8

Hola, señorita, ¿se encuentra usted bien?

El timbre de la voz masculina logró sacarla de la oscuridad. Ricarda abrió los ojos. Al principio solo vio una mancha de color difuso, que poco a poco se fue convirtiendo en la cara del médico de a bordo. Como casi todos los miembros de la tripulación, era inglés, un hombre amable de ojos azules, pelo rubio y ralo y un bigote que podía ser la envidia del mismísimo káiser Guillermo.

Aunque el hombre se había dirigido a ella en inglés, Ricarda contestó en alemán.

—Sí, estoy bien.

El hombre la miró extrañado y luego sonrió.

—¡Pero si es usted la german nurse!

Ricarda asintió con la cabeza y esta vez respondió en inglés.

—Sí, esa soy yo. ¿Qué ha pasado?

—Se ha golpeado levemente la cabeza, pero por lo demás no ha pasado nada. Me ha llamado una de las pasajeras.

Ricarda quiso incorporarse, pero un dolor punzante en la nuca la obligó a tumbarse otra vez en la cama. Cuando miró al techo, se dio cuenta de que aquello no podía ser la enfermería del barco. La habitación más bien parecía un camarote. ¡Era su camarote!

Poco a poco fue recuperando la memoria. Había oído llorar a alguien… De repente, le vino la imagen de la mujer inclinada sobre el hombre inconsciente.

—¿Qué le ha pasado al hombre del camarote número 9?

Inmediatamente, el médico se puso serio.

—Usted quería ayudarlo, ¿verdad?

Ricarda asintió.

—Sí. Oí llorar a su mujer y quise ir a ver lo que pasaba.

—Eso la honra. Por desgracia, el hombre ha sufrido un infarto de miocardio y no ha sobrevivido. Ni siquiera yo habría podido hacer más por él.

Pero quizá yo hubiera podido salvarlo, pensó Ricarda, de haber tenido la oportunidad…

—¡No le dé más vueltas, señorita! A veces, la naturaleza es implacable. Ni siquiera un médico puede salvar a todo el mundo. Es amargo reconocerlo, pero por más conocimientos que se tengan, forzosamente hay que aceptar esa inexorabilidad.

Ricarda no sabía si darle la razón. Solo sabía que ella no quería darse tan rápidamente por vencida, pese a que la naturaleza la hubiera puesto fuera de combate.

—El barco —se acordó de repente—. Ya no se mueve con tanta fuerza.

—En efecto —dijo el doctor sonriendo—. Hace unas horas que ha cesado la tormenta. ¡Gracias a Dios! Ya me veía en el fondo del mar.

Las palabras del médico eran como un rayo de sol rompiendo una oscura capa de nubarrones. ¡Había cesado el temporal! El barco no había reventado. El viaje podía continuar.

—Dentro de un par de millas marinas veremos tierra. Este no es el primer viaje que hago en este barco, ¿sabe? El más turbulento quizá sí, pero no el primero. Apostaría mi estetoscopio a que pronto llegaremos.

Una sonrisa iluminó ahora el rostro de Ricarda. Nueva Zelanda. Lo conseguiría. Allí iniciaría una nueva vida.

—Por cierto, ahora que hablamos del estetoscopio —dijo el médico, sacando del bolsillo de la chaqueta el instrumento que había perdido Ricarda al caerse—. Esto debe de ser suyo.

Ricarda asintió y alargó la mano para cogerlo.

—Gracias.

—A decir verdad, es asombroso ver un estetoscopio tan bueno en manos de una enfermera.

—Es un regalo —le explicó Ricarda, sin necesidad de mentir—. Me lo regaló un médico al que en otro tiempo apreciaba mucho.

Al acordarse de su padre, se le hizo un nudo en el estómago. ¿Cómo habría reaccionado ante su partida? ¿Estaría enfadado? ¿O se habría dado cuenta de que había cometido un error? A lo mejor Ricarda no lo llegaba a saber nunca.

El médico de a bordo interpretó su silencio como un deseo de descansar.

—Ahora la voy a dejar sola. Hay bastante gente que se ha dado un coscorrón al encabritarse nuestro caballito.

Ricarda asintió con la cabeza e hizo una mueca al notar de nuevo las punzadas.

Al darse cuenta, el médico añadió:

—Le he dejado analgésicos encima de la mesilla, por si le sigue doliendo. Ah, y tenga cuidado al peinarse; le he tenido que dar unos puntos en una herida contusa. No conviene que las puntadas de la sutura queden colgando.

—¿Una herida contusa? —preguntó Ricarda—. Antes no me ha hablado de ninguna herida.

—Es que enseguida me ha preguntado por el pasajero del camarote número 9 —respondió el médico con una sonrisa—. La herida no entraña peligro; no obstante, he tenido que coserla. Antes de abandonar el barco, debería venir a verme para que le quite los puntos.

—Gracias, doctor.

—No hay de qué. Y si necesita algo, hágamelo saber.

Cuando se fue el médico, Ricarda se levantó con cuidado de la cama. En la mesilla encontró efectivamente los polvos contra el dolor. Disolvió el contenido de un sobrecito en un vaso de agua, dejado allí también por el doctor, y se lo bebió. Con el sabor amargo del medicamento le entró la necesidad de agitarse, pero Ricarda se aguantó por miedo a la cabeza lesionada.

A continuación, recorrió el camarote a tientas y se dirigió a la cómoda. Como estaba atornillada a la pared, con la tormenta únicamente se habían abierto los cajones, pero eso no le importaba. Quería acercarse al espejo, que colgaba un poco torcido de la pared.

Al ver su imagen reflejada en el espejo, Ricarda se asustó. La sangre de la herida le había dejado unas manchas de color marrón herrumbroso en el pelo y en la frente. La venda era alarmantemente grande, pero quizá lo fuera para que las capas de gasa le impidieran ver la herida. Después de palparse la cara y atusarse el pelo, volvió a la cama.

¿Qué dirían sus padres si la vieran así?

Al partir de Hamburgo, cuando estaba en la cubierta del Anneliese para despedirse de su patria, Ricarda se había imaginado la figura de su padre entre los que decían adiós. Al mismo tiempo, sabía que eso era imposible. Ahora se preguntaba cómo se encontraría, y cuando adquirió conciencia de que no se enteraría, sintió una leve congoja. Pero ya no había vuelta atrás. El Madelaine, en el que había embarcado en Bristol, pronto llegaría a Nueva Zelanda.

Se cumplió la predicción del médico. El mar permaneció en calma y al cabo de un par de días aparecieron las primeras pardelas, señal de que ya no podía faltar mucho para llegar a su objetivo. Y, efectivamente, a las pocas horas se oyó desde la cubierta superior el grito de «¡Tierra a la vista!», y tanto los marineros como los pasajeros corrieron a asomarse a la borda.

Ricarda divisó una estrecha franja gris que apenas se diferenciaba de la línea del horizonte. Pero cuando a la mañana siguiente abrió los ojos, notó con claridad que algo había cambiado: el aire olía de otra manera y hacía más calor. A Ricarda ese aire le pareció también más suave, como un velo que acariciara sensualmente la piel. Sí, no había duda: el aire que absorbían sus pulmones era distinto. El olor omnipresente a carbón, hierro y grasa de las máquinas estaba impregnado de algo que auguraba esperanza y seguridad.

Se apoderó de ella una sensación de estar viva, un cosquilleo que le recorrió todo el cuerpo e hizo que saliera de la cama.

La claraboya redonda del camarote estaba bañada por el azul del cielo. Ricarda se puso enseguida la bata de color rosa pálido y se acercó a contemplar la pequeña vista. El mar tenía un color azul tan intenso como no lo había visto jamás. Los cormoranes se zambullían en el agua y volvían a emerger de las olas con su plumaje resplandeciente. Sin duda estaban cerca de tierra. Dentro de pocas horas, habría terminado la travesía.

Dos sentimientos opuestos se habían apoderado de Ricarda: por un lado, estaba la ilusión y la curiosidad ante un mundo desconocido y, por otro, el miedo de haber emprendido algo imposible. ¿Podría alcanzar aquí lo que en Alemania le estaba vetado?

Resueltamente, apartó estos pensamientos. ¡Se acabó lo de darle tantas vueltas a las cosas! Ahora lo que necesitaba era salir a tomar el aire.

Con el arrebato, a punto estuvo de salir del camarote en bata, pero afortunadamente se dio cuenta a tiempo.

A toda prisa se puso el vestido de viaje a cuadros blancos y negros y los botines.

Fuera, en cubierta, había unos cuantos marineros enrollando cabos. Con la humareda que despedían las chimeneas se formaban nubes grises de vapor. Las gaviotas no paraban de chillar.

Ricarda contaba con todo menos con que el Madelaine estuviera ya surcando las aguas cercanas a la costa. El paisaje fue una sorpresa para ella. En su fuero interno solo se había imaginado playas salpicadas de verdes palmeras, pero lo primero que divisó fue una montaña arbolada y un fiordo de color azul intenso. Tras unas rocas escarpadas se extendía el bosque y, un poco más allá, efectivamente, descubrió una playa ribeteada de palmeras.

—¿Puede decirme qué montaña es esa? —preguntó en un inglés todavía un poco deficiente.

Pero el marinero, que se hallaba sentado cerca de ella fumando en pipa, lo entendió.

—Es el monte Maunganui, un volcán extinto. En la Isla Norte hay un montón de ellos. De vez en cuando estalla alguno. Aunque de estos colosos se diga que están apagados, eso no significa ni mucho menos que permanezcan inactivos.

Ricarda contempló el cráter. ¿Escupiría fuego de verdad? Hasta entonces solo conocía los volcanes en erupción por las fotos, y aunque en el fondo le inspiraba un poco de miedo, se le despertó el deseo de ver alguno en plena actividad.

—¿Y Tauranga se halla situada justo al pie de ese volcán?

—No, en una lengua de tierra que hay al lado. Pero si el volcán volviera a entrar en erupción, la gente de Tauranga tendría que arreglárselas para salir pitando.

Ricarda no dijo nada, sino que continuó mirando la cumbre con escepticismo.

—No se preocupe, señorita —añadió enseguida el marinero—. La última vez que estalló fue hace muchísimo tiempo. Por aquel entonces solo vivían allí los maoríes. Creo que tanto usted como sus hijos pueden estar tranquilos, no entrará en erupción.

Hijos, pensó Ricarda, sintiendo un atisbo de añoranza que hasta entonces siempre había estado eclipsada por su voluntad de ser médico. ¿Tendré hijos algún día? Pero ¿por qué no habría de casarme y tener hijos cuando abra una consulta? Una hija que siguiera mis pasos sería algo maravilloso…

—De todos modos, debería tener cuidado con algunos animales que se arrastran por ahí.

—¿Se refiere a que hay serpientes en Nueva Zelanda? —preguntó Ricarda riéndose.

—No, señorita, en Nueva Zelanda no hay serpientes, pero sí otra clase de criaturas. Insectos gigantescos, por ejemplo, y murciélagos que corretean por el suelo. Ah, que no se me olvide: también hay ballenas. ¿Ha visto alguna vez una ballena?

—En los libros —respondió.

El marinero se echó a reír y le explicó:

—Antes trabajaba en un buque ballenero cuyo puerto de matrícula era Tauranga. He mirado a esos monstruos a los ojos. Créame: son capaces de tragarse a un hombre junto con su barco.

—Eso no me da miedo —contestó Ricarda, y la investigadora que había en ella se propuso estudiar a fondo la fauna y flora de su nueva patria.

—Parece usted valiente. Su esposo es un afortunado.

Ricarda dudó si contarle que no estaba casada. En ningún caso lo quería animar a hacer avances. Pero luego se reprendió a sí misma por sus prejuicios. ¡Ni que todos los hombres pensaran inmediatamente en casarse!

—No tengo marido —respondió, sin apartar la mirada del fascinante paisaje.

—Vaya, eso cambiará en Nueva Zelanda. Los hombres se desvivirán por hacerle la corte.

Ricarda lo ponía en duda. Nueva Zelanda podía haber introducido el derecho al voto femenino, pero eso no significaba ni mucho menos que las mujeres trabajadoras tuvieran posibilidad de casarse.

—Ya veremos —contestó escuetamente, y se despidió con una sonrisa.