cantrell, nunca les había pedido ayuda, ni tampoco los había inducido a pensar que la necesitara. A veces eso bastaba para que Mary y John intercedieran por una persona.
—En ese caso, iré con mucho gusto, señora Cantrell. De aquí al fin de semana quizá haya acabado con la esquila, y nunca viene mal festejarlo un poco, antes de que empiecen las negociaciones con la Wool Company.
—¡Eso mismo me parece a mí! —A Mary se le pusieron los ojos tan radiantes como los de una niña que acaba de conseguir su anhelada muñeca—. Pues entonces le apuntaré en la lista de invitados. Le prometo que la velada le sorprenderá en muchos aspectos.
Dicho esto, se despidió de él y se subió a su carruaje, que la esperaba al otro lado de la calle.
Jack se la quedó mirando un poco extrañado. Las recepciones en casa de los Cantrell nunca eran fortuitas; siempre había una buena razón para darlas. ¿Tendría algo que celebrar su marido?
Fuera lo que fuera, ahora que no oía su voz, a veces un poco molesta, le iba apeteciendo cada vez más la idea de reunirse con la gente.
A Preston Doherty, en realidad, le daba igual lo que se pensara de él. Al fin y al cabo, tarde o temprano todos precisaban de su ayuda. Pero el asunto de la tal Bensdorf le dio que pensar. No porque temiera por la salud de la prostituta que le había llevado. Pero si la joven sufría secuelas por el accidente, la supuesta colega podría echárselo en cara. Eso le amargó un poco el disfrute de su té de las cinco.
En ese momento entraba un coche por el jardín. Doherty se asomó a la ventana de su despacho y reconoció en el pescante a Ed Banks, el mozo de cuadra de Borden; enseguida intuyó quién iría tumbado en la superficie de carga. Qué raro, pensó. ¿Habré juzgado mal a Borden? ¿O habrá tramado esto también la tal Bensdorf? Pero al instante apartó de sí ese pensamiento. No tenía noticia de que estuviera ejerciendo la medicina y ya se encargaría él de que no lo consiguiera.
Dejó el té y bajó hasta donde Clothilde y Janet ya se disponían a recibir a la chica.
—Buenas tardes, doctor —saludó el mozo de cuadra, que sostenía a la chica—. Le traigo a la joven… por si acaso.
Doherty le pidió a Janet que trajera una silla de ruedas y la enfermera, sin la menor consideración por la cara desfigurada de dolor de la paciente, la llevó a la sala de exploración. El mozo de cuadra se desplomó en una silla de la sala de espera.
Cuando Emma Cooper se estiró en la camilla, lanzó un gemido. Doherty le levantó las enaguas, le quitó la venda, que para entonces estaba completamente amarillenta por el sudor, y le palpó las costillas. A la vista estaba que una de ellas amenazaba con consolidarse mal. El doctor soltó una maldición para sus adentros. ¡Maldita sea! ¿Acaso la tal Bensdorf iba a tener razón? Por regla general, las mujerzuelas como Cooper no solían formular quejas por un tratamiento erróneo; no obstante, sintió un nudo en el estómago. Cuando todo el mundo notara que esa puta andaba torcida o que tenía dolores, le echarían la culpa a él. Al fin y al cabo, era el responsable de su tratamiento. Y la había echado del hospital.
—¿Dónde está la doctora? —preguntó Emma Cooper, después de haberse dejado examinar un rato—. Quiero que me trate ella.
—Aquí solo hay un médico, y ese médico soy yo —le explicó Doherty con toda la amabilidad que le fue posible—. Le voy a prescribir un corsé especial —dijo, pues no tenía ganas de darle más explicaciones.
En realidad, debería haber ingresado a la chica en la clínica y haberla escayolado, pero sabía que Borden no estaba dispuesto a pagarle los correspondientes honorarios.
Emma Cooper lo seguía mirando sin comprender.
—Bien, señorita Cooper, de momento eso es todo. Dígale a su jefe que la próxima semana me gustaría volverla a examinar.
—Pero yo no puedo pagar el corsé.
—Estoy seguro de que el señor Borden se hará cargo de los gastos —contestó el médico, que ya se estaba lavando las manos con fenol—. Sin el corsé se quedará encorvada, querida, y entonces ya no le servirá a su jefe.
Emma apretó los labios y bajó la mirada. Demasiado bien sabía en qué consistía la generosidad de Borden. Seguramente, la prescripción del corsé iría a parar al fuego y a ella la dejaría pudrirse en su cama.
Aunque Doherty lo intuyera, el caso es que se desentendió del asunto. Salió de la consulta y llamó al mozo de cuadra para que volviera a depositar a la chica en el coche.
El joven esperó junto a la puerta mientras Doherty extendía la receta para el zapatero, que también hacía corsés ortopédicos por prescripción facultativa.
—Creo que dentro de poco va a tener competencia, doctor —dijo sin darle importancia al asunto—. Algo he oído esta mañana.
Doherty levantó la cabeza a la velocidad del rayo.
—¿Competencia?
No quería que se le notara lo sorprendido que estaba, pero no lo consiguió.
El mozo de cuadra acogió su sorpresa con una sonrisa de satisfacción, y dudó si alargar discretamente la mano, pero dado que su jefe probablemente le debiera dinero al doctor, prefirió no hacerlo.
—Sí, pronto habrá una doctora en la ciudad. Por lo visto, ha ido con Mary Cantrell a ver al alcalde y, cuando han salido de su despacho, la señorita doctora ya tenía el permiso para abrir una consulta.
Doherty agarró la pluma estilográfica con tal fuerza que crujió un poco. ¡Aquello no podía ser cierto!
—Bueno, y qué —respondió, esforzándose por qué no se le notara que por dentro bullía de rabia—. No veo por qué he de tenerle miedo. La gente de aquí sabe apreciar mis servicios.
—Si usted lo dice, doctor…
El mozo de cuadra soltó una risita de conejo y en sus ojos creyó leer Doherty que se estaba jugando el cuello. Pero eso no pensaba consentírselo.