12

Mary Cantrell tenía razón. El burdel, camuflado como pub en la calle Harington, no era un lugar para una dama. Ricarda no podía entender que el alcalde consintiera que hubiera un establecimiento así en Tauranga. ¿Acaso no sabía lo que se cocía en él? Ricarda lo dudaba.

El «local» de Nick Borden revelaba su actividad nada más entrar. En el centro de una habitación en penumbra había un sofá rojo desgastado sobre el que se hallaban sentadas tres chicas que daban tironcitos a las puntillas de sus andrajosos vestidos descoloridos. Todas ellas lucían un peinado de aspecto hirsuto.

Seguramente no les dé tiempo a arreglarse un poco después de cada cliente, pensó Ricarda, mientras paseaba la mirada alrededor. El suelo estaba sucio y las mesas brillaban de pura pringue. ¿Qué pinta tendrían las habitaciones de las chicas? La higiene dejaba mucho que desear, eso estaba claro, y ni siquiera el penetrante pestazo a perfume era capaz de encubrir ciertos olores corporales.

Inmediatamente, todos los hombres de la habitación taladraron a Ricarda con la mirada. Las prostitutas juntaron enseguida las cabezas y se pusieron a cuchichear.

Sin mirar a unos ni a otras, Ricarda hizo acopio de valor y se dirigió con decisión hacia la barra. Su imagen se reflejó en un espejo grande que había en la pared, detrás de la barra, de tal modo que el camarero no perdiera de vista el salón cuando se ponía de espaldas. ¿Intervendría cuando alguno de los clientes tratara con aspereza a una de las chicas?, se preguntaba Ricarda, y se propuso que en el futuro llevaría siempre un cuchillo consigo.

Como si hubiera olido el jabón duro en la piel de Ricarda, el hombre de la barra, que estaba buscando algo por abajo, se incorporó. Era bastante corpulento y lucía un bigote muy poblado. Con el poco pelo que le quedaba se había cubierto la calva, lo que la acentuaba aún más. Mirando de arriba abajo a Ricarda, preguntó con una sonrisita:

—¿Se ha perdido, señora?

—Creo que no. —Ricarda decidió que en esta situación no convenía sonreír.

—Entonces ¿buscas trabajo? —preguntó el barman, antes de que ella pudiera explicar lo que deseaba—. Desde luego, bonita sí eres, de modo que…

—Ni me he perdido ni busco trabajo —lo interrumpió Ricarda, antes de que el camarero pudiera entrar en detalles—. Quisiera visitar a una mujer joven que fue atropellada ayer por un caballo. En el hospital me han dicho que la trajeron aquí. Se apellida Cooper.

El hombre se la quedó otra vez mirando con descaro. Finalmente, dijo:

—Sube por la escalera; está en la tercera puerta a la izquierda. Pero no hagas ninguna tontería, ¿me oyes?

Mientras subía la escalera, le pareció notar cómo el hombre no apartaba la vista de su trasero. Le costó trabajo superar el pánico que se apoderó de repente de ella. ¿Cómo se le había ocurrido ir a ese sitio? Nadie impediría que ese tío la arrastrara a uno de los reservados para violarla. Conocía bien los puntos débiles del cuerpo de un hombre, pero ¿le serviría eso para ofrecer resistencia a semejante oso de hombre? A Ricarda se le salía el corazón por la garganta cuando llegó a la habitación indicada. Llamó con los nudillos contraídos.

Una débil voz femenina la invitó a pasar.

Cuando Ricarda entró en el cuarto, casi se le saltan las lágrimas. Era tan pequeño que junto a la cama apenas quedaba espacio para un armario destartalado y un tocador.

La señorita Cooper se hallaba tumbada encima de un colchón hundido que era de todo menos beneficioso para su fractura costal. Si las costillas rotas se consolidaban mal, en el futuro cada vez que respirara le dolería. Y si la laceración del lóbulo del pulmón no se curaba, podría dar lugar a adherencias o incluso a un cáncer.

Ricarda no habría dado de alta a esta paciente por nada en el mundo. Se preguntaba qué diría el alcalde sobre la arriesgada decisión del doctor Doherty. Pero luego cayó en la cuenta de que a lo mejor la conducta del doctor le era completamente indiferente, ya que la chica a sus ojos solo sería «una puta».

—Buenas tardes, señorita Cooper —dijo con una sonrisa afable.

Aunque se sentía atemorizada y furiosa por las circunstancias, la paciente no tenía la culpa de nada.

—Hola —saludó la enferma sonriendo amablemente.

—¿Se acuerda de mí? Soy Ricarda Bensdorf, la médica que la llevó al hospital. Quería ver qué tal le va.

—Muy amable por su parte —contestó la chica con la voz ronca.

Ricarda examinó la herida contusa de la frente. Se estaba curando bien; en pocos días podría quitarle los puntos. En cuanto a las costillas, solo podía hacer conjeturas. Dudaba que le hubieran cambiado el vendaje del pecho. En realidad, tendría que haberlo hecho ella, pero las vendas de gasa que vio en el tocador no eran lo bastante fuertes. Qué tonta. Debería haberme traído el maletín de médico, se reprochó Ricarda.

—¿Por qué ha abandonado el hospital? —le preguntó.

—Ha venido a recogerme el señor Borden.

—¿Es el propietario de este establecimiento?

Emma Cooper asintió con la cabeza.

Ricarda guardó ese nombre en la memoria.

—Y ¿por qué lo ha hecho?

—No quería gastar dinero en el hospital por mí.

—Entonces el doctor Doherty, sencillamente, la ha dado de alta.

De nuevo Emma asintió.

Ricarda resopló indignada. ¡Qué irresponsabilidad! Al parecer, el doctor Doherty creía que en ese confín del mundo no tenía validez el juramento hipocrático.

—¿Quién la atropelló?

—¿Por qué quiere saberlo?

Ricarda comprobó extrañada que los ojos de su paciente habían adquirido una expresión de miedo. Sin duda, lo sabía perfectamente, pero no se atrevía a decirlo.

—Porque le corresponde una indemnización por daños y perjuicios. El jinete podría haberla esquivado. En caso de lesiones físicas deliberadas, a la víctima le corresponde una compensación.

La señorita Cooper mostró sus dudas. Entre las cejas le apareció una profunda arruga que en realidad no se correspondía con su edad. Pero aunque la perspectiva de una indemnización le tentara un poco, el miedo a las represalias era mucho mayor.

—Dígamelo tranquilamente —continuó Ricarda—. Yo me encargaré de que a usted no le pase nada. Quizá podamos conseguir que el culpable le pague la estancia en el hospital. Sería lo mínimo que podría hacer por usted.

La joven la seguía mirando con los ojos como platos.

¡Cielos!, ¿qué debo hacer para que me crea?, se preguntó Ricarda.

De repente, se abrió la puerta a su espalda y se estampó contra la pared, dando contra un cuadro que representaba una tórrida escena erótica en un paisaje bucólico; un clavo cayó al suelo y el cuadro quedó torcido.

—¿Qué es lo que está pasando aquí? —atronó una voz.

Ricarda se volvió y vio directamente la cara de un hombre de pelo rubio que tenía una cicatriz debajo del ojo derecho. Ricarda había visto ese tipo de cicatrices entre estudiantes pertenecientes a asociaciones que practicaban duelos y zanjaban con las armas lances de honor. Pero a juzgar por los modales de ese hombre, era muy poco probable que su lesión se debiera a un combate honroso.

—Me llamo Ricarda Bensdorf —se presentó—. Soy médico y ayer llevé a esta mujer al hospital, porque había sido atropellada por un caballo. Quería ver qué tal se encuentra, me han dicho que estaba aquí.

El hombre la contempló de pies a cabeza. Luego entornó los ojos.

—¿Dice usted que es médico? —preguntó soltando una risotada.

—No solo digo que lo sea, sino que además lo soy —respondió Ricarda con energía, ignorando la arrogancia de su interlocutor.

—En ese caso, señorita, debería ocuparse de sus propios enfermos —replicó Borden en un tono despectivo—. A esta chica la trata el doctor Doherty, y nadie más.

—No parece que tenga muy buen ojo clínico, si le ha permitido traerse a la señorita Cooper. —Sin querer, Ricarda cerró los puños—. Esta mujer sufrirá daños irreparables si la deja tirada en esta cama. Por expresarlo en un lenguaje comprensible para usted: si no recibe mejores cuidados, nunca más podrá darle ningún beneficio, porque durante el trabajo se quedará sin aire.

A Ricarda le temblaba todo el cuerpo; ni ella misma sabía si era por miedo o por indignación. Tenía la boca seca y solo confiaba en no perder el sentido en esa alcoba tan sofocante.

Al principio, el dueño del burdel se quedó sin habla.

—¡Lárguese de aquí! —dijo por fin con una voz peligrosamente susurrante, y la amenazó con el puño—. Y mientras no se proponga trabajar para mí, no vuelva a poner un pie en mi local. ¿Me ha entendido?

Como Ricarda no quería mostrarse asustada por nada en el mundo, miró al patrón directamente a los ojos. Entonces le llamó la atención que tenía el blanco del ojo de color amarillento. Ictericia, diagnosticó sin querer; desde luego, tenía el hígado hecho polvo. Ese descubrimiento la hizo desistir de retroceder asustada, pese a que se sentía muy desmoralizada. Irguió la cabeza con gesto porfiado. Probablemente sería inútil desaconsejarle el consumo de alcohol en vista de la ictericia…

Mientras Ricarda seguía debatiéndose consigo misma, el hombre gruñó de repente:

—¡Fuera de aquí! ¡Lárguese de una vez, a no ser que quiera que la tire por la ventana! En ese caso tendrá que curarse a sí misma, señorita doctora.

La maliciosa carcajada que siguió a sus palabras sacó a Ricarda de su rigidez. No albergaba la menor duda de que Borden cumpliría su amenaza. Le lanzó una última mirada airada, se despidió de su paciente saludándola con la mano y bajó a todo correr las escaleras hasta salir a la calle.

Esta vez, el paseo a caballo hacia el poblado maorí no le resultó fácil a Jack. Su instinto le decía que no tenían ninguna culpa del incidente. No obstante, temía enterarse de algo desagradable.

¿Y si algunos guerreros habían decidido enfrentarse a los blancos? Con ello darían por concluidas las relaciones pacíficas que tanto mimo y esfuerzo habían requerido por ambas partes, y aunque Jack no tenía intención de perjudicar a los maoríes, no podría evitar que otros empuñaran las armas y entablaran una lucha.

Quizá acierte con mi intuición, se decía a sí mismo para tranquilizarse, mientras guiaba al caballo hacia el poblado.

Los guardianes lo saludaron y esta vez no le preguntaron qué quería. Jack se apeó del caballo y se dirigió a la cabaña de Moana.

En ese momento, la curandera estaba fuera dándole un manojo de hierbas a una mujer.

—¡Kiritopa, alegro yo de verte! —exclamó al verlo, y se acercó a saludarlo—. ¿Qué hacer tus ovejas? ¿Chupasangres fuera?

—Sí, gracias a tus hierbas. —Jack amagó una inclinación de agradecimiento—. Hoy vengo por otra cosa.

—Entonces di y yo veré si ayudar.

Moana le indicó que la siguiera al interior de su cabaña.

Tomaron asiento junto al hogar.

—¿Han venido últimamente pakehas a negociar con vosotros?

Moana se quedó pensando.

—¿A qué referir con últimamente?

—A si han estado aquí hace una semana. O hace unos meses.

La curandera negó con la cabeza.

—No, no pakehas aquí, solo tú.

—¿Y hay últimamente guerreros que quieran luchar contra nosotros?

Moana alzó las cejas en un gesto interrogante.

—¿Por qué eso preguntas, kiritopa?

Jack se debatía entre contárselo todo o no. Tengo que hacerlo, decidió al cabo de un rato, y empezó con el relato.

Cuando terminó, Moana se quedó pensativa. Ya creía Jack que se había enfadado, cuando respondió:

—Ariki dicho a sus guerreros no peleen si no amenazar peligro.

—Pero quizá haya algunos que no lo obedezcan.

Mana de Ariki muy grande. Ningún guerrero atreve hacer cosa distinta él quiere.

Jack suspiró. Creía a Moana cuando decía que la autoridad del jefe estaba intacta. Pero Moana no podía saber lo que ocurría en el corazón de todos los miembros de la tribu.

¿Y si al final era Bessett el que estaba detrás de todo? Quizá hubiera sacado la lanza a través de uno de sus empleados, que solían ir con bastante frecuencia al poblado. Seguro que a nadie le extrañaba que un maorí se llevara una lanza.

De modo que no encontraría una prueba de la culpabilidad de Bessett.

—Veo tu corazón otra vez lleno de preocupación.

—Sí, este asunto me está resultando un auténtico quebradero de cabeza.

—Cuando cabeza rompe, no bien. Yo oigo y veo por ti. Cuando saber algo nuevo, ir a verte.

Más no podía pedir Jack. Después de darle las gracias, le preguntó:

—¿Hay algo que pueda hacer por ti?

—Yo satisfecha, pero si otra vez encuentras papanga, más contenta.

—Recibirás tu tela —le contestó el granjero, y se levantó.

Al salir de la cabaña, Jack observó que una mujer joven y un hombre hablaban entre sí gesticulando mucho.

A primera vista parecían un matrimonio discutiendo.

Moana averiguó que Jack quería saber quiénes eran.

—Son Taiko y el hermano, Ruaumoko. La chica recién llegada de la ciudad con niño en tripa. Hermano muy furioso con hombre que hizo tripa. Jura defender honor de Taiko.

—Y ¿quién es el padre del niño? —indagó Jack, teniendo una vaga sospecha.

—Hombre rico con quien trabajar Taiko. Después de hacer niño, echa a Taiko. Bessett es su nombre.

¡Bessett!, pensó Jack. ¡Qué pronto corren los rumores en la ciudad! Sin embargo, no se alegró de que su información hubiera dejado de ser un rumor. La chica le daba pena. Aunque los maoríes no expulsaran a las mujeres que se quedaban embarazadas estando solteras, su rango social descendía considerablemente.

—Ruaumoko intentará retar padre de niño a lucha —añadió Moana.

—Deberías hacerle desistir de esa idea, Moana —respondió Jack, dejando de lado sus pensamientos—. Si mata a Bessett, eso podría acarrear graves consecuencias no solo para él, sino para toda vuestra tribu.

La curandera suspiró.

—¿Tú puedes atrapar viento?

—Eso no puede hacerlo nadie, supongo.

—Guerrero también como viento, si quiere limpiar la honra de hermana. Yo puedo aconsejarle, tú estar tranquilo, pero ¿él oír mi voz?

—Tiene que escucharte, Moana; de lo contrario, ¡habrá muchas más calamidades! —Jack confiaba en que Moana percibiera el énfasis que ponía en sus palabras—. Al fin y al cabo, a veces también te obedece el viento.

Los risueños ojos de la curandera lanzaron un destello malicioso.

—A veces.

Como si se hubiera dado cuenta de que hablaban de él, de repente el guerrero se volvió.

Jack reconoció en su mirada orgullo, pero también odio, pese a que él no había manchado la honra de su hermana. Si Bessett tenía que combatir contra él, no sería ninguna broma. Sin embargo, Jack confió en que no hubiera derramamiento de sangre.

Ricarda removió enérgicamente la ropa en la tina antes de sacar la primera prenda y restregarla en la tabla. Le venía muy bien hacer ese duro esfuerzo físico. Mientras escurría y retorcía unas enaguas, se acordaba del dueño del burdel, con cuyo cuello le hubiera gustado hacer lo mismo. ¿Cómo podía comportarse así un hombre? ¿Y qué pasaba con el alcalde? ¿Y por qué tenía que haber burdeles precisamente aquí, donde a la gente se le brindaba la oportunidad de volver a empezar? ¿Es que los europeos tenían que convertir cualquier país en el que aparecieran en una reproducción de la patria que habían dejado atrás?

Mientras Ricarda frotaba, restregaba y escurría la ropa, poco a poco se le fue pasando el enfado y dejó de dar vueltas a tantos pensamientos.

—¿Señorita Bensdorf?

Ricarda alzó la vista y enseguida le desapareció la calma que tanto le había costado conseguir. El doctor Doherty estaba plantado delante del pabellón, lo que no podía significar nada bueno.

—¿Qué puedo hacer por usted, señor colega? —le preguntó, mientras se secaba las manos en el delantal.

Doherty le lanzó una mirada despectiva.

—Me han dicho que ha estado en mi hospital.

—En efecto. Quería interesarme por mi paciente. Por lo que he oído, ha dado de alta a la señorita Cooper. Me pregunto si se responsabilizará de las secuelas. He examinado a la chica, y yo no permitiría que alguien con fractura de costillas y, tal vez, laceración de un pulmón convaleciera en un colchón hundido. Y eso sin contar con que el señor Borden considere la posibilidad de mandarle clientes para fornicar en su habitación.

Ricarda era consciente de que esa manera directa de hablar escandalizaba a su colega. Una mujer decente nunca emplearía la palabra «fornicar»; es más, ni siquiera sabría qué hacían los hombres con las chicas en los burdeles. Pero ella como médico había oído y visto bastantes cosas, y ninguna necesidad humana le era ajena.

Doherty se la quedó mirando un rato como si Ricarda le hubiera volcado la tina por la cabeza. Pero enseguida se recuperó del susto.

—No he venido a discutir acerca de las medidas que atañen a mis pacientes —le espetó—. Solo quería comunicarle que, a partir de este mismo momento, le prohíbo la entrada en mi hospital.

Ricarda se puso en jarras y ladeó la cabeza.

—¿Cómo dice?

—Que le prohíbo entrar en mi hospital —respondió Doherty impasible—. No tenía ningún derecho a tratar a un paciente en las habitaciones de mi hospital. Con eso, en cierto modo, ha cometido allanamiento de morada, y yo, como propietario de la finca, tengo derecho a expulsarla de allí.

A Ricarda le entraron ganas de preguntarle si había perdido la razón. ¿Acaso tratar a una paciente era allanamiento de morada? Probablemente había estado mucho tiempo al sol y había cogido una insolación. Cuando ya tenía en la punta de la lengua un comentario al respecto, se calló pensando que eso solo agravaría las cosas. Además, el alcalde todavía no le había dado permiso para establecerse. Si Doherty presentaba quejas sobre ella, tendría que marcharse por las buenas o por las malas de Tauranga, porque entonces ya sí que no podría instalarse allí.

—Únicamente he tratado a la paciente como es mi obligación —le explicó tan tranquila como pudo.

—En la calle sí era su obligación. Pero en el momento en que ha puesto un pie en el hospital, ya no era de su competencia. Que usted haya tratado a esa persona sin esperar a que yo regrese o le dé permiso, lo considero una injerencia en mis asuntos, y puede darse con un canto en los dientes si no le exijo una indemnización por daños y perjuicios.

¡Aquello era el colmo! Ricarda no pudo sofocar un resoplido. Le habría encantado borrarle a ese tipo la arrogancia y la fatuidad de la cara, pero se obligó a calmarse.

—Doctor Doherty —dijo, taladrándole al médico con una mirada que echaba chispas—, la indemnización por daños y perjuicios solo se puede exigir por un daño que realmente se ha padecido. Por lo que sé, el señor Borden, en cuyo local trabaja la joven, le ha pagado la cuenta. Yo en cambio no he percibido honorarios de ninguna clase, pese a que la paciente habría sufrido daños mayores si la hubiera dejado tirada en la calle. ¡Así que no me venga con cuentos, señor!

Obviamente, Doherty no contaba con que ella no se dejaba intimidar. De modo que tuvo que respirar hondo antes de vociferar:

—¡Manténgase alejada de mi hospital! Si tiene que ingresar a algún paciente, puede hacerlo, y también la trataré a usted si alguna vez la llevan. Pero mientras sus pies la sostengan, no quiero verla por allí, ¿me ha entendido?

Ricarda se limitó a mirar porfiadamente a su adversario. Aunque le habría gustado echarle en cara lo mezquina que le parecía su conducta, optó por guardar silencio. En su época estudiantil, cuando se cruzaba con hombres de su calaña, solía comportarse de igual modo. Al fin y al cabo, había otras maneras de darles un escarmiento a hombres tan cerriles. Ya llegaría el día en que pudiera dárselo a Doherty. Como muy tarde, cuando tuviera su propia consulta.

—Bien, creo que ya está todo dicho —añadió Doherty—. Si no se cruza en mi camino, nos llevaremos bien. Buenas tardes, señorita Bensdorf.

Hizo una reverencia con gesto burlón, dio media vuelta y desapareció.

Ricarda le dio una patada a la tina con la misma fuerza con que se la habría dado a Doherty. La tabla resbaló y cayó chapoteando en el agua y salpicándolo todo. Un chorro de lejía fue a dar al delantal de Ricarda y empapó también su vestido. Pero eso le era indiferente. Tenía los ojos llenos de lágrimas y un nudo en la garganta. Se había saltado los límites que querían imponerle sus padres, pero eso no era nada en comparación con lo que acababa de soportar. Se sentía amedrentada y apesadumbrada. ¿Y si se había propuesto algo imposible de conseguir?

Solo tenía ganas de encerrarse en su habitación, taparse con el edredón y echarse a llorar. O tomar el vino que Molly almacenaba en el sótano. ¡Pero no! ¡Así no iba a ninguna parte! Decidida, se retiró el pelo de la frente y se enjugó las lágrimas. La colada podía esperar.

Ricarda fue rápidamente a su habitación, se quitó el delantal y cogió la tarjeta de visita que había dejado encima del escritorio. Buscar ayuda no podía perjudicarla, sobre todo cuando tres hombres se habían conchabado contra ella.

La casa de Mary Cantrell, de piedra y estilo clasicista, formaba junto con el centro administrativo el segundo hito esplendoroso de la calle Willow[2]. ¿Se llamará así la calle por los suntuosos sauces que hay a la entrada?, se preguntó Ricarda, mientras subía a todo correr la escalera.

Se alisó la falda, que aún seguía mojada, y se enganchó detrás de las orejas unos cuantos mechones sueltos. Luego respiró hondo y tocó el timbre. Cuando el timbrazo resonó por todo el vestíbulo, le recordó a la casa de sus padres.

Al poco rato se oyeron pasos. Ricarda contaba con que le abriera una criada, pero le abrió la puerta un hombre de mediana edad vestido como un mayordomo inglés. Después de mirarla de arriba abajo, preguntó:

—¿Qué desea, señorita?

—Me gustaría hablar con la señora Cantrell.

—¿De qué asunto se trata?

—Es un asunto privado —respondió Ricarda, pues no tenía intención de contarle toda la historia al mayordomo.

Aparte de eso, estaba demasiado furiosa y exaltada como para hablar con alguien que no tenía ni idea de qué iba la cosa.

—Que pase, Martin. La he invitado yo.

La señora de la casa había aparecido en el vestíbulo, por detrás del mayordomo, de manera imperceptible. Llevaba un vestido de tarde de color albaricoque con volantes blancos, lo que le daba un aire juvenil.

—¡Doctora Bensdorf, me alegro de verla!

Ricarda alzó insegura la mano como para saludar.

El mayordomo hizo una reverencia y abrió la puerta del todo para que pudiera pasar Ricarda.

—Sea usted bienvenida, señora.

En otras circunstancias, a Ricarda le habría parecido divertida esa actitud, pues el sirviente parecía recién salido de una novela inglesa; pero en ese momento el corazón le palpitaba tan aprisa como si fuera a salírsele por la boca. Intentó distraerse un poco recorriendo el vestíbulo con la mirada. No era tan grande como el de la casa de sus padres, pero sí igual de suntuoso. Junto a la escalera descubrió un diván que parecía proceder de la época napoleónica y que se hallaba flanqueado por unos maceteros de plantas exóticas. Encima del diván colgaba un cuadro en grueso marco dorado con el retrato de un hombre que pisaba, con aire triunfal, un león abatido. Una araña de luces de cristal iluminaba la escena.

Como se haya traído todo esto de Inglaterra, habrá necesitado para la travesía un barco para ella sola, se le pasó a Ricarda por la cabeza, y la idea le aligeró un poco el ánimo.

—Pase, doctora Bensdorf. Vayamos a mi salón —dijo Mary Cantrell con una sonrisa seductora, invitándola a pasar.

A oídos de Ricarda, la palabra «salón» seguía teniendo un extraño sonido. Pero el cuarto fue una sorpresa agradable, ya que no se parecía en nada al de su madre. Tenía tantos tiestos que más bien se asemejaba a un invernadero. Ricarda descubrió pequeños naranjos y limoneros, pero también plantas que jamás había visto. Unas tenían flores de formas caprichosas, otras, hojas carnosas de color verde oscuro. Incluso una palmera se alzaba hacia el techo de cristal abovedado.

—Como verá, mi marido y yo tenemos debilidad por las rarezas —le explicó Mary Cantrell, al observar el asombro de Ricarda—. Seguramente se deba a que hemos vivido una temporada en África. De todos modos, Nueva Zelanda me parece mucho más interesante. Tiene que ir sin falta al bosque en busca de kiwis; esos pájaros son una especie de seres sagrados nacionales.

Ricarda tenía que reconocer que envidiaba a la inglesa. Al parecer, tenía un marido que ni la reprimía ni la coartaba. Al contrario, viajaba con ella y no le importaba que estuviera comprometida con el movimiento feminista. Probablemente, tampoco habría puesto ninguna objeción a que cursara estudios universitarios si hubiera querido.

—¡Siéntese, mujer!

Mary señaló hacia unos muebles de mimbre que ocupaban el centro de la habitación, con mullidos cojines de color naranja rojizo muy tentadores. Una mesita, cuyo pie también constaba de un trenzado de mimbre, sostenía un tablero de cristal con adornos de colores que hacían juego con los cojines y con las flores de las plantas. Mary cogió una campanilla de plata y la hizo sonar.

Al poco rato apareció el mayordomo.

—¿Qué desea, señora?

—Tráiganos por favor el té y algunas pastas de Martha.

—Con mucho gusto.

De nuevo hizo una reverencia antes de alejarse. Mary esperó a que estuviera fuera del alcance del oído para preguntar:

—¿Y bien? ¿Qué la trae por aquí, doctora Bensdorf? ¿Puedo albergar la esperanza de que haya reflexionado acerca de mi oferta?

—El doctor Doherty ha venido a verme —dijo Ricarda, sin responder a la verdadera pregunta. Antes que nada, la inglesa debía saber cuál era el motivo de su decisión—. Imagínese, me ha prohibido la entrada en el hospital.

Mary frunció levemente el ceño.

—¿Con qué justificación lo ha hecho?

—Decía que me inmiscuyo en su trabajo y que eso no lo puede tolerar —respondió Ricarda, describiendo con todo lujo de detalles la conversación que había mantenido con su adversario.

Mary Cantrell bajó la mirada y adelantó el labio inferior en un gesto de reflexión. Luego preguntó:

—¿Qué habría hecho usted si un médico desconocido hubiera aparecido en su consulta para tratar a un paciente?

A Ricarda le pareció no haber oído bien. ¿Habría cambiado la señora Cantrell de opinión en lo relativo a ayudarla?

—Se lo habría permitido —contestó Ricarda, y no hablaba por hablar. Siempre había sostenido que los colegas no tenían que tratarse entre sí como competidores. Pero, al parecer, era la única que opinaba de ese modo. No obstante, añadió—: Si el médico no tuviera la posibilidad de atender a un paciente en su consulta, le habría puesto la mía a su disposición.

La inglesa asintió con la cabeza.

—Una sabia respuesta. Recuérdela por si acaso surge un enfrentamiento entre ustedes. No me refiero a una conversación con Doherty, sino a un juicio.

—¿Un juicio?

Ricarda se levantó de un salto, como si se hubiera desprendido una vareta de mimbre del asiento y se la hubiera clavado donde la espalda pierde su nombre.

—Quédese tranquila y siéntese, Ricarda —rogó Mary, aplacándola—. ¿Puedo llamarla así?

Ricarda asintió y de nuevo se desplomó en el sillón.

—Conozco al doctor Doherty desde hace tiempo —explicó Mary—. Hasta el momento no he necesitado de sus artes medicinales, pero me basta con mirar a una persona para saber qué piensa.

—Ojalá hubiera tenido yo ese don antes de llevar a la mujer al hospital.

—No, para eso habría necesitado prever el futuro —le contestó Mary—. Pero eso, como es sabido, no lo puede hacer nadie. Usted era nueva en la ciudad y no podía intuir que Doherty fuera a defender su fuente de alimentación con uñas y dientes.

—¡Pero un solo médico para una ciudad como esta no es suficiente! —dijo Ricarda—. ¿O cambiarían las cosas si yo fuera un hombre?

—En general, no, pero en parte sí.

Mary se interrumpió al ver que entraba el mayordomo. Mientras Ricarda observaba con qué perfección servía Martin el té, se le ocurrió pensar que a su madre le habría entusiasmado un criado así.

Una vez que se hubo marchado, la inglesa continuó:

—Si usted hubiera sido un hombre, Doherty habría desaprobado que le revolucionara el gallinero, pero no habría tomado más medidas, pues habría contado con que lo apuntara con un arma o le propinara una paliza en toda regla. Por el contrario, tratándose de una mujer supuestamente débil, Doherty cree que no tiene nada que temer.

—Eso ya lo he notado —asintió Ricarda—. Incluso ha sido tan impertinente como para hablarme de una indemnización. Y eso que el señor Borden le ha pagado a él, no a mí.

Mary meneó la cabeza indignada. Pero luego sonrió, cogió la jarrita de la leche y dijo en tono apaciguador:

—Pruebe este té, Ricarda. Es uno de los mejores Earl Grey que conozco. Le sentará bien a los nervios.

En ese momento, Ricarda estaba segura de que solo podría sentarle bien a los nervios una cosa: hacérselo pagar a Doherty. Sin embargo, cogió obediente la taza de té.

—Pruébelo con un poco de leche; así se pone aún más suave —aconsejó Mary, mientras revolvía su té.

Ricarda vertió un poco de leche en su taza y vio cómo se formaba una pequeña nube blanca.

«¡Que tenga mucha suerte en el país de la nube blanca!», Ricarda recordó de repente las palabras de Manzoni, y enseguida se sintió más animada.

—¿Lo ve? ¡Por fin sonríe! —comprobó Mary antes de que ella se diera cuenta—. Una vez más, queda demostrado que no hay nada más saludable que una taza de té.

Durante un momento se hizo un silencio reverencial.

—Bueno, tal y como yo lo veo, necesita lo más aprisa posible un certificado de la oficina de inmigración o, al menos, un permiso de residencia —dijo finalmente Molly—. Y, aparte de eso, la autorización del alcalde.

Ricarda asintió abatida. Ya no creía que los fuera a obtener.

Mary, en cambio, sonrió segura de su victoria y cogió su taza.

—Con un poco de ayuda lo conseguirá antes de lo que imagina. ¡Y luego se lo enseña al tal Doherty!

Jack Manzoni estaba esa tarde sentado en el porche contemplando cómo se oscurecía el cielo. Hacía una noche despejada, tan clara que las estrellas brillarían como diamantes. Los primeros «hijos de la luz», como llamaban los maoríes a las estrellas, ya lanzaban destellos. Los astros estaban estrechamente vinculados a su mito de la creación, que se diferenciaba con claridad del de los cristianos.

Jack descubrió la Cruz del Sur, la constelación más luminosa en esas latitudes, a la que los maoríes llamaban Māhutonga. Guiaba a los navegantes e inspiraba a los soñadores.

También yo podría necesitar un guía, pensó, al tiempo que suspiraba y daba un trago de la cantimplora. Aunque no acostumbraba a beber, cuando sentía esa añoranza indefinida que le impulsaba a salir de casa y contemplar el cielo, le sentaba bien el alcohol. El coñac le hacía cosquillas en la lengua y le proporcionaba un agradable calorcito.

¿Querré consolarme del vacío que hay en mi vida?, se preguntó, crítico consigo mismo. Aunque en realidad tenía otras preocupaciones, no se le quitaba de la cabeza el encuentro con la doctora. «¿Qué puedo hacer para volver a ver a Ricarda Bensdorf? ¿Mandarle flores? ¿O cabalgar derecho hacia su pensión?»

Con las mujeres que había tratado tras la muerte de Emily había sido más fácil. Jack Manzoni era un hombre célebre en Tauranga. Cuando aparecía en cualquier baile de la ciudad, tenía a casi todas las damas a sus pies. Una sonrisa, una invitación a bailar, unas cuantas palabritas tiernas susurradas al oído de la elegida, le solía bastar para llevársela a la cama. Probablemente, todas ellas contaban con convertirse en la esposa de un rico criador de ovejas que pudiera ofrecerles una vida regalada.

Sin embargo, una vez que se desvanecía el primer enamoramiento, pronto se daban cuenta de que el corazón de Manzoni seguía perteneciendo a otra, y de que además no era un hombre que amara el lujo. Aun siendo rico, vivía en una granja que, pese a su tamaño, no parecía la residencia de un potentado ovejero. La decoración seguía siendo la que se habían traído sus padres de Europa. Jack detestaba los espacios abarrotados; le gustaba la amplitud, pues estaba acostumbrado a ella desde niño. En eso no seguía la moda vigente, que prescribía un montón de cachivaches. Él solo necesitaba sus libros, sus ovejas… y una mujer cuya sola presencia le hiciera olvidar todo lo demás.

Suspiró. Daba comienzo la vida de la noche. Siguió contemplando el firmamento mientras notaba cómo el fuego del alcohol se propagaba por sus venas. Cómo le gustaría volver a tener a una mujer a su lado, alguien a quien pudiera amar y admirar, una mujer que supiera extraer música de su alma… y quizá también del piano.

Bueno, se dijo, acordándose de Moana, su consejera. Conoceré a la wahine. No hoy ni mañana, pero pronto.

Dando otro trago de coñac, se dejó llevar por la sensación de elevarse hacia las estrellas y formar un todo armonioso con ellas.