Hasta el baile de Navidad se mantuvo el armisticio en la casa Bensdorf. Dejó de haber discusiones a la hora de la cena porque todos guardaban silencio tenazmente. Por fuera hacían ver que no pasaba nada.
Para distraerse y, sobre todo, para vestirse adecuadamente para el baile, la madre de Ricarda llamó a la costurera para que le hiciera un vestido nuevo. Cuando por fin llegó el gran día, pasó la mayor parte del tiempo con Rosa en su tocador.
Heinrich Bensdorf aún tenía pacientes que atender, pero Ricarda estaba segura de que eso no afectaría a su atuendo.
Finalmente, las manecillas del reloj marcaban casi las siete. El baile no empezaría hasta las ocho, pero los Bensdorf eran famosos por su puntualidad.
Mirándose en el espejo, Ricarda se preguntó qué podría hacer para que ninguno de los jóvenes hijos de los médicos, que sin duda le harían la corte en el baile, viera en ella a la esposa ideal. ¿Bastaría con mencionar que había estudiado una carrera? ¿O tendría que soltar además como refuerzo que simpatizaba con las feministas?
No, más le valía no forzar las cosas. Según lo planeado por sus padres, probablemente quisieran desposarla con el primero que se interesara seriamente por ella. Ricarda consideraba un deber convertir esa noche en un triunfo personal y de todas las mujeres que querían ser algo más que un apéndice de los hombres.
Llevaba un vestido sencillo, pero elegante, de satén color crema, guarnecido de minúsculas perlas. Su peinado tampoco epataba. Se había recogido todo el pelo en la nuca menos unos pocos mechones rizados que le enmarcaban graciosamente el rostro. El único maquillaje que llevaba era un poco de polvo en la cara, pues aún conservaba la piel tersa y juvenil.
Se puso unos guantes que le llegaban hasta el codo a juego con el vestido. Luego se echó por los hombros la capa de noche y salió de la habitación.
Sus padres ya la estaban esperando. Él llevaba un frac con fajín y una camisa impecablemente almidonada. El vestido de su madre se hallaba oculto bajo un abrigo de pelo de camello orlado de piel, pero por el dobladillo asomaba un poco de seda color turquesa. Hasta entonces había guardado celosamente el secreto de su vestido; Ricarda se había dado cuenta, pese a no interesarle demasiado la moda. Atrás quedaba la edad en la que le gustaba llevar los vestidos de su madre.
Su padre la examinó. El gesto de su madre revelaba cierto descontento. Posiblemente a Susanne le hubiera gustado que su hija fuera más emperifollada, pues bajo ningún concepto debía dar la impresión de que la familia carecía de los recursos necesarios para ello. Pero como ya no daba tiempo a cambiarse, se colgó del brazo de su marido y los tres abandonaron la casa.
Johann los esperaba con el coche. El aire estaba impregnado de una humedad que echaría a perder todos esos rizos que tanto le había costado hacerse a la madre con las tenacillas. Afortunadamente, a Ricarda no le hacía falta utilizar esos artilugios.
Pusieron rumbo a la Charité, cuyo comedor había sido habilitado como salón de baile. Se esperaba que acudieran todos los médicos junto con amigos y familiares. Habría un árbol de Navidad y alfajores, de modo que por un día el aire no estaría impregnado del olor a fenol. Los pacientes quedaban tan excluidos de esta fiesta como el personal sanitario de bajo rango. Aparte de los médicos, solo estaban invitadas las celebridades del lugar y, quizá, algunos nobles.
La ocasión perfecta para conocer a un hombre, se le ocurrió a Ricarda. Un hombre que sea del agrado de mis padres… De pronto, le entraron escalofríos y se le quitaron las ganas de llegar. Seguro que esta noche mis padres hacen de alcahueta, pensó agobiada y con deseos de saltar del landó.
La silueta de la Charité se desvanecía en la oscuridad. Solo las ventanas muy iluminadas indicaban que tras los muros reinaba una atmósfera repleta de vida. Cuando el coche entró por el portón, ya se oían voces procedentes del comedor.
Ricarda recordó cómo había recorrido la última vez ese camino… con el sobre en la mano. Ya llevaba casi un mes esperando una decisión. ¿Cuándo acabaría aquello?
Delante del edificio principal, la rotonda parecía la explanada de un elegante hotel. Coches de punto y carruajes de todo tipo aparcaban junto a la entrada e iban descargando nuevos invitados. Johann también detuvo allí el landó, de modo que los Bensdorf solo tuvieran que andar unos pocos pasos hasta la entrada.
Una agradable calidez los envolvió al entrar en el comedor, lujosamente engalanado.
Ricarda se dejó embriagar por el abeto, tan maravillosamente decorado, y por el olor a canela, vino caliente y asado, hasta que su padre le presentó a los primeros colegas y fue inmediatamente consciente de que no se había equivocado en su suposición: efectivamente, era allí donde debía encontrar a su futuro esposo. Tan meticuloso como era su padre, seguro que ya les había echado el ojo a algunos candidatos. En cualquier caso, el doctor Rodenstein, a quien sus padres se dirigieron en primer lugar, no llevaba por casualidad a remolque a su hijo Max, que acababa de ser aceptado para el ejercicio de la medicina y tenía ante sí una carrera colmada de expectativas en la Charité.
A Ricarda le costaba trabajo reprimir su ira. Ese petulante y engreído seguro que no había sacado una nota final mejor que la suya. Sin embargo, procuró calmarse y sonrió complacientemente. Ya le llegaría su hora. Sin duda que el doctor Gerhardt se contaba también entre los asistentes, y si conseguía hablar con él, seguro que se acordaría de su solicitud. Y quién sabe, quizá los efluvios del vino en esa noche de baile le llevaran a aceptarla.
Pero antes había que seguir con las presentaciones y los gestos de cortesía. Ricarda notó que la sonrisa se le iba congelando cada vez más y que su malestar iba en aumento. Por último, un hombre solo se dirigió hacia ella.
Por lo menos, este no es elección de mis padres, se le pasó a Ricarda por la cabeza. Era alto y tenía una cara agradable. En su mostacho, así como en las sienes de color rubio oscuro, se veía ya un primer brillo plateado, pese a que debía de andar por el final de la treintena.
—Ricarda, quiero presentarte al doctor Berfelde —dijo su padre, radiante de alegría, después de que se hubieran saludado.
A su madre también se le iluminaron los ojos cuando vio al joven.
—Con Johann hemos trabado una buena amistad estos últimos años y lleva mucho tiempo rabiando por conocerte, hija mía.
Ricarda le dio la mano y, al instante, se sintió violenta. Berfelde la miraba con una insistencia rayana en la descortesía. Su mirada se deslizó por la cara, el cuello y los hombros de Ricarda; tampoco se privó de mirarle los pechos, por lo que Ricarda se sonrojó. No obstante, esbozó una sonrisa forzada cuando él, galantemente, le dio un beso en el dorso de la mano.
—Estoy encantado de conocerla, señorita Ricarda —manifestó, sonriente.
Aunque solo fuera por cortesía, esa frase hubiera requerido una respuesta, pero Ricarda fue incapaz de articular palabra. Casi esperaba que su madre le diera un codazo para animarla a contestar, pero no ocurrió nada parecido.
—Mi querido doctor Berfelde —se limitó a decir Susanne Bensdorf, soltando una risa artificial y dejándose a su vez besar la mano por él—. Hace mucho que no nos hace una visita. Tal vez debiera volver a considerarlo pronto.
Ricarda no recordaba cuándo les había visitado ese hombre.
Supuso que durante su estancia en Zúrich se le habían escapado algunas cosas. No solo el asombroso cambio que había dado su padre, sino también la aparición de nuevas amistades.
—Desde luego que lo tomaré en consideración después de haber conocido a su encantadora hija —respondió Berfelde con galantería, al tiempo que guiñaba un ojo a Ricarda.
¡Ni siquiera mis compañeros de clase en Zúrich se atrevían a hacer una cosa así!, pensó Ricarda indignada. Al mirar a su madre con el rabillo del ojo, vio que esta no tenía nada en contra.
—Señorita Ricarda, si me permite llamarla así —empezó a decir Berfelde—. He oído que ha pasado estos últimos años dedicada al estudio de la medicina.
A Ricarda le sonó como si hubiera dicho «ha desperdiciado», por lo que luchó contra la cólera y la congoja que sentía en el pecho.
—Sí, en efecto. Y me ha parecido muy edificante. Zúrich es una ciudad maravillosa y muy abierta al progreso.
Ricarda confiaba en que Berfelde supiera interpretar estas palabras entre líneas.
Y, efectivamente, por un momento el joven se quedó sin habla, lo que hizo sonreír con franqueza a Ricarda.
—Todos mis compañeros eran muy amables y, al cabo de un tiempo, los profesores también estaban entusiasmados por tener una alumna en clase —continuó Ricarda. ¿Acaso no quería Berfelde conversación? Pues, tratándose de la medicina, ella tenía mucho que contar—. Además, he tenido el honor de conocer a Marie Heim-Vögtlin. ¿Le dice algo ese nombre?
Tan claro estaba que no, que ni siquiera hizo falta que Berfelde negara con la cabeza. La cara de pasmo que se le puso bastaba como respuesta. Que el pobre mirara a los padres como pidiendo ayuda, fue para Ricarda un acicate aún mayor.
—Ah, ¿y sabe que hice la tesis doctoral sobre farmacología y ginecología? No se puede ni imaginar lo estimulante que fue todo eso para mí. Creía que los catedráticos no iban a terminar nunca de hacerme preguntas durante la defensa de mi tesis, pero al final mereció la pena porque he sacado un magna cum laude, ¿se imagina?
A la propia Ricarda le pareció que se había puesto un poco histérica, pero le daba igual. Su pequeño discurso provocó que los de alrededor se volvieran para mirarla. Además, a Berfelde se le puso cara de haber contraído de repente una úlcera gástrica.
—Quizá debamos dejar a las damas solas —propuso de pronto su padre—. Nosotros tenemos cosas de las que hablar.
A Ricarda le habría gustado saber de qué tenían que hablar los señores. Seguramente, su padre se disculparía por la conducta tan impertinente de su hija, pues no estaba bien visto llevar la voz cantante en una conversación y apabullar al interlocutor, sobre todo si era un hombre, como acababa de hacer ella.
Berfelde la siguió mirando un poco extrañado.
Ricarda sonrió aliviada mientras decía:
—Ha sido un verdadero placer para mí conocerle, doctor Berfelde.
De pura confusión, el médico incluso se olvidó de besarle la mano al despedirse.
—Desde luego, podrías haber estado un poco más amable —observó Susanne Bensdorf, en cuanto desaparecieron los dos hombres.
Tú tranquila, se reconvino Ricarda.
—¿Qué querías? ¿Qué me echara a su cuello, mamá? Además, era la primera vez que lo veía. Y no puedo asegurar que me haya caído especialmente simpático.
Otra madre habría añadido quizá algo alentador, pero Susanne Bensdorf se limitó a decir:
—Pues ya puedes ir acostumbrándote a verlo con mayor frecuencia. Tu padre tiene depositadas muchas esperanzas en él.
Si algún día trabajo en esta casa, me lo cruzaría a menudo, pensó Ricarda. Pero entonces le prohibiré que me llame señorita. Para él aquí seré la doctora Bensdorf, a secas.
—Aparte de eso, no está bien que una mujer se vanaglorie en público de ciertas cosas.
—No me he vanagloriado, mamá. Solo me he presentado al doctor Berfelde. ¿No crees que debería saber a qué atenerse conmigo, si a partir de ahora lo vamos a tener más a menudo como invitado?
Susanne Bensdorf lanzó a su hija una mirada reprobatoria y frunció los labios.
—Ven conmigo; vamos a servirnos un poco de ponche —dijo finalmente, tirando de Ricarda.
En realidad, debería haber sido cosa del padre traerles algo de beber, pero como tampoco había ningún camarero a la vista, se acercaron a la mesa en la que se servía ponche y vino caliente.
Mientras tanto, Ricarda paseó la mirada por los invitados, entre los cuales, efectivamente, descubrió al doctor Gerhardt. En ese momento se estaba desembarazando de un montón de gente y se dirigía hacia la entrada. ¿Ya se iba? ¿Le habrían llamado por alguna urgencia? La inquietud se apoderó de Ricarda. Si desaparecía ahora, ella no tendría oportunidad de impresionarlo.
En la mesa de los ponches les ofrecieron dos copas de un líquido marrón con aroma a canela en las que flotaban sendos trocitos de limón. Mientras se abrían paso por la sala con la bebida, se cruzaron con unos conocidos.
Marlene Heinrichsdorf se acercó del brazo de su esposo, el doctor Eusebius Heinrichsdorf.
—¡Marlene, querida! —la saludó su amiga, y solo el ponche que sostenía en la mano le impidió abrazarla.
—¡Susanne!
Mientras intercambiaban besos en la mejilla, Ricarda deseó para sus adentros que el ponche se vertiera sobre los vestidos de las señoras. Pero por desgracia no sucedió tal cosa.
—Doctor Heinrichsdorf, seguro que todavía se acuerda de mi hija —dijo Susanne Bensdorf, mientras el médico la besaba en la mano.
—Pues claro que sí. La señorita Ricarda.
Ricarda se estremeció. ¿Por qué la llamaba «señorita»? A esas alturas ya tenía que haberle contado su mujer que era licenciada en medicina.
—Quizá debieras llamarla señorita doctora —corrigió sorprendentemente Marlene Heinrichsdorf a su marido, pero no porque simpatizara con Ricarda—. Al fin y al cabo, acaba de licenciarse.
Su esposo levantó las cejas.
—¿En serio?
A Ricarda le entraron muchas ganas de soltarle el mismo discurso que a Berfelde. Pero, aparte de que su interés solo era fingido, tampoco tenía la intención de conquistar su corazón con untuosos cumplidos, como había sido el caso del otro.
—Pues sí, aprobé la tesis doctoral hace unas pocas semanas.
Ricarda no consideró necesario nombrarle el tema de su tesis. No le apetecía entablar una conversación, pese a que su madre seguro que luego le reprocharía no haber estado un poco más comunicativa.
De pronto se hizo un silencio embarazoso, pero los Heinrichsdorf se encargaron de poner otra vez en marcha la conversación, lo que para ellos suponía una rutina.
—¿Dónde se ha metido Heinrich? —preguntó el doctor Heinrichsdorf.
Ricarda no podía quitarse la sensación de que el doctor Heinrichsdorf se sentía incómodo en su presencia. ¿Acaso le había salido un cuerno en mitad de la frente al entrar en el hospital?
—Heinrich se acaba de retirar a conversar con el doctor Berfelde.
Al mencionar este nombre, los ojos de Marlene lanzaron un destello elocuente, que a Ricarda no se le escapó. Pero en realidad tampoco era nada extraño; puesto que la esposa del médico acudía semanalmente al salón de su madre, seguro que sabía más acerca de los nuevos amigos de sus padres. Y quizá hasta supiera algo muy diferente.
—Me van a perdonar, pero creo que el ponche se me está subiendo a la cabeza. Tengo que tomar un poco de aire —se disculpó Ricarda de pronto, y fingió encontrarse mal de una manera tan convincente, que hasta su madre le hizo un gesto permitiéndole que abandonara la tertulia.
En realidad, lo que quería Ricarda era ir en busca del doctor Gerhardt. Hacía ya más de media hora que este había abandonado el comedor. Quizá se encontrara en su despacho.
Ricarda salió precipitadamente del comedor. Se metió por un pasillo muy iluminado, giró a la derecha, luego a la izquierda y, por último, llegó a la escalera por la que ya había subido semanas atrás. Desde ahí ya conocía el camino hacia el despacho del director.
A lo mejor no está el director y haces el ridículo, se le pasó por la cabeza. Decidida, desechó esos pensamientos.
Sus pasos resonaban por corredores vacíos cuyas ventanas daban a las habitaciones. ¿Cuántas enfermeras estarían haciendo guardia de noche junto al lecho de los enfermos graves? En la época de la clínica, también ella había tenido que acompañar a más de uno hasta el umbral de la muerte, tras el cual ya no había vuelta atrás, y se había preguntado si la medicina no podría hacer más. ¡Qué limitados eran los conocimientos! Nunca le resultaría fácil dejar a un paciente a merced de la muerte, pero para entonces había aprendido que la vida y la muerte estaban estrechamente unidas entre sí. Por eso el destino que amenazaba a todos solo debía servir para animarle a uno a hacer solo lo que dicten el corazón y la conciencia.
Una voz que a Ricarda le pareció conocida interrumpió el curso de sus pensamientos. No había duda: uno de los hombres que hablaba era su padre. ¿Estaría charlando con el doctor Gerhardt?
Ricarda se detuvo al instante.
—Mi hija a veces es un poco impetuosa. Atribúyalo a su juventud. Sin embargo, creo que podrá ser una esposa aceptable.
¡Una esposa aceptable! Ricarda se quedó de piedra. Como no se veía a nadie por el pasillo, se pegó a la pared y se quedó escuchando.
—Estoy seguro de que sabré amoldarla a mis ideas —respondió el interlocutor de su padre.
El timbre grave de su voz no dejaba lugar a dudas: ¡era Johann Berfelde!
—Hasta los caballos más impetuosos pueden ser doblegados y luego son la mejor montura.
A Ricarda se le subieron los colores a las mejillas. ¡Aquello era espantoso! ¡La comparaba con un caballo! Sin querer, cerró los puños. ¡Y su padre ni siquiera lo interpelaba! Qué ganas le entraron de irrumpir en el despacho del que salía esa conversación y soltarles a esos dos, de una manera nada propia de una dama, lo que pensaba de sus palabras. Pero estaba paralizada por el horror.
—Debería saber que se ha propuesto trabajar como doctora.
—Eso, naturalmente, se lo prohibiré en cuanto nos hayamos casado. Además, ¿cree usted que esa solicitud tiene perspectivas de prosperar?
—Es difícil saberlo. Sería posible que Gerhardt considerara colocar a una mujer en su nueva clínica infantil. Mucho daño no podría hacer allí.
—De todos modos, eso provocaría un escándalo.
—Sí, pero así el doctor ganaría popularidad entre las sufragistas. Tenga en cuenta que esas mujeres no son solo aventureras o vagabundas. Entre ellas figuran también esposas de consejeros gubernamentales.
Berfelde soltó una carcajada.
—Pero tampoco querrá perder las simpatías de los hombres. Si es necesario, apelaré a su conciencia. Le aseguro que en cuanto Ricarda sea mi mujer y esté esperando su primer hijo, se olvidará de esas pamplinas.
El tintineo de los vasos delataba que los dos estaban brindando por ello.
Ricarda cerró los ojos. ¿Cómo podía consentir su padre que el tal Berfelde hablara así?
De pronto, no sabía con quién estaba más enfadada: con un extraño que la consideraba una yegua reproductora, o con su padre, que en otro tiempo había sido la persona que más la animaba y que ahora había dado un giro tan radical que a él mismo tenía que provocarle mareos. La sensación de haber sido traicionada despertó en ella el deseo de volatilizarse. O de salir corriendo lo más lejos posible.
Tampoco servía de nada que su solicitud, como parecía, no hubiera caído en oídos sordos. De todos modos, Ricarda no se hacía demasiadas ilusiones; no creía que Gerhardt le diera un empleo oponiéndose a tanta resistencia. Seguro que su padre y también el tal Berfelde harían todo lo posible para que ella fracasara.
¡Cómo le podía hacer su padre una cosa así! Cuando las lágrimas afloraron en sus ojos, Ricarda se las enjugó con un furioso manotazo.
Silenciosamente, regresó hacia la escalera. Pasó volando junto al salón de baile, en el que en ese momento sonaba una canción de Navidad, y recorrió el pasillo en dirección al guardarropa.
Allí se encontró con unos hombres que estaban charlando y fumando. Por suerte, no vio ninguna cara conocida entre ellos. Lo último que le faltaba era que encima le hicieran preguntas o le echaran piropos.
Pero de ese grupo no tenía por qué temer nada. Los hombres se habían congregado en torno a uno de ellos, que sin duda desempeñaba el papel de narrador.
—El viaje fue una auténtica odisea, pero ha merecido la pena —explicaba en ese momento, y Ricarda se quedó a la escucha.
Mientras se acercaba a los abrigos vio que en ese momento no estaba la señora del guardarropa.
—Nueva Zelanda es un país muy peculiar —continuó el hombre, sin reparar en que Ricarda lo escuchaba—. El paisaje posee una belleza salvaje y en ningún país he visto nunca tantas diferencias climáticas entre unas zonas y otras. Mientras que en el norte te encuentras con volcanes, junglas y playas de arena dorada, en el sur hay verdes llanuras, fiordos y nieve. Además, te tropiezas con gente que va tatuada de pies a cabeza y que saluda a los forasteros con terribles gestos de amenaza para poner a prueba su carácter pacífico. Como os digo, si hubiera podido me habría quedado allí a trabajar una temporada como médico. Estoy seguro de que en ese paraíso hay mucho por descubrir y explorar. En cualquier caso, aprovecharé cualquier oportunidad para viajar allí de nuevo.
Estas palabras retumbaron en Ricarda como un eco. Recordó que Nueva Zelanda aparecía en la pancarta de las sufragistas. Un país que, desde hacía poco, permitía votar a las mujeres. Un país de una belleza inconmensurable. Un país que, al parecer, también necesitaba médicos.
Se quedó mirando fascinada al médico y deseó estar en su lugar. Libre de toda coacción, libre para viajar…
A él nadie intentaría ponerle freno ni hacerle olvidar sus «pamplinas». Solo por haber nacido hombre, un azar de la naturaleza, podía permitírselo todo.
Una estridente risotada procedente del salón de baile devolvió a Ricarda al terreno de los hechos. Si permanecía allí más tiempo, su madre la buscaría por todas partes hasta encontrarla. También podían aparecer su padre y el doctor Berfelde y llevarla de nuevo al salón de baile. La señora del guardarropa ya llevaba un rato en su sitio, de modo que Ricarda aprovechó la libertad que se había tomado, cogió su abrigo y salió del edificio.