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Jack Manzoni intentaba hacerse el nudo de la corbata delante del espejo. Ese trozo de seda de color gris plateado que acababa de ponerse de moda resultaba más testarudo que cualquier caballo. Ganas le daban de tirarlo a un rincón y cambiarlo por el pañuelo de cuello que llevaba habitualmente. Pero en la inminente reunión de los granjeros desentonaría, como también lo haría la basta camisa, el chaleco y los pantalones de trabajo que solía ponerse.

Cuando por fin logró hacerse un nudo de su agrado, echó un último vistazo a su figura. La levita negra le sentaba perfectamente y hacía juego con el chaleco y la camisa blanca como el jazmín. Las piernas se las había embutido en unos calzones de montar. Llevaba unas botas impecablemente lustrosas, pues su madre le había enseñado que a una persona se la conoce por su calzado.

Luego se pasó la mano por las mejillas recién afeitadas y se retiró un mechón de pelo de la frente. Mamá estaría orgullosa de mí, pensó. Pese a haber cumplido treinta y cinco años, conservo el pelo negro y rizado, que recuerda a nuestros antepasados italianos, al igual que mis ojos castaños claros y mi tez aceitunada.

La reunión de los hombres de negocios y los granjeros se celebraba cada cuatro meses en el Hotel Tauranga. No solo compartían sus problemas, sino que además procuraban impresionarse mutuamente con los propios éxitos. Jack Manzoni era uno de los granjeros más importantes. Su finca abarcaba unas mil hectáreas, gran parte de las cuales aún seguían siendo bosque. Parte de la tierra se la había comprado a los maoríes a cambio de garantizarles el derecho a instalarse en ella y a cazar para su propio sustento siempre que quisieran.

Los conflictos entre la población autóctona y los ingleses estaban aún muy lejos de terminar. De ahí que muchos blancos miraran a los indígenas con la mayor desconfianza. También el padre de Manzoni había percibido que entre los maoríes y los colonos reinaban interpretaciones muy distintas en lo que se refería a la tierra. Los maoríes consideraban arrendamiento lo que los ingleses contemplaban como una compra, por lo que podía ocurrir que los terrenos fueran concedidos varias veces. Naturalmente, los blancos habían estafado a los terratenientes indígenas, ya que eso era más fácil que familiarizarse con la enrevesada lengua maorí. Los consiguientes conflictos y peleas habían dado lugar a graves desavenencias entre los dos pueblos, y sin duda tendría que pasar todavía un tiempo hasta que se vieran con simpatía.

Manzoni creía estar haciéndolo lo mejor posible. Los maoríes de sus tierras le permitían el acceso a su poblado y algunos miembros de la tribu le visitaban en su granja. Su relación se caracterizaba por el respeto mutuo.

De camino hacia la puerta pasó por el salón, donde había un piano que, en su día, perteneció a su madre. Tengo que deshacerme de una vez de él, pensó Jack. Desde que murió Emily, no sirve para nada. Seguramente esté completamente desafinado.

Emily, su prometida, llevaba ya muchos años enterrada, pero cada vez que veía el piano se acordaba de ella y de las maravillosas notas que le sacaba al instrumento. Unas melodías de la más pura armonía y belleza. Ninguna mujer de las que la siguieron y conquistaron su corazón por una breve temporada había tenido sentido musical. Y ninguna había sido tan guapa como Emily.

Jack suspiró. Ya has llorado bastante su muerte, se amonestó. ¡Céntrate en el presente!

En el porche le salió al encuentro su capataz, la expresión de su cara delataba cierta tensión.

—¿Qué ocurre, Tom? —preguntó Manzoni, sabiendo que algo iba mal.

Tom Kerrigan, oriundo de Texas, no era un tipo gruñón; solo se le ponía esa cara cuando algo lo afligía.

—Vengo de la dehesa —respondió el capataz—. Algunos de los animales tienen garrapatas. Esta mañana he visto que se frotaban contra los árboles, lo que suele ser mala señal.

Manzoni asintió respirando hondo. Con lo bien que habían estado todo el año, ahora, justo antes del esquileo, otra vez las dichosas garrapatas. Solo confiaba en que el daño pudiera repararse antes de que se echara a perder toda la lana.

—¿Cuántos animales están afectados? —se interesó Jack, llevándose instintivamente la mano al crucifijo que llevaba colgado del cuello.

No es que fuera especialmente creyente, pero el crucifijo, que había pertenecido a su madre, era para él como un talismán, y tenía la costumbre de tocarlo cuando intuía malas noticias.

—He visto a cinco que se frotaban. Creo que a estas alturas habrá unas veinte las ovejas con bichos en la piel. Ya les he dicho a los muchachos que examinen la lana de cada una. Será un trabajo de mil demonios, pero así nos ahorraremos pérdidas después de que las trasquilemos.

Manzoni se quedaba siempre impresionado de lo bien que pensaba su capataz.

—Aislad a los animales afectados y encerradlos en el otro corral. Y examinad a fondo uno por uno. Cuando termine lo de Tauranga, iré a ver a Moana para que me dé alguna de sus hierbas.

Aunque también había productos químicos contra las garrapatas, estos tenían el inconveniente de que la lana se descoloraba tras su aplicación. Y eso abarataba el precio. Y dado que Jack no era uno de los magnates ovinos de la isla, necesitaba todas las libras que pudiera sacar. De manera que volvería a intentarlo con el remedio de los maoríes.

Tom Kerrigan era uno de los pocos que creían en las artes curativas de los maoríes y no las tildaban de superchería. Poco después de entrar a trabajar en la granja, le había contado a Manzoni que los curanderos de los indios tenían remedios parecidos y que, en una ocasión, fue salvado por uno de ellos cuando los médicos blancos ya lo habían desahuciado.

—De acuerdo, jefe. Así se hará. Procure no aburrirse mortalmente en la reunión.

—No te preocupes —contestó Manzoni con una sonrisa.

Luego vio cómo su capataz desaparecía en dirección a la dehesa. Kerrigan era una auténtica joya para su granja y por nada del mundo debía permitir que el texano fuera contratado por otro granjero. Antes que perder a su capataz, empeñaría hasta su última camisa.

Jack paseó la mirada por los enormes kauris que rodeaban su hacienda. Hacía mucho tiempo que no llovía. Cuando la madera se mojaba, reventaban partes de la corteza y la resina despedía un aroma embriagador como no lo había en ninguna otra parte del mundo. Solo aquí, en la tierra que los maoríes llamaban Aotearoa, la tierra de las nubes blancas y alargadas.

Los kauris eran los guardianes de su granja. Dos de ellos, cuyas copas estaban entrelazadas, formaban un arco natural que daba acceso a su hacienda. Cuando se estableció aquí su padre, ya estaban esos gigantes, y mientras no los partiera un rayo sobrevivirían también a Jack. Quizá incluso a sus descendientes, si es que alguna vez los tenía…

El impaciente relincho de los caballos, ya enjaezados por su mozo de cuadra, lo despertó de sus ensoñaciones. Los dos bayos buscaban con la mirada a su amo, como apremiándole a que se montara de una vez en el coche.

En realidad, Jack también podría haber ido a Tauranga cabalgando, pero como tenía que hacer varias cosas, el carruaje le resultaba más cómodo. Se subió al pescante, cogió las riendas e hizo restallar el látigo sobre las cabezas de los caballos. Hábilmente, viró el coche y lo condujo hacia la puerta flanqueada por árboles.

El camino que llevaba a la ciudad pasaba al lado de sus dehesas, que se extendían como un manto verde sobre suaves colinas. Su padre había convertido esa tierra en lo que era ahora. Jack miró con satisfacción sus ovejas, que desde la distancia parecían nubecitas blancas salpicando un cielo verde. El recuerdo de las garrapatas enturbiaba un poco su alegría, pero la vida era un cúmulo de desafíos. Acabar con los parásitos no sería tan desagradable como lo que ese día le esperaba de nuevo en la ciudad. Pero Jack tampoco le tenía miedo a eso, de modo que arreó a sus caballos porque no quería llegar cuando ya hubiera empezado la reunión.

Contenta de poder salir al fin del estrecho camarote, Ricarda se apoyó en la borda y esperó a que fijaran el puente de desembarco a la pasarela de madera. El abrigo lo había echado encima de la maleta; seguramente allí no lo necesitara por un tiempo. Si el sol conseguía abrirse paso a través de la algodonosa capa de nubes, hasta el vestido le daría demasiado calor.

Desde el primer momento, Ricarda se había sentido fascinada por la visión de Tauranga. Por lo que podía reconocer desde lejos, su arquitectura se diferenciaba por completo de la de Alemania y Suiza. Al fondo de la ciudad se alzaba un paisaje que le recordó a la jungla.

Entre los árboles de fronda, que sí se parecían un poco a los de su tierra, destacaba aquí y allá una palmera recortada contra el cielo. Al dirigirse hacia el puerto, habían pasado justo al lado de la lengua de tierra y del monte Maunganui. Ya desde lejos, Ricarda se había sentido impresionada por semejante coloso. El aire estaba impregnado de un aroma extraño. Se imaginó que era el olor a aceite de ballena, que incluso encubría el olor del agua salobre.

En el puerto reinaba una frenética actividad; era evidente que a algunos viajeros los esperaban. Ajetreados mozos de cuerda de diferentes razas recorrían apresuradamente el muelle.

—Señoras y señores, tengan la bondad de abandonar el barco —se oyó, y solo entonces se dio cuenta Ricarda de que, fascinada por la panorámica, se había perdido el atraque.

Al ver que los pasajeros ya estaban recorriendo el puente de desembarco, se puso a la cola con su maleta.

Mientras esperaba pacientemente, el sol terminó de salir por completo. Su fuerza era de tal intensidad, que a Ricarda le empezó a picar la herida de la cabeza. Como se le había curado bien y el médico de a bordo le había quitado los puntos, por suerte no hizo falta que le pusieran una venda.

—Espero que haya tenido un viaje agradable, señorita —dijo el oficial encargado de despedir a los pasajeros.

Ricarda asintió sonriente, pese a que de pronto le habían entrado ganas de llorar.

Una sensación de desamparo se apoderó de ella. Allí se quedaba únicamente a merced de sí misma. En ese confín del mundo no tenía amigos ni compañeros de estudios ni conocidos. Por si fuera poco, sus conocimientos sobre ese país eran muy limitados. Pero allí era libre. Sus padres ya no podían imponerle nada. Ese pensamiento se llevó por delante las demás sensaciones y reavivó su curiosidad, que aumentaba a cada paso que daba.

Al poco rato, dejó el puerto atrás y llegó a un paseo marítimo aparentemente interminable en el que se habían establecido numerosas empresas como Harvey & Kirk, M. J. Brennan & Co o Butt Brothers. Había tiendas y talleres de lo más variopinto. Ricarda vio una carnicería, una sastrería y hasta unos grandes almacenes; desde luego, en lo referente al aprovisionamiento de bienes, no tenía por qué preocuparse.

En esta calle también bullía un hervidero de gente; jinetes y carruajes intentaban abrirse paso a través de la multitud. Por su densidad, el tráfico se asemejaba al de Berlín o Zúrich, si bien la sensación que tenía allí Ricarda era la de haber retrocedido unos años en el tiempo. Las aceras constaban solo de madera y la calzada no estaba pavimentada, con lo cual quedaban marcados los surcos de las ruedas de los coches. En ese momento el suelo estaba seco, pero cuando llovía se convertía en un lodazal en el que inevitablemente se echaba a perder el calzado y los dobladillos de las faldas.

Pero Ricarda no había ido hasta allí para echar de menos las comodidades dejadas atrás.

Como primera medida, tenía que encontrar alojamiento, una pensión o un hotel. Pero por más que buscaba no veía ningún letrero en el que se anunciara el alquiler de habitaciones. Así que no le quedó más remedio que preguntar.

—Perdone, ¿le importaría indicarme dónde puedo encontrar un hotel o una pensión?

Las mujeres se detenían a mirarla de arriba abajo. Ricarda se había cambiado el vestido de viaje, lleno de manchas, por otro más limpio, pero de pronto no se sentía a gusto.

—Lo mejor es que vayas donde Molly, cariño, que alquila habitaciones y no te despluma. El Hotel Star te pega un sablazo tremendo y en el Tauranga te puedes encontrar con chinches entre las sábanas. Molly te gustará, ya verás.

Ricarda se sorprendió por la forma de expresarse de las mujeres. ¿O las habría entendido mal?

—Y ¿dónde puedo encontrar a la tal Molly? —preguntó con cierta inseguridad.

—Sigue un trecho bordeando la playa y al llegar al almacén de Spencer gira a la izquierda. Sube por el callejón y enseguida lo verás.

—Muchas gracias —contestó Ricarda sonriendo.

—¡No hay de qué, cariño!

Las señoras retomaron la conversación. Pero al volverse, Ricarda tuvo la sensación de que le taladraban la espalda con la mirada.

Recorrió el paseo a grandes zancadas hasta llegar a un letrero que anunciaba con letras grandes «Spencer & Co.-Almacén». En el escaparate vio productos capilares, polvos analgésicos, crema para reafirmar la piel y tinturas milagrosas contra el dolor de muelas, la migraña y las sabandijas, además de detergentes, jabón de piedra y perfume. A Ricarda le dio la risa cuando, en un rincón discreto, descubrió incluso un producto para fortalecer el vigor masculino.

Al doblar la esquina, le salieron al encuentro dos perros que ladraban. Ricarda retrocedió asustada. Los animales pasaron a su lado; sencillamente se perseguían el uno al otro. Los otros transeúntes parecían acostumbrados porque no le dieron ninguna importancia.

Cuando siguió andando, sonó a su espalda un agudo silbido. Al principio, Ricarda creyó que llamaban a otra persona, pero luego oyó una voz masculina que le decía:

—Eh, preciosa, ¿buscas un hombre?

Al volverse vio a dos hombres jóvenes sentados en un porche y vestidos con ropa de trabajo. A su lado tenían una lata que probablemente contuviera el almuerzo.

De haber sido por su educación, Ricarda tendría que haberse mostrado escandalizada o haber dado muestras de que esas no eran maneras de dirigirse a una dama. Pero encontró gracioso verlos allí sentados, confiando en conquistarla, y, sin querer, se echó a reír y siguió andando.

Aquí los edificios distaban bastante unos de otros; no había estrecheces como en Berlín. En medio proliferaba el verde, y en las copas de los árboles revoloteaban pájaros de colores cuyos trinos le resultaban extraños.

Detrás de una empalizada pintada de blanco, de la que colgaba, balanceándose al viento, un letrero en el que ponía «La pensión de Molly», se alzaba una casa de dos pisos, además de la planta baja, con porche que a Ricarda le recordó los cottages ingleses que tanto había admirado en las revistas. De las ventanas colgaban maceteros con una gran profusión de plantas exóticas.

A Ricarda le gustó la casa. Abrió la portezuela del jardín y se dirigió hacia la entrada por el camino empedrado. En cuanto tocó el timbre, le abrió la puerta una mujer alta y robusta. Su tez se asemejaba a la de una italiana del sur. En cambio, por su cabello pelirrojo parecía irlandesa. Unos cuantos mechones plateados en medio de los rizos delataban su edad.

—¿Qué puedo hacer por usted, señorita? —preguntó, después de mirarla también de arriba abajo.

—¿Es usted Molly? —preguntó Ricarda, mientras se oía un ladrido al fondo.

Sin duda, la patrona tenía un perro. A Ricarda le vino un olor a hierbas desconocidas y a pan recién hecho.

—Sí, esa soy yo. Molly Flannigan. Y usted parece recién llegada. —Molly miró el abrigo, encima de la maleta—. De Europa, ¿no?

—Sí, de Alemania —asintió Ricarda—. Soy Ricarda Bensdorf. En la ciudad me han recomendado su pensión.

La mujer la examinó durante otro rato antes de decir:

—Pues entonces pase al saloncito.

El «saloncito» era una habitación bastante grande con chimenea, un rincón para sentarse y un aparador debajo de una de las ventanas que daban al patio. Junto a la escalera de subida había un atril de madera con un cartapacio encuadernado en piel que probablemente sirviera para registrar a los huéspedes. Una tablilla de llaves colgada de la pared completaba la recepción.

—¿Está usted de paso o piensa quedarse más tiempo?

En realidad, quiero quedarme aquí para siempre, pensó Ricarda, pero respondió:

—Tengo idea de quedarme una temporada.

—Su aspecto no es el de la típica emigrante. La mayor parte de ellos llegan completamente desarrapados, y muchos van a parar a Wellington. Algunos se alojan en el Star o en el Tauranga.

—Esos me los ha desaconsejado la señora que me ha recomendado a usted.

—Parece que tiene buen gusto esa señora. ¿No sabrá por casualidad cómo se llama?

Ricarda negó con la cabeza.

—Bueno, tampoco importa demasiado. En cualquier caso, puede estar segura de que aquí solo vive gente de buenos modales; a los demás no los admito bajo mi techo.

Ricarda no podía permitirse opinar sobre el Hotel Tauranga, pero estaba satisfecha con lo que había visto de la pensión.

—El alquiler de la habitación cuesta tres libras al día, incluidos el desayuno y la cena. De lavar la ropa, sin embargo, tiene que encargarse usted misma; mis huéspedes comparten el lavadero. Está en un pequeño pabellón que hay en el patio. Los caprichos en la comida solo los consiento en caso de enfermedad; por lo demás, solo hay un menú para todos.

Molly dejó que Ricarda echara un vistazo antes de preguntar:

—¿Y bien? ¿Se ha decidido?

Ricarda paseó la mirada por los muebles, la chimenea y los bordados enmarcados que colgaban de la pared. La alfombra presentaba algunas partes desgastadas; si se miraba con atención, se podía reconocer una especie de sendero en el crespón con dibujos, que probablemente coincidiera con el camino que recorrían habitualmente los huéspedes.

—Sí, me encantaría quedarme.

—Bien. Entonces le enseñaré su habitación. Si le gusta, puede instalarse enseguida y sentirse como en su casa.

Molly cogió una llave del gancho y condujo a Ricarda al segundo piso.

—Aquí no puede esperar las comodidades de un hotel de lujo; yo más bien comparo mis habitaciones con las de las residencias de estudiantes —le explicó Molly.

—Oh, eso no me importa.

Ricarda omitió añadir que ella había sido estudiante y sabía a la perfección lo que quería decir, pues en ese momento un perro de pelo corto castaño y orejas grandes se le encaramó ladrando y meneando el rabo.

—¡Fuera, Rufus! ¿No ves que vas a espantar a nuestra nueva huésped?

Ricarda lo miró con cierta aprensión, esperando que el perrillo no se le metiera por debajo de la falda y le mordiera un tobillo. No parecía rabioso, pero Ricarda sabía por experiencia que las mordeduras de perro podían provocar graves inflamaciones.

—No hace nada —la tranquilizó Molly, adivinando sus temores—. Solo desconfía un poco de los desconocidos al principio. Pero por lo que menea el rabo se ve que no tiene ninguna hostilidad hacia usted.

Sin dejar de ladrar, Rufus las siguió hasta una de las puertas de las habitaciones. Allí enmudeció y se sentó junto a la puerta de enfrente.

—¿Lo ve? Ya se ha acostumbrado a usted —observó Molly, abriendo la puerta.

La habitación quedaba justo debajo del alerón del tejado, de modo que Ricarda, desde la ventana, divisaba toda la calle y, a lo lejos, también podía ver el monte Maunganui. Los muebles eran sencillos: una cómoda, un tocador con palangana y jofaina, un armario ropero, una cama y un escritorio con silla. Un ajado empapelado de rosas cubría las paredes; a Ricarda le gustó ya solo porque su madre lo hubiera calificado de «cursi».

Como la habitación no tenía ningún toque personal, Ricarda lamentó un poco no haberse llevado algo que la hiciera más acogedora. Pero se consoló pensando que pronto tendría una casa propia que podría decorar a su gusto. Hasta entonces dibujaría o compraría unos cuadros y los colgaría de la pared. De todas maneras, esta habitación era infinitamente mejor que el cuchitril que tenía de estudiante en Zúrich.