En el Hotel Tauranga, que disponía de un pub, reinaba la tranquilidad. Ya había pasado la hora de la comida y todavía no era la hora del té. La mayor parte de los huéspedes dormían la siesta o habían salido. Los empresarios, en cambio, apreciaban esa hora porque podían hablar de temas importantes sin que nadie los molestara.
Cuando Jack Manzoni entró en el pub, ya habían llegado algunos granjeros de los alrededores y se habían acomodado en su sitio habitual, la única mesa alargada del local.
El primero en el que se fijó Manzoni fue en Peter Dorhagen, un alemán que llevaba unos años instalado en Tauranga con su familia y que vivía con cierto desahogo gracias a la agricultura. Luego vio a Will Stanton, Eric Pryce y Nigel Corman. Eran propietarios de granjas más pequeñas que la suya, pero era con los que mejor se entendía Manzoni.
Aún faltaban unos pocos miembros del club. Sin embargo, Ingram Bessett, del que le habría gustado prescindir, había aparecido con puntualidad.
A Jack nunca le había caído bien este corpulento vástago de una familia noble inglesa que, como criador de ganado lanar, era uno de sus mayores competidores. Bessett poseía una villa al borde de la playa y muchas tierras de pastos. Era célebre por su temperamento fogoso y, a la hora de dirimir diferencias de opinión, era capaz de retorcerle a uno el pescuezo. Jack también había probado los puñetazos de Bessett. Al haber defendido su punto de vista, la discusión había derivado en una pelea en toda regla, lo que había ahondado aún más su mutua animadversión.
Después de saludar a la concurrencia, Jack tomó asiento al lado de Pryce.
—¿Qué tal, Jack, viejo amigo? —le saludó este, dándole una palmada en la espalda—. ¿Alguna novedad por la granja?
Manzoni negó con la cabeza. En presencia de Bessett no pensaba decir absolutamente nada sobre el descubrimiento de su capataz. El inglés le tendería un lazo al cuello y lo denigraría ante los compradores de su lana.
—No, todo sigue igual. Aparte de los corderos recién nacidos. Este año las ovejas merinas se reproducen como conejos. —Mientras hablaba, Jack miró de reojo a Bessett y vio cómo aguzaba el oído lleno de curiosidad—. Creo que este año obtendremos el mejor vellón desde hace tiempo.
No mentía, siempre y cuando resolvieran el problema de las garrapatas.
—Te felicito. Me gustaría que a nosotros nos fuera igual de bien —suspiró Pryce—. De momento, a mis ovejas les cuesta mucho quedarse preñadas. Nuestros moruecos parecen haberse quedado sin fuerza.
—Si quieres, te llevo uno o dos de los míos —le propuso Manzoni—. Seguro que a tu rebaño no le vendría mal renovarse.
—¿Lo harías? —preguntó Pryce sorprendido.
—¡Por supuesto que sí! —Manzoni se volvió hacia Stanton y Corman—. Lo mismo os digo a vosotros dos.
—Mis animales de vientre paren sin ningún problema —afirmó Stanton con rotundidad, mientras que Corman se quedó pensándolo, hasta que dijo:
—Bueno, a lo mejor no viene mal un poco de sangre nueva.
—Avísame cuando te hayas decidido. Este año mis corderos están realmente espléndidos.
Entonces Jack se volvió como por casualidad hacia Bessett y lo saludó por cortesía con una inclinación de cabeza.
Sin mover un solo músculo de su mofletuda cara, Bessett le devolvió el gesto.
No obstante, Jack creyó percibir que su competidor estaba tramando algo. La reunión se presentaba animada.
—Creo que deberíamos empezar. Ya son las dos y diez —dijo Bessett, paseando la mirada por el grupo allí reunido.
—¿Dónde está Peters? —preguntó alguien desde el fondo.
—Está enfermo. Le han picado los mosquitos y está con fiebre —respondió enseguida Stanton.
—Bueno, entonces declaro abierta la sesión —concluyó el inglés, y esperó un momento a que se hiciera el silencio—. Lo primero que hemos de abordar hoy es un asunto que afecta especialmente a los que tenemos fincas fuera de la ciudad.
—¿Se trata de los mosquitos? —preguntó Stanton, cosechando risas.
—No, señor Stanton, no se trata de los mosquitos, por muy molestos que estos sean.
Hizo una pausa calculada para hacer efecto. Mientras algunos lo miraban con atención, Manzoni amagó un leve bostezo para demostrarle a Bessett lo aburrida que le parecía su verborrea ya desde ese momento.
El terrateniente, como siempre, hizo como que no se daba cuenta, aunque lo más probable es que por dentro estuviera rabiando.
—Se trata de los salvajes que aún siguen habitando en nuestros bosques. Es un hecho conocido que nuestra vecina Australia ha comenzado desde hace algún tiempo a trasladar a la población. Creo que nosotros deberíamos hacer algo parecido, para así obtener más pastos y, quizá también, más superficie para la ciudad. Como todos ustedes sin duda sabrán, están afluyendo continuamente inmigrantes a Nueva Zelanda, y seguro que no perjudicaría a nadie que les asignáramos un terreno.
Un murmullo recorrió la sala.
Pero Bessett todavía no había terminado.
—He pensado en escribir al gobernador para animarle a que dé ese paso. Ustedes, por su propio interés, deberían hacer causa común conmigo.
La historia de siempre, pensó Jack. Bessett quiere que los maoríes se retiren más hacia el interior del país para así ganar superficies de pasto para su propia granja. Presentarse como amigo de los inmigrantes es solo un pretexto para imponer sus propios intereses. Jamás apoyaré esa propuesta.
—¿Eso no debería hacerlo el alcalde? Por lo que sé, usted no ocupa su sillón, Bessett —dijo a la concurrencia.
—Eso podría cambiar pronto, Manzoni. Este año habrá elecciones y pienso presentarme al cargo.
—Y ¿quién se ocupará entonces de sus ovejas? —preguntó Richard Rhodes, que, junto con su hijo, regentaba una zapatería, provocando una carcajada general.
—Por lo que respecta a eso, puede estar tranquilo, señor Rhodes —le explicó Bessett con calma—. En mi posición puedo permitirme el suficiente personal como para que me quite el trabajo sucio.
Con estas palabras lanzó una mirada despectiva a Jack, que se limitó a ignorarlo. Este tenía hombres suficientes para la cría de ovejas y, además, un ama de llaves que se encargaba de que todo estuviera en orden. Aparte de eso, no soportaba el tono ostentoso de Bessett ni estaba de acuerdo con sus planes. No obstante, le daba rabia el sarcasmo de sus palabras, que sin duda no habría pasado desapercibido para los demás.
—Sea como sea, como buen ciudadano de la ciudad, me veo en la necesidad de escribir al gobernador acerca de los maoríes. Y espero que me respalden, señores.
Se desató un murmullo.
—Pues por lo que a mí respecta, estoy satisfecho con la tierra que poseo —respondió Jack, provocando un resoplido despectivo de Bessett—.Yo no tengo disgustos con los maoríes en mi finca y tampoco necesito más tierra. Hasta que la ciudad alcance las lindes de mi granja, supongo que pasará un tiempo, y las superficies que rodean a Tauranga ya fueron cedidas en su día para disfrute de la ciudad. No entiendo su problema, señor Bessett.
El noble lo miró echando chispas.
—No me extraña, señor Manzoni. Usted nunca ha sabido ver lo esencial de las cosas.
Ese ha sido el segundo golpe bajo, pensó Jack. Como siga así, se va a enterar. No me privaré de utilizar la información que se me ha facilitado recientemente para hacerle entrar en razón.
—Oh, señor Bessett, creo que mi visión de las cosas es muy clara. Y mis ganancias me dan la razón. La paz con los maoríes significa también la paz para nuestro negocio. Eso ya fue reconocido en el año 1840, cuando se firmó el Tratado de Waitangi.
—Un tratado que solo ha dado lugar a desavenencias.
—Las desavenencias han surgido por malentendidos —le rebatió Manzoni—. Por interpretaciones erróneas del idioma por ambas partes. Aparte de eso, a nadie le conviene irritar a los maoríes. Sus guerreros son agresivos, y estoy seguro de que el pastoreo se hará imposible si nuestra gente ha de temer siempre ser derribada por una de sus lanzas o flechas. Y antes de que se eche a reír, acuérdese del uso de veneno. De los pasados disturbios debemos aprender que más vale estar en buenos términos unos con otros.
De repente, se hizo el silencio en el pub. Hasta el camarero que estaba detrás de la barra dejó de sacar brillo a los vasos.
—¡Eso significa que es usted un cobarde!
Con estas palabras, Bessett hizo exactamente lo que esperaban los allí presentes. Se notaba que tenía ganas de pelearse una vez más con Manzoni.
El medio italiano lo observó en silencio. Con el rabillo del ojo vio que los hombres se erguían en sus asientos, como si contaran con una función que no querían perderse.
—Llámelo como quiera, Bessett. En cualquier caso, no pienso participar en la toma de unas medidas que, injustificadamente, promoverán nuevos altercados —respondió Manzoni con calma y seriedad—. Si alguien amenaza a mi rebaño y a mi casa, ya sabré cómo defenderme, pero hasta entonces seguiré en paz con mis vecinos. ¡Y no se preocupe por Tauranga! Aún queda mucho espacio para construir casas entre las fincas.
—¡Vecinos! —Bessett escupió la palabra como si fuera una manzana podrida—. Solo un amigo de esos malditos salvajes puede contemplarlos como «vecinos».
—Es cierto, y no me lo tomo como una ofensa. Aunque tengan otras costumbres, otros dioses y un color de piel diferente, ¡también ellos son personas, señor Bessett! Además, usted bien que aprecia a algunos de ellos como criados.
Los demás se removieron inquietos en sus asientos, pues sabían que la conversación había llegado a un punto de acaloramiento que solo podía ir a más.
—A esta gente se les ha enseñado el catecismo en The Elms, mientras que los otros, en su mayoría, aún se aferran a sus ritos sacrílegos. Si usted fuera un buen cristiano, sabría que…
—Soy cristiano y por eso no he olvidado lo que dicen los Mandamientos sobre el amor al prójimo —le cortó Jack—. Además, creo que hemos superado ya la época en la que los hombres eran perseguidos por sus creencias.
—¡Eso es una blasfemia! —retumbó la voz de Bessett, como ningún reverendo sería capaz de igualar.
—Si a usted le parece… —respondió Manzoni, notando que por la ira se le estaba haciendo un nudo en el estómago—. Tal vez debiera revisar su actitud con respecto a los, así llamados, «salvajes», Bessett. Se rumorea que usted comparte la cama con sus criadas. Una de ellas incluso lleva ya en el vientre a su bastardo. Esos no son buenos modales, por más que la chica conozca el catecismo —le fulminó.
La cara del noble mudó de color, pasando alternativamente del rojo al blanco. ¿Cómo se habría enterado Manzoni de eso? Seguro que alguna de las salvajes que vivían en su finca se había ido de la lengua…
—¡Eso no se lo consiento, Manzoni! —exclamó Bessett, levantándose de un salto. Parecía como si quisiera apuñalar a Jack con la mirada.
—Y ¿qué piensa hacer? —preguntó este en tono de burla—. ¿Retarme a un duelo? No creo que les guste demasiado a los guardias Sloane y Reed.
—¡Vuelva a sentarse, Bessett! —le aconsejó el granjero que tenía al lado, y como si pudiera leer los pensamientos del terrateniente, añadió—: En caso de duelo, usted llevaría las de perder.
Pero Bessett no tenía intención de sentarse. Resoplando de ira, clavó la mirada en el medio italiano, giró impetuosamente y salió disparado. Del portazo que dio, temblaron los cristales y se tambalearon los grabados antiguos que colgaban de la pared.
Al poco rato, se oyó el restallido de un látigo, seguido del doloroso relincho de un caballo.
—Ahora se las hace pagar al pobre jamelgo —murmuró alguien, y los hombres hicieron un gesto desaprobatorio con la cabeza.
—No tenía que haber sacado eso a relucir, Manzoni —dijo alguien desde un rincón.
—Pero ¿por qué no? ¡Si es la pura verdad! Quiere convencernos de que los maoríes son unos salvajes y, sin embargo, tiene por querida a una de sus sirvientas. ¿No les parece una hipocresía?
Consternados, los hombres guardaron silencio, lo que equivalía a darle la razón.
—Veamos, yo creo que estamos de acuerdo en dejar en paz a los maoríes y dedicarnos a cosas más importantes. Si lleváramos a la práctica la propuesta de Bessett, sería un desperdicio de nuestras fuerzas. Sin duda, Tauranga tiene otros problemas más acuciantes que adquirir terreno para los colonos —explicó luego Rhodes.
Mientras algunos de los hombres mostraron su conformidad golpeando el tablero de la mesa, otros solo murmuraron o incluso permanecieron en silencio.
Manzoni era consciente de que algunos de los presentes obedecían ciegamente a Bessett, pero en ausencia de su amigo no se atrevían a abrir la boca. Y como solo faltaba uno de los miembros de la tertulia, nadie podía tampoco afirmar que no hubiera quórum.
Lentamente, volvió a tomar asiento, antes de hacerle señas al camarero para que le trajera algo de beber. Había logrado una pequeña victoria frente a Bessett. Por ahora ya tenía bastante.
Ricarda se moría de hambre. Confiaba en que la patrona tuviera algo de comer para ella.
Molly estaba atareada en la cocina, pero al oír pasos en la escalera se asomó a la puerta.
—¿Puedo hacer algo por usted, señorita?
—Sí, me preguntaba si tendría algo de comer para mí. La última comida la he tomado en el barco.
Como para confirmar lo dicho, el estómago le empezó a rugir.
Molly se echó a reír.
—Claro que tengo algo para usted. Mis huéspedes no son de esos que comen a horas fijas. De modo que siempre tengo algo preparado por si acaso alguno entra por la puerta muerto de hambre. Tome asiento en el comedor, enseguida estoy con usted.
Ricarda le dio las gracias y se dirigió hacia el pequeño comedor, en el que había cuatro mesas con manteles limpios a cuadros blancos y rojos y un aparador. De la pared colgaban muchos cuadritos de bordados.
Ricarda eligió la mesa pegada a la ventana, desde la que tenía una buena vista de la calle. En la casa de enfrente, un letrero en una ventana indicaba que allí se hacían labores de costura. Varios perros sueltos vagabundeaban por la franja de hierba que la separaba del edificio vecino. Ese barrio le gustaba. No era tan señorial como el suyo de Berlín, pero parecía muy agradable.
—Bueno, señorita, aquí estamos —dijo Molly mientras le acercaba una bandeja que despedía un olor apetitoso—. Carne de carnero con puré de batata y una verdura que los maoríes llaman hua whenua.
Ricarda sonrió agradecida.
—Supongo que los maoríes son los indígenas de aquí.
—Sí, a los recién llegados pueden parecerles un poco extraños con sus cuerpos tatuados, pero son un pueblo orgulloso al que no se debe temer.
Ricarda ardía en deseos de conocerlos.
—Ande, coma. Esta comida no la despreciaría ni siquiera nuestra reina Victoria.
Y después de llenar el plato de Ricarda se volvió.
—Hágame un poco de compañía —le pidió Ricarda con una sonrisa seductora, pues sentía curiosidad por saber cosas de su entorno—. Eso suponiendo que no tenga cosas más importantes que hacer.
—A no ser que aparezca de repente una horda de buscadores de habitación, con mucho gusto me siento a charlar un rato con usted.
Molly tomó asiento frente a Ricarda y la dejó tranquila un rato para que pudiera probar la comida.
Entusiasmada, Ricarda felicitó a su patrona por lo tierno que estaba el carnero y por el exquisito puré de batata y la verdura.
—¿Qué le trae por aquí? —preguntó Molly halagada—. ¿Viene en busca de marido?
—No. Quisiera abrir una consulta médica.
—¿Qué es lo que quiere, pequeña? —preguntó la patrona de la pensión, como si no hubiera entendido bien.
—Poner una consulta médica —insistió Ricarda impasible, cogiendo otra cucharada de puré de batata.
Molly la miró como si tuviera delante una de las pirámides de Gizeh. Luego se echó a reír.
—O tiene mucho humor o está rematadamente loca.
—¿Por qué? —preguntó Ricarda, y al momento se sintió terriblemente ingenua.
¿Creía realmente que aquí iba a encontrar el fabuloso país de la emancipación? Evidentemente, aquí tampoco había corrido la voz entre las mujeres de que una podía saltarse los límites que le pusieran, siempre y cuando tuviera el suficiente tesón y valor.
—Soy médico. Puedo enseñarle mi diploma. He estudiado en Europa y creo que eso bastará para ejercer la carrera en Nueva Zelanda.
—¿En Europa también dejan estudiar a las mujeres? —se extrañó Molly.
A Ricarda se le puso de repente un nudo en la garganta. ¿Sería verdad que Nueva Zelanda había introducido el derecho de voto femenino?
—Sí, cada vez en más países. En Suiza, por ejemplo, o en Francia.
Molly le puso otro trozo de carne a Ricarda.
—De niña viví en Londres y soñaba con regentar una pensión. Mi madre había trabajado en una casa de huéspedes y a veces me llevaba con ella. Aquello me fascinó desde un principio. Por desgracia, nunca pude hacer realidad mi sueño en Londres. Habría tenido que trabajar de costurera o de criada; en el mejor de los casos, podría haber llegado a ser la acompañante de alguna viuda jubilada. Por suerte conocí a un hombre que estaba lo bastante loco como para hacer planes y salir del país. Cuando consiguió reunir el dinero suficiente para nuestros pasajes de barco, solo para el entrepuente, claro, nos pusimos en camino. ¡No se puede imaginar qué travesía! Cuando llegamos, encontró bastante pronto trabajo como carpintero. Pudimos construirnos esta casa y, durante una temporada, vivimos felices en ella. Pero un buen día, George empezó a escupir sangre. A los seis meses murió de cáncer de pulmón. Aunque me quedé muy triste, tenía que ocuparme de mi sustento. Así que pensé: Eh, chica, ¿qué hay de tu sueño? De modo que reconstruí la casa para hacer de ella una pensión. Y me va bastante bien.
Ricarda alzó las cejas con cara de sorpresa. Molly no era mayor; su marido tenía que haber muerto muy joven.
—Lo siento —dijo, dejando el tenedor en el plato.
Molly frunció los labios y se encogió de hombros.
—De eso hace ya unos años. Quizá ahora suene un poco cruel, pero en el fondo también estoy muy contenta sin él. Si existe el cielo, George me estará mirando desde arriba y cuidará de que me vaya bien.
A Ricarda le habría encantado saber si Molly había pensado alguna vez en volver a casarse. Al fin y al cabo, era una mujer hermosa, y sin duda habría hombres que se dejarían contagiar por su vitalidad.
Un grito interrumpió sus reflexiones. En la calle vieron una mujer tendida en el suelo. Parecía haber sido atropellada por un caballo, pues al final del callejón un jinete huía a toda velocidad.
Antes de que Molly reaccionara, Ricarda ya estaba subiendo las escaleras; en su habitación agarró el maletín de médico y bajó a toda prisa a la calle. Para entonces ya se habían congregado los primeros curiosos. Sin embargo, ninguno de ellos hacía amago de ayudar a la atropellada.
—¡Déjenme pasar! ¡Soy médico! —gritó Ricarda, y su voz causó el efecto de un latigazo.
Al momento, la multitud se dividió en dos. Aunque todos la miraban fijamente, Ricarda no se daba cuenta. Rápidamente se acercó a la joven, que yacía inconsciente y retorcida. En la frente tenía una herida que le sangraba y que posiblemente se la hubiera causado el casco del caballo.
Dio la vuelta con cuidado a la mujer y le levantó los párpados. Al ver que las pupilas se le estrechaban reconoció que la accidentada aún vivía. Un hilillo de sangre le goteaba por la boca, lo cual era una señal de alarma que posiblemente remitiera a hemorragias internas. En ese caso, había que llevar urgentemente a la atropellada al hospital.
—¡Traed una lona o una manta! —ordenó Ricarda.
Molly, que para entonces ocupaba la primera fila de los mirones, corrió de nuevo hacia la casa.
—Quizá debiéramos ir en busca del doctor Doherty —sugirió uno de los congregados.
—¡Ahórrese la molestia! Puede estar tranquilo y creerme que soy médico. La mujer está en buenas manos conmigo.
A su alrededor, los curiosos se pusieron a murmurar, pero Ricarda hizo caso omiso, tal y como tenía costumbre desde la época en que hacía autopsias bajo las miradas maliciosas de sus compañeros de estudio.
Cuando Ricarda palpó el vientre de la herida, esta se movió y abrió los ojos.
—¿Qué ha pasado? —preguntó con la voz débil.
Por un momento, Ricarda interrumpió su examen y le dedicó una sonrisa tranquilizadora.
—Ha sido atropellada por un caballo. Quédese tumbada muy quieta, que yo me ocupo de usted.
La mujer abrió los ojos de par en par con cara de asustada.
—No se preocupe, se pondrá bien. ¿Puedo saber cómo se llama?
—Emma. Emma Cooper.
—Bien, señorita Cooper. Soy la doctora Ricarda Bensdorf. ¿Le importaría abrir la boca?
Ricarda le examinó la cavidad bucal y observó una herida en la parte interna de la mejilla derecha. La sangre podía proceder de ahí, pero también de una lesión pulmonar o de un desgarro del bazo. Para mayor seguridad había que ingresar a la señorita Cooper en un hospital.
—¿Hay un lazareto en la ciudad? —preguntó a su alrededor, cosechando tan solo miradas de asombro.
¡Maldita sea! ¿Tan mal hablaba como para que no la entendieran?
—El único hospital de la ciudad está en el extremo norte de la carretera de Cameron —contestó un hombre.
—No quiero ir al hospital —dijo Emma con un hilillo de voz.
Pero eso precisamente fue lo que convenció a Ricarda de lo contrario.
—No tenga miedo, señorita Cooper. Me quedaré a su lado; no le pasará nada. Solo quiero descartar que tenga algo grave que le pueda causar algún daño. —Luego se volvió hacia los que tenía alrededor—. ¿Podría proporcionarme alguno de ustedes un coche? Y, por favor, deprisa, que hay que llevar a la herida al hospital.
—Puede usar mi coche —sonó una voz por encima de todas las cabezas.
Al momento, todos los allí presentes se dieron la vuelta. Entre ellos había un hombre impecablemente vestido. En la mano, sostenía un sombrero de ala ancha de color camello como no lo llevaría ningún berlinés, porque parecería un actor de una obra de teatro ambientada en el salvaje oeste. Ricarda se preguntó si iría de camino a alguna fiesta. Pero ya pensaría en eso más adelante… si le daba por ahí. De momento se conformaba con que alguien le ofreciera ayuda sin quedarse pasmado mirándola como si fuera Juana de Arco.
—Bien, en ese caso, acerque su coche. Y ustedes, señores, hagan el favor de colocar con cuidado a la señorita Cooper en el coche. A ser posible, con la ayuda de esta manta —pidió Ricarda, al ver la manta que le acercaba Molly.
Cuando se volvió en busca del desconocido que le había ofrecido su carruaje, este ya había desaparecido entre la multitud. A los pocos minutos, se acercó con el coche abriéndose paso entre la gente y se detuvo junto a la herida. Era un landó abierto sobre el que estaban apiladas cajas y paquetitos.
—Coloquen aquí a la señorita Cooper, ¡pero con mucho cuidado! —les indicó Ricarda a los hombres.
Cuando terminaron de tumbar a la herida sobre una lona, que seguramente sirviera para proteger la carga de la lluvia, y la taparon con la manta de Molly, Ricarda se encaramó junto a la señorita Cooper y la aseguró con dos cajas para evitar que resbalara.
—¿Va bien así? —preguntó.
Cuando Emma asintió con la cabeza, Ricarda se subió al pescante, donde estaba sentado el desconocido.
—¿Podemos marcharnos? —preguntó él.
Al decirle Ricarda que sí, arreó los caballos. Un tirón y el coche se puso a rodar abriéndose de nuevo paso entre el gentío, que se dividió en dos como el mar Rojo ante Moisés.
El coche fue dando trompicones hasta que llegaron a un suelo con menos baches.
—Bueno, me llamo Jack Manzoni —explicó el cochero—. No vaya a creerse que soy un granuja que va por ahí secuestrando a mujeres jóvenes.
—No se preocupe; solo lo veo como un hombre dispuesto a ayudar —replicó Ricarda—. Yo soy Ricarda Bensdorf.
—Ya me he enterado. —El hombre esbozó una amplia sonrisa—. Suena europeo. ¿Es usted alemana?
Ricarda lo miró sorprendida.
—Sí, en efecto.
—Tengo un conocido que también es alemán. Lleva ya un tiempo viviendo aquí. Quizá debiera presentárselo.
Al ver que Ricarda lo miraba con gesto interrogante, añadió enseguida:
—No para emparejarlos, desde luego. Está casado y tiene dos hijas. Pero quizá usted sienta alguna vez la necesidad de charlar en su lengua materna. Aunque debo reconocer que habla muy bien en inglés.
—En el instituto me enseñaron inglés. Y durante la carrera teníamos docentes nativos. Además, acabo de pasar más de un mes en un barco cuya tripulación estaba formada, casi sin excepción, por ingleses. Se le acaba a uno haciendo el oído.
Cuando terminó de hablar, notó que él seguía mirándola a la cara y se sintió incómoda.
—¿Ha vivido siempre aquí? —preguntó al fin, para que dejara de mirarla fijamente.
Si él ya sabía algo sobre ella, también ella quería saber algo de él.
—Sí, incluso he nacido aquí. Pero si se fija en mi apellido, es italiano. Mi padre era italiano y mi madre inglesa. He aprendido los dos idiomas, pero me temo que no tengo buen acento en ninguno de los dos.
—A mí me parece que se hace entender perfectamente. Y el acento le da algo… especial.
De nuevo se quedó observándola, por lo que Ricarda se arrepintió de sus cumplidos. ¿Qué pensaría de ella? ¿Qué quería arrojarse a sus brazos?
Manzoni reaccionó con una sonrisa.
—Gracias. A menudo me dicen que no soy como los demás. Y eso me enorgullece, créame.
A Ricarda le llamó la atención lo guapo que se ponía cuando sonreía. Al mismo tiempo, se censuró a sí misma por esa observación. Nunca me voy librar por completo de la estricta educación de mi madre, pensó con un poco de melancolía.
Cuando el coche atravesó un portalón abierto de par en par y giró hacia un parque, Ricarda espantó el recuerdo de su madre. Presa de la curiosidad, contempló el edificio de dos pisos que se alzaba al final de un camino de guijos y que no respondía en modo alguno a su idea de un hospital. La desconchada pintura blanca dejaba al descubierto las vigas de madera.
Manzoni guio el coche hasta las escaleras de un gran porche. En otro tiempo, en el centro de la rotonda que había delante del porche debieron de crecer flores, pero ahora ya no quedaban más que restos de hierba marchita.
—¿Podría ayudarme a meter a la señorita Cooper en el hospital?
—Desde luego que sí.
Al momento saltó hacia la superficie de carga del coche. Luego ayudó a saltar a Ricarda. Como esta sabía que no podía llevar el maletín consigo, se colgó el estetoscopio del cuello. Luego se dirigió a su paciente.
Emma aún seguía consciente, pero parecía extenuada. Ya no sangraba por la boca, pero respiraba de un modo extraño. ¿Habría dañado el pulmón una costilla rota?
Entre Manzoni y Ricarda sacaron con sumo cuidado a la herida del coche.
Nada más poner el pie en un pasillo con un profundo olor a fenol, se cruzaron con dos enfermeras.
—¿Qué ha pasado? —preguntó la mayor de ellas con acento francés.
—La mujer ha sido atropellada por un caballo. ¿Hay algún colega mío?
Las dos enfermeras la miraron extrañadas.
—Soy la doctora Ricarda Bensdorf. Por favor, llamen a alguno de los médicos.
—Solo hay uno, pero en este momento no está en la casa.
Ricarda se preguntó cómo se podía llevar un hospital con un solo médico. O allí la gente tenía una salud de hierro o el médico era un mago.
—Entonces voy a ingresar a la mujer y a administrarle los primeros auxilios —dijo Ricarda con una firme resolución—. Por favor, llévenme a la sala de exploración.
—¡Pero usted no está autorizada para hacer eso! —le increpó la francesa.
—Soy consciente de ello —respondió Ricarda—. Pero sospecho que pueda tener una hemorragia interna. No querrá cargar en su conciencia con la muerte de una persona, ¿no? —preguntó Ricarda con un tono de voz severo.
Su interlocutora la miró tan aterrorizada como si le hubiera propinado una bofetada.
—Dese prisa, enfermera —dijo Manzoni, que tenía a la herida en brazos—. No sé cuánto tiempo voy a aguantar sosteniéndola.
Los rasgos de la aludida se endurecieron.
—Bien. Vengan conmigo.
Se volvió y, a pasos entrecortados, enfiló hacia una puerta en cuyo letrero de latón ponía «Dr. Preston Doherty».
El mobiliario de la sala de exploración era más bien modesto. Jack Manzoni depositó a la herida sobre una camilla. Antes de que Ricarda pudiera darle las gracias, ya se había retirado discretamente. Las enfermeras se quedaron junto a la puerta, como si hubieran echado raíces. A juzgar por la expresión de sus caras, en cualquier momento podía desplomarse el techo de la habitación sobre Ricarda.
Se inclinó sobre Emma y le auscultó los pulmones. El leve estertor que percibió indicaba que el órgano estaba lesionado.
—Como mínimo dos costillas rotas —murmuró después de haberle dado unos golpecitos en el torso.
Aunque nada apuntaba a un neumotórax, la paciente necesitaba reposo absoluto para evitar un colapso pulmonar.
Luego le tocó el turno a la zona del vientre. Ricarda se lo palpó con destreza, deseando para sus adentros que hubiera alguna posibilidad de ver el interior de un paciente sin tener que abrirle. Gracias a la práctica, las yemas de sus dedos habían desarrollado tanta sensibilidad que realmente podía notar si un órgano estaba dañado.
—Ha tenido suerte, señorita Cooper —dijo Ricarda, más para sí misma que para sus espectadoras y la paciente, que se había enterado de todo sin moverse—. No palpo ninguna hinchazón del bazo. Únicamente se ha contraído un poco un lóbulo del pulmón derecho. Creo que bastará con vendarle el tórax y suministrarle algún analgésico.
Al ver que las enfermeras seguían sin moverse, Ricarda añadió en voz alta:
—¡Tráiganme, por favor, gasas resistentes para que le pueda vendar el tórax! Y también aguja e hilo para la herida contusa de la frente, además de yodo, sal volátil y polvos analgésicos.
Las enfermeras se la quedaron mirando fijamente. Cuando Ricarda tuvo claro que ninguna de las dos tenía intención de aceptar instrucciones de ella, estalló.
—¡Maldita sea, dense prisa!
La más joven se puso en movimiento, mientras que la mayor siguió mirándola con altanería.
Ricarda respiró hondo y se obligó a calmarse. Conocía bien a esa clase de enfermeras; en el hospital universitario de Zúrich también había alguna que otra parecida.
Cuando le trajeron lo solicitado, Ricarda terminó de coser la herida de la frente y le puso una venda apretada alrededor del tórax. La enfermera más joven incluso la ayudó, mientras la francesa seguía pegada a la puerta como un cancerbero.
¿Cómo se comportaría si yo estuviera trabajando aquí?, se preguntó Ricarda. ¿Me trataría entonces de otra manera? Claro que entonces yo no sería una intrusa que se ha apropiado ilegalmente del espacio reservado a su apreciado doctor.
—¿Qué es lo que está pasando aquí? —atronó de repente una voz.
Ricarda se incorporó y miró hacia atrás. Un hombre rechoncho de pelo oscuro con mostacho y perilla se abalanzó sobre ella con la cara roja como un tomate. Parecía que al final sí habían llamado al doctor Doherty, que mostraba su indignación.
—Casualmente, he sido testigo de cómo esta mujer ha sido atropellada por un jinete. Le he diagnosticado fractura de costillas y le he puesto un vendaje.
Doherty se la quedó mirando como si quisiera taladrarla con los ojos.
—¿Quién demonios es usted? —soltó finalmente.
Ricarda esbozó una sonrisa cautivadora.
—Soy la doctora Ricarda Bensdorf. He llegado a Nueva Zelanda hace pocas horas. Usted es el doctor Doherty, ¿verdad?
El hombre soltó un resoplido que sonaba a todo menos a conformidad.
—Siento mucho haberme inmiscuido en su ámbito de competencia, pero no sabía cuánto tiempo iba a estar ocupado. De modo que he asistido personalmente a la paciente; de todas maneras, estoy licenciada en medicina —prosiguió Ricarda con una sonrisa forzada.
El médico la miró de arriba abajo en silencio.
—Antes quisiera ver el diploma —le dijo finalmente con brusquedad—. Y aunque tenga uno, eso no significa ni mucho menos que pueda entrar tan tranquila en mi consulta y tratar a un paciente. Hágalo donde quiera, pero no aquí.
Ricarda respiró hondo. Aunque el hombre tenía razón, si se hubiera tratado de algo serio, el tratamiento no habría podido esperar.
—Ya me he disculpado, y si quiere me disculpo otra vez. Pero no logro ver que haya obrado mal. La mujer estaba herida y como médica tengo el deber de atenderla. Como no lo podía hacer en la calle, he venido aquí. Y al no haber ningún médico, me he encargado yo de tratarla. Ahora ya puede recuperar su preciada consulta.
Ricarda miró descaradamente al hombre. Doherty echaba chispas de rabia. Solo el hecho de que fuera una mujer parecía impedirle insultarla o echarla por su propia mano.
—¡Abandone inmediatamente mi hospital! —se limitó a decir.
Después de lo cual, Ricarda acarició el brazo de la señorita Cooper, y le dijo: «Pronto se pondrá bien» y se dirigió a la puerta con la cabeza bien alta.
Una sonrisa despectiva arqueó la comisura de los labios de la enfermera francesa, a la que Ricarda dedicó una mirada desvergonzada.
Ricarda ardía de furia, pero se dominó. Se alisó el vestido, pasó a toda velocidad junto a Cancerbero y salió del hospital.
Para su sorpresa, su cochero la seguía esperando con el coche junto al porche, como si no tuviera nada mejor que hacer.
—¿Qué tal se encuentra la joven?
—No muy bien. La señorita Cooper tiene lesiones graves, pero se recuperará.
Jack Manzoni asintió con la cabeza y, por un momento, se miró la punta de las botas.
—Tiene usted mucho coraje, señorita.
—Solo he cumplido con mi deber.
Una suave brisa meció el cabello de Ricarda. Tímidamente, se apartó los rizos de la cara. Cerró los ojos, respiró profundamente y, de pronto, se sintió agotada.
Debería volver a la pensión, pensó.
Pero por alguna razón no le apetecía dar por terminada la conversación. Ese hombre de mirada luminosa la desconcertaba.
—Me gustaría saber quién era el tipo que la arrolló con el caballo —añadió por fin.
—¿Qué quiere hacer con él?
—Enviarle la factura del médico. Seguro que el doctor Doherty no atiende a la paciente de balde. La señorita Cooper no me ha dado en modo alguno una buena impresión. Además, le corresponde una indemnización.
El hombre solamente sonrió.
—¿Qué es lo que le hace gracia de lo que digo? —preguntó Ricarda, molesta.
—En realidad, nada —admitió Manzoni—. Solo me asombra que piense así. Aquí, cuando a alguien lo atropella un caballo, se levanta, se sacude el polvo de la ropa y, si acaso, se pone a insultar al gamberro.
—La chica que está ahí dentro no podía levantarse. —Ricarda se puso en jarras—. Tiene varias costillas rotas, un pulmón lacerado, hematomas y heridas contusas. Tampoco hay que descartar daños mayores. Y todo eso solo porque alguien no la ha esquivado con el caballo o no tenía ojos en la cara.
El hombre inclinó la cabeza y la observó.
—Es usted una doctora comprometida. Alguien que no contempla a las personas como un simple montón de carne y huesos.
—¿Acaso lo dudaba?
—Francamente, hasta ahora no tenía en mucha estima a los médicos. Pero quizá usted consiga convencerme de lo contrario.
Ricarda sintió que bajo la mirada de Manzoni tan pronto le entraba calor como frío. No quería irse de allí, pero tampoco podía quedarse.
—Debería irme ya.
—¿Puedo prestarle alguna ayuda más, señorita? —preguntó Manzoni, señalando su coche—. Podría llevarla a su casa.
—¿Conoce alguna buena oficina de cambios cerca? El dinero alemán aquí no me sirve para nada.
—Le recomendaría el Banco de Nueva Zelanda. Se halla situado en la calle Wharf. Allí al menos tiene la garantía de que no la van a estafar. En las oficinas del puerto a menudo se sale perdiendo con el cambio. No es que la tenga por una pobretona, pero tampoco creo que quiera regalarles nada. Si lo desea, la llevo hasta allí.
—Muy amable por su parte, pero ya le he robado demasiado tiempo.
—Está bien. Como quiera, doctora. —Si había un rastro de decepción en su voz, su amplia sonrisa se encargó de borrarlo—. En ese caso, que tenga mucha suerte en el país de la nube blanca.
Manzoni le tendió la mano para despedirse. Ricarda dudó un momento antes de estrechársela.
Pero Jack se aguantó las ganas de darle un beso en la mano. Simplemente, se la estrechó con una sonrisa y luego volvió a subirse al pescante.
Ricarda lo observó mientras se alejaba.
El sol ya se ocultaba por el horizonte cuando Manzoni llegó a su granja. Pero no se arrepentía del rodeo que había tenido que dar para ir al hospital. ¿Cuándo se encontraba uno con una mujer más valiente que muchos hombres? Esta doctora no solo era lista y audaz, sino que además era guapa y voluntariosa. En eso se diferenciaba con claridad de las mujeres que conocía. Muchos amigos no se haría aquí Ricarda Bensdorf con su espontaneidad, y amigas menos. Pero al fin y al cabo lo importante no era hacer lo que otros esperaban o exigían. Se trataba de hacer lo que a uno le hacía feliz. Jack suspiró. ¿Encontraría esa mujer la felicidad en Nueva Zelanda? Decidió no perderla de vista y dejó de pensar en ella.
Le había prometido a Kerrigan que conseguiría las hierbas contra las garrapatas; de modo que desenganchó los caballos y metió solo a uno en la cuadra. Luego cogió del coche el regalo para Moana, tres varas de tela fina, y lo guardó en una talega que llevaba colgada del hombro y cruzada por el pecho. Como su padre le había enseñado a montar sin arnés y sin silla, se subió a lomos del otro caballo del coche y, al poco rato, se internó en los matorrales. Un forastero, incluso a plena luz del día, corría allí peligro de perderse irremisiblemente. Pero como Jack era hijo de esa tierra, incluso de noche cerrada sería capaz de encontrar a la tribu que vivía en su finca.
A su alrededor oyó el crepitar de un arbusto. Aves del paraíso que se habían instalado en las altas copas de los árboles llenaban el aire con su canto. Con él se mezclaba el graznido de los keas y el trino de pájaros cuyo nombre desconocía.
Pese a la penumbra, vio murciélagos que se arrastraban por el suelo del bosque en búsqueda de escarabajos y otros bichitos. Esos pequeños quirópteros solían ser lo suficientemente rápidos como para esquivar los cascos del caballo.
Al cabo de un rato, apareció entre los árboles el techo de la marae, la casa en la que se reunían los maoríes. Las artísticas tallas de madera que adornaban la fachada lanzaban destellos con la última luz del sol poniente. Mostraban figuras, plantas y rostros de guerreros que sacaban la lengua para infundir miedo y respeto a los enemigos.
Apenas hubo alcanzado Jack el límite del pueblo, cuando los guardianes le salieron al encuentro.
—Kia ora! —les dijo, bajándose del caballo.
Los dos hombres jóvenes y robustos, que sostenían en la mano unas lanzas cuya misión era la de infundir temor, lo reconocieron al visitante y le dieron la bienvenida sin cumplidos.
Como no era la primera vez que Jack estaba allí, no hizo falta que se sometiera al tradicional rito de bienvenida. A alguien que no estuviera familiarizado con las costumbres de los maoríes, esa costumbre podría parecerle un tanto hostil, pese a que con él solo se ponía a prueba el ánimo y las intenciones del visitante.
Aata y Mahora eran altos y llevaban tatuajes por todo el cuerpo y parte de la cara. Manzoni no sabía lo que significaba «Mahora», pero «aata» era como llamaban los maoríes a un oso, y el portador de dicho nombre le hacía todos los honores.
—Quisiera hablar con Moana —les explicó, mientras veía entre los dos a las mujeres y los niños, pero no a la curandera.
—Moana marchado hace un rato. Si quieres, tú esperas.
Jack sabía que le reprocharían la impaciencia de los blancos, pero esta vez no podía aceptar la hospitalidad de la tribu.
—Muy amable por vuestra parte, pero hoy tengo prisa. La buscaré para hablar con ella.
Dicho lo cual, se despidió y volvió a montar el caballo. Rodeó el poblado y llegó a un terreno por el que solo se le permitía ir a pie. De ahí que dejara su corcel atado a un árbol.
Encontró a Moana en el lugar al que solía ir a reflexionar y meditar. Allí, al borde del mar, se encontraba próxima a la primera madre, Papa, y al primer padre, Rangi.
Sentada encima de una roca con los ojos cerrados, su pelo negro, que ya lucía un resplandor plateado, se mecía al viento igual que su vestido estampado. Llevaba la barbilla adornada con un tatuaje en forma de zarcillo, un moko, que distinguía a las mujeres honorables de la tribu y que supuestamente les otorgaba una fuerza especial. A pesar de su avanzada edad, Moana conservaba su belleza. Cuando Jack todavía era un niño, siendo ella aún joven, ya ocupaba el puesto de la curandera de su tribu. La hija del más anciano de la tribu pronto superó a su padre en prestigio.
—Ven, kiritopa —le dijo la curandera antes de abrir siquiera los ojos.
Había reconocido sus pasos. Por más que se esforzaba, Jack no conseguía andar tan silenciosamente como los maoríes, que casi siempre iban descalzos o, si acaso, en sandalias.
«Kiritopa» significaba algo así como «el portador de Cristo». Moana le había puesto ese nombre a Jack desde su primera visita. En aquella ocasión le llamó la atención el crucifijo que llevaba colgado del cuello con una cinta de cuero y le preguntó por su significado. Entonces fue cuando le habló de su fe.
La curandera abrió los ojos y se levantó. Sobre las toscas piedras se movía con la gracia de una gacela. Hizo una leve reverencia ante Jack.
—Haere mai.
También Jack se inclinó hacia delante hasta que su nariz rozó la de la curandera. A este saludo los maoríes lo llamaban hongi. Entre los blancos no existía un gesto tan íntimo entre amigos y desconocidos.
—¿Qué traerte a mí?
—Te he traído una cosa, Moana —dijo Manzoni.
Sacó el paquete de tela pulcramente anudado y se lo entregó. Después de contemplarlo un rato, Moana dijo:
—Y algo más tú tienes en tu corazón.
En realidad, esa expresión no existía en la lengua maorí, pues para ellos el corazón no tenía nada que ver con las preocupaciones. Pero desde que Jack se lo había explicado, a Moana le gustaba utilizar estas palabras, porque le parecía fascinante que el corazón de los pakeha no solo albergara el valor, sino también las preocupaciones.
—No hace falta que esté preocupado para que venga a visitarte —respondió Jack por cortesía—. Sin embargo, hay algo para lo que me gustaría pedirte ayuda.
—¡Pues adelante, cuéntame!
Tomaron asiento en una de las piedras y Jack le habló de las garrapatas. Hacía algún tiempo, cuando los parásitos infestaron por primera vez a sus animales, había tenido dificultades para explicarle a Moana qué clase de bichos eran. Entretanto, habían acordado llamarlos «chupasangres», pues absorbían toda la sangre de los animales domésticos.
Jack se acordó de los problemas de comprensión a los que ya había aludido esa tarde en la reunión.
—Se trata otra vez de los chupasangres —dijo—. Han invadido a algunas de mis ovejas.
—Entonces tú necesitar rongoa.
Los componentes del rongoa que preparaba Moana solo los conocía ella. Algún día le contaría los conocimientos que poseía de todos sus remedios al hijo que le fuera a suceder. Los maoríes no tenían nada escrito sobre sus artes curativas, sino que transmitían sus conocimientos oralmente.
—Sí, algo que se le pueda mezclar a mis animales con el forraje.
La primera vez, Moana le había explicado que a las ovejas solo les serviría de ayuda un remedio que alterara el gusto de su sangre. Al principio, Jack se había mostrado escéptico, pero se convenció después de haber aplicado la cura herbal. Al cabo de unos pocos días, los animales se habían librado de los parásitos.
—Esto tú recibes. Ahora acompañarme a la kainga.
Jack se unió a la curandera. A poca distancia del lugar sagrado, tropezaron con el caballo de Jack, que este cogió por las riendas.
—Noto en ti haber algo diferente de normal —dijo ella de repente.
—Estoy preocupado por mis rebaños.
—No, eso no ser —contestó la curandera sonriendo—.Yo ayudo a tus rebaños, así que no preocupación. Noto tu mauri fuerte. Hoy pasado algo bueno.
«Mauri» significaba la fuerza vital de una persona. Jack se la imaginaba como un aura que, de un modo u otro, la curandera era capaz de percibir. No era la primera vez que lo desconcertaba con el reconocimiento de su estado de ánimo.
—Es posible. Pese a la noticia de los chupasangres, ha sido un día muy bueno.
—¿Has encontrado wahine?
Daba la impresión de que Moana también sabía leer el pensamiento.
—Pues sí, hoy he encontrado a una mujer, una muy particular. Es curandera como tú, pero pertenece a los pakeha.
Así eran denominados los blancos, entre los que también figuraba Jack. De todos modos, Moana no utilizaba nunca este concepto cuando hablaba de él. A estas alturas, él era para ella algo parecido a un hermano, aunque viviera en otra casa, tuviera la piel pálida y no llevara tatuajes.
—Una curandera traerte a ti mucha mana. ¿Quieres tú casar con ella?
—¡No, no, Moana, eso no! —se defendió él, aunque reconocía que la idea le resultaba muy estimulante.
—¿No guapa?
—Al contrario, es muy guapa, pero todavía no la conozco.
Llevaba ya un tiempo sin haber tenido una relación con una mujer, y, si era sincero, ciertas noches anhelaba tener un cuerpo cálido a su lado. En cualquier caso, Ricarda Bensdorf no era una mujer que uno pudiera llevarse para pasar un par de noches. Era fuerte y voluntariosa, y seguro que no se dejaba impresionar por los cumplidos. Para conquistarla, un hombre tendría que hacer algo especial. Con su belleza le había recordado a su difunta prometida, aunque Emily era rubia y delicada. Y la señorita Bensdorf se parecía en temperamento más a las mujeres de su familia por parte de padre que a la silenciosa Emily.
—Entonces tú tienes conocerla. Corazón sabe antes que cabeza lo que ser bueno para ti.
—Eso es fácil decirlo, Moana. —Jack no pudo reprimir un suspiro. Tantas veces se había equivocado su corazón…—. Tú eres una mujer feliz. Al fin y al cabo, Rameka es tu tane, y te tiene a ti. Debe de ser un hombre muy afortunado.
—A veces sí es, pero a veces también contento si yo abandono cabaña.
—Entre nosotros las cosas no son diferentes. Pero si amas a una mujer, estás deseando que regrese enseguida cuando se ha ido.
La sonrisa de Moana fue una respuesta lo suficientemente elocuente.
En el poblado, la curandera se metió en su cabaña, decorada de manera especialmente primorosa. El gran prestigio del que gozaba entre su pueblo se manifestaba también en las suntuosas tallas que adornaban la fachada.
Moana lo había invitado a entrar en su casa. Jack no había rechazado la invitación, pero sí le había pedido cortésmente si podía aplazar la visita para más adelante, pues tenía que reunirse de nuevo con su ganado antes del alba. De ahí que se quedara fuera esperando mientras paseaba la mirada por la plaza en la que acostumbraban a reunirse los maoríes. Justo al lado se alzaba una tiki, una de esas majestuosas estatuas humanas que abundaban en la comarca y que para Jack seguían siendo un enigma. Las cabañas se hallaban dispuestas, a cierta distancia unas de otras, en torno a este punto central. Allí estaban reunidos los vecinos charlando amigablemente, mientras unos cuantos guerreros jóvenes explicaban con gestos desmesurados el tamaño de su botín de caza. Desde lejos, algunas mujeres jóvenes y niñas miraban a Jack con curiosidad.
Entre los blancos las mujeres maoríes tenían fama de ser de una mentalidad muy abierta, de lo que se aprovechaban en exceso hombres como Bessett. A Jack, en cambio, eso no le cabía en la cabeza. No porque no encontrara atractiva la piel acastañada de las mujeres jóvenes, sino porque respetaba a los indígenas, en especial a los de la tribu con la que convivía. Por eso no les prestó a las niñas más atención que una sonrisa fugaz, lo que sin embargo bastó para que juntaran las cabezas, se pusieran a cuchichear y estallaran en una carcajada. Rara vez se encontraban con hombres de piel clara y sin tatuajes. Para su sustento, los nativos no tenían necesidad de ir a la ciudad. Los maoríes se alimentaban a base de kumara, batatas, puha, una planta palustre, ika, pájaros, y manu, pescado. Asimismo conocían diversas raíces y frutos comestibles que abundaban en la isla. Lo que no podían adquirir lo plantaban en campos y huertos. No necesitaban más. De ahí que solo se acercaran a Tauranga cuando tenían que regularizar algo con las autoridades o cuando un suceso despertaba su curiosidad. Los misioneros que trabajaban alrededor de la ciudad se esforzaban por acercarlos al cristianismo, pero los indígenas se aferraban a sus dioses Papa y Rangi.
No obstante, la influencia de los blancos era inevitable. Algunos maoríes hablaban inglés a la perfección y trabajaban de intérpretes para los colonos, e incluso ya se vestían a la manera europea, porque los habían convencido de que su vestimenta primitiva era un tanto desvergonzada. Jack no sabía si dar eso por bueno. Los nativos vivían en unas condiciones tan paradisíacas, que cualquier adaptación al mundo exterior solo podía significar la destrucción de su Jardín del Edén, cosa que ya se proponían hombres como Bessett. Aunque el inglés no pudiera imponer su plan de traslado de la población, cabía temer que azuzara a su gente contra los maoríes y provocara luchas, para convencer a las autoridades de la necesidad de arrinconar a la población autóctona. Bessett era un prepotente sin escrúpulos al que había que poner freno.
Moana sacó a Jack de sus cavilaciones.
—Toma. Mismas hierbas que última vez. Da animales esta noche —dijo, ofreciéndole un paño en el que había envuelto las hierbas curativas.
Jack asintió con la cabeza. Aún estuvo tentado de darle las gracias, pero los maoríes tenían sus propias reglas al respecto. No agradecían con palabras, sino que hacían algo el uno por el otro. Ahora era cuando tenía que haberle dado la tela, pero Moana entendió de todas maneras que ese regalo era el agradecimiento por su ayuda. Se despidió amablemente y mientras cabalgaba adentrándose en la oscuridad, oyó que las muchachas entonaban una canción. Sonidos que de día no se oían quedaban ahora suspendidos en el aire. La maleza crepitaba a su alrededor, mezclándose con toda clase de reclamos desconocidos. Jack se sentía observado y perseguido por numerosos ojos.
Al poco rato, distinguió a lo lejos un resplandor. Los alojamientos de los que trabajaban en la granja estaban muy iluminados; los hombres que por la tarde eran relevados de la guardia nocturna se disponían a descansar.
Aunque Jack sabía que Kerrigan todavía estaba levantado, no quería molestarlo. Pasó por la granja y se dirigió a los pastos y al corral con los animales aislados. Allí esparció las hierbas en el pesebre en que normalmente se les echaba el forraje a las ovejas. Mientras Jack observaba el ganado, recordó las palabras de Moana.
«El corazón sabe antes que la cabeza lo que es bueno para ti.»
En lo que atañía a la joven doctora, el corazón y la cabeza de Jack se mostraban de acuerdo: seguro que merecía la pena conocer más a fondo a la señorita Bensdorf. Era como la primera vez que vio a Emily.
Pero cada cosa a su tiempo. Al fin y al cabo, no podía plantarse delante de su puerta y decirle lo que sentía. El destino decidiría. Si ella era la mujer que le convenía, volvería a cruzarse en su camino. Moana, con su sentido común, probablemente se hubiera reído de eso, pero Jack creía tan firmemente en el poder del destino como en otro tiempo había creído su madre.
Esa noche, Ingram Bessett no estaba en su casa. Su magnífica finca en las afueras de Tauranga aún seguía iluminada por los arreboles del sol vespertino, mientras paseaba por los jardines floridos que había mandado plantar. La paz que allí reinaba en realidad debería haberle calmado, pero algo ardía en su interior que le impedía tranquilizarse. Ensimismado, se agachó a acariciar a su perro, que se arrimaba a sus pies. A diferencia de las personas, los perros son criaturas de las que puede uno fiarse, pensó. Una vez más, su mujer se había retirado a sus aposentos con el pretexto de que le dolía la cabeza, y su hijo se había marchado a Wellington. No tenía a nadie a quien poder confiar sus preocupaciones ni con quien compartir sus pensamientos. Pero había aprendido a arreglárselas solo y a tomar decisiones sin el consejo de nadie.
Al incorporarse, un dolor le atravesó todo el cuerpo como si alguien le hubiera clavado un cuchillo en el vientre. ¡Maldito ardor de estómago! ¡Y todo por culpa de ese Manzoni! ¡Pero se las pagaría ese malnacido!
Su negativa a apoyarle en su propósito no era lo peor. Mucho más lamentable era que hubiera sacado a relucir el asunto de la maorí. Eso nunca se lo perdonaría. ¿Se lo habría contado alguna de las brujas maoríes?
Seguramente, Taiko habría ido en busca de una de su tribu para consultarle si estaba embarazada o no. Al parecer, esas hembras no conocían lo que es guardar un secreto.
Debería haberlo sabido, pensó Bessett.
En cuanto cogió a esa chica como empleada, sabía que se la llevaría a su cama. Por eso, en previsión, le había adjudicado a Taiko una pequeña alcoba propia. Las mujeres maoríes eran muy bellas… y generosas. Solo de pensar en su piel cálida se le despertó la virilidad. Taiko era tan distinta de su esposa… Esta llevaba años aduciendo migrañas cuando él intentaba exigirle su deber conyugal.
El recuerdo de la primera vez aún excitó más a Bessett. Aquel día su mujer se había ido a la ciudad y las otras criadas tenían cosas que hacer en la cocina, cuando encontró a Taiko en su dormitorio arreglando el lecho matrimonial. En realidad, solo había entrado a coger el reloj de bolsillo, que había olvidado en la mesilla. Pero cuando vio los movimientos de su cuerpo esbelto bajo el vestido, la curvatura de su trasero y los pies descalzos, no pudo dominarse.
Agarró a la pequeña y la forzó a tumbarse en la cama. Para su sorpresa, la chica apenas ofreció resistencia.
Más tarde se enteró de que ella ya sabía que iba a pasar eso. Había interpretado bien las miradas de deseo que solía lanzarle.
Al recordarlo, el deseo de Bessett fue superior a sus fuerzas. Embarazada o no, tenía que acostarse ahora mismo con la maorí. De modo que regresó a la casa con paso decidido. Todo permanecía en silencio. Solo los acelerados latidos de su corazón le atronaban el oído. Maquinalmente, como un sonámbulo, subió las escaleras y pasó por la puerta del dormitorio tras la que se hallaba tumbada su mujer, en la penumbra, con paños fríos en la frente.
Sin llamar a la puerta, entró en la alcoba de Taiko. La chica estaba tumbada encima del estrecho camastro como Dios la trajo al mundo, pues no se había acostumbrado a ponerse el camisón. Taiko dormía como solía hacerlo en su casa.
Se despertó sobresaltada al oír sus pasos. Bessett encendió la luz y se abalanzó sobre ella sin rodeos.
—Tranquila, gatita —susurró, mientras se desabrochaba los pantalones.
La visión de su cuerpo firme y terso lo excitó tanto que tuvo que tener cuidado de no eyacular antes de penetrarla. Apenas se le notaba el embarazo. Bajo el ombligo, el vientre se abultaba un poco, pero eso la hacía aún más atractiva. Apartando la idea del niño que crecía en su interior, Bessett se tumbó a su lado.
Mientras le introducía la lengua en la boca, por un momento pensó que la echaría de menos cuando ella se marchara. Pero ya encontraría otra con la que poder divertirse. Seducido por este pensamiento, el deseo de Bessett alcanzó cotas inconmensurables. Bruscamente apartó los labios de la boca de Taiko, le separó los muslos y la penetró con un fuerte empujón. Con arreglo al acuerdo tácito al que habían llegado, Taiko apenas emitía sonido alguno mientras él se movía sobre ella. Tan solo se oían los gruñidos de Bessett, y cuando ya creía que le iba a estallar la cabeza por el fuerte bombeo de la sangre, todo había terminado.
Durante un momento permaneció tumbado encima de ella, y Taiko soportó el peso, como siempre, en silencio y con una sonrisa soñadora.
Bessett no recordaba que Jenna hubiera sonreído nunca de esa manera cuando él le hacía el amor. Jenna. Su mujer no debía enterarse por nada en el mundo de que había engendrado un descendiente con otra. Pronto la redondez de la barriga de Taiko alimentaría esa sospecha…
Cuando se levantó, ella aún seguía sonriendo.
—¡Vas a volver al pueblo! —le ordenó Bessett en tono cortante, mientras se arreglaba la ropa—. Espero que mañana temprano abandones mi casa.
A Taiko se le heló la sonrisa; sin embargo, guardó silencio. Su linda cara enmarcada por un pelo rizado negro y sus grandes ojos oscuros expresaban una tristeza que a cualquiera le habría partido el alma. Pero Bessett no sentía nada.
Una vez satisfecha su lujuria, se acordó de nuevo de Manzoni y de que ahora por fin tendría oportunidad de vengarse por el daño que le había infligido en la reunión.