Pasaron varias semanas sin que Ricarda tuviera noticias del hospital. Casi todos los días, Heinrich Bensdorf le decía a su mujer que se iba a retrasar mucho por la noche y que no hacía falta que lo esperaran a cenar. De este modo rehuía a su hija, como si temiera que esta consiguiera ablandarle.
Ricarda se enfrascó también en el trabajo y se puso a estudiar libros y revistas de medicina. Pero a menudo se distraía y divagaba en torno a lo único que le importaba en la vida: el anhelado puesto de médico asistente.
Así estaba también esa mañana, poco antes de la Navidad. Por la noche, en los cristales de su ventana se había formado escarcha.
Adormecida, se quedó mirando los delicados dibujos que se desvanecían a nada que echara un poco de aliento. Frotó con el dedo para desempañar un trocito de cristal y miró hacia abajo. En ese momento su padre se estaba subiendo al coche. Tal vez fuera a hacerle una visita al doctor Koch.
Al oír que llamaban a la puerta, abandonó sus conjeturas.
—¡Adelante! —dijo, y se abrochó la bata por el pecho.
En la puerta apareció Rosa. Después de hacer una reverencia, dijo:
—La señora quiere que le dé un recado.
Ricarda arqueó las cejas. ¿Hasta ese punto llegaba el distanciamiento? Su madre ni siquiera se tomaba la molestia de subir a decirle algo a su hija.
—¿Y bien? —preguntó Ricarda en tono ausente, de lo que se arrepintió enseguida porque la doncella no tenía culpa de nada.
—La señora le hace saber que los señores están invitados al baile navideño de la Charité y que se espera que usted también acuda.
Ricarda sonrió sin ganas. Al baile de Navidad sí podían invitar a su hija, pero por lo demás no se preocupaban por ella.
—Dígale a la señora que lo pensaré —respondió con frialdad, pues no le apetecía nada ir a un baile en el que todos la mirarían como a un animal exótico.
—Desde luego, señorita —contestó Rosa, haciendo otra breve inclinación.
De la cara que puso Rosa, Ricarda dedujo que esa no era la respuesta que esperaba su madre. Susanne se encargaría de que la doncella pagara por esa noticia, o bien mandándole tareas innecesarias o bien haciéndole comentarios ariscos. Eso era injusto, pero no obstante Ricarda no tenía ganas de acceder alegremente.
Cuando se cerró la puerta, Ricarda se volvió de nuevo hacia la ventana. Sin embargo, el anuncio del baile de Navidad no se desvanecía tan fácilmente como la escarcha, sino que se extendía por toda la habitación como una telaraña y Ricarda no tenía ni idea de cómo escapar de ella.
Después de haber intentado en vano pensar en otra cosa, decidió bajar a la cocina y coger una taza de café. Quizá esa bebida estimulante le aclarara las ideas y le permitiera concentrarse en lo esencial.
Ricarda llegó justo hasta la escalera, cuando la doncella apareció a su espalda.
—Señorita —dijo Rosa, con la cara sensiblemente roja.
—¿Qué hay, Rosa?
—La señora quiere hablar con usted en el salón.
Ricarda respiró hondo. Qué bien conocía a su madre. Pero si quería pelea, la tendría.
Le dio las gracias a Rosa y notó su mirada entre los omoplatos cuando enfiló hacia la puerta decorada con un arcoíris.
La encontró entornada, como si su madre hubiera querido comprobar que la doncella cumplía con el encargo recibido.
Ricarda renunció a llamar con los nudillos, aun a sabiendas de que esa infracción de las reglas de cortesía sublevaría a su madre. Sin el menor temor, se plantó delante de ella.
—De manera que te lo vas a pensar, ¿eh? —preguntó fríamente Susanne Bensdorf.
Efectivamente, se trataba del baile de Navidad.
—Sí, eso he dicho —contestó Ricarda, porfiada—. Todavía no sé si sacaré tiempo para ir.
Susanne Bensdorf dejó la taza de café encima de la mesa. Una vez más, era la dama con pleno dominio de sí misma que no perdía la calma ante una contrariedad de una hija obstinada.
—Este baile es uno de los acontecimientos sociales más significativos de finales de año —le explicó, como si Ricarda no lo supiera—. Faltar a él no dejaría precisamente en buen lugar a la familia. Además, tu padre tiene que cultivar el trato con gente importante.
—Pero si papá y tú iréis con toda seguridad —aclaró Ricarda, a quien le iban entrando cada vez más ganas de montarle a su madre un número en toda regla—. ¿Por qué habría de ponernos en descrédito si yo no asisto?
—Porque eres la hija de la casa y, por lo tanto, tienes obligaciones. Con nosotros y también con la opinión pública.
—¿Ah, sí? Y ¿hasta qué punto tiene interés por mí la opinión pública? ¿Como ejemplo de una niña descastada? ¿Como una hija rebelde y supuestamente sufragista? Si tus amigas ya me consideran eso, a todos los demás les pareceré lo mismo.
Entonces su madre levantó la cabeza y ya no pudo dominarse.
—Si crees que la opinión pública se ha hecho una imagen tan mala de ti, deberías poner todos los medios para que eso cambie. Tengas o no tengas tiempo, nos acompañarás al baile.
—¿Tan empeñada estás en exhibirme, mamá? —le preguntó Ricarda, meneando la cabeza—. Si aparezco por allí, ¿qué tendré que oír? Seguro que todos saben que he estudiado una carrera. ¿Existe algo peor que eso en esos círculos?
—¿Cómo que en esos círculos? —se acaloró Susanne Bensdorf—. ¡Son los círculos a los que tú perteneces! De haber sido por mí, nunca habrías estudiado. Hay muchísimos hombres jóvenes y bien situados que habrían pedido tu mano. Pero tuviste que embaucar a tu padre con tus patrañas. Gracias a Dios, ahora ya ha recuperado el juicio. Y a ti te aconsejaría que hicieras lo mismo.
Ricarda no se podía creer lo que estaba oyendo. Quiso contestar algo, pero tenía la cabeza como hueca.
—¡Vendrás con nosotros! —añadió su madre en tono enérgico—. Y con esto doy por terminada la conversación.
Dio media vuelta, tomó asiento en su sillón e hizo como si su hija se hubiera volatilizado.
Ricarda se quedó un rato sin saber qué hacer y luego salió atropelladamente del salón. Esperaba que su madre, al menos, se estremeciera al oír el portazo de su hija.
Con el corazón enrabietado, fue corriendo a su habitación. Necesitaba tomar el aire. Abrió furiosamente las puertas del armario, cogió un abrigo, se lo echó por encima y salió a toda velocidad de casa.
Las calles que llevaban al Tiergarten estaban muy animadas. Ricarda tuvo que esquivar en varias ocasiones las bicicletas que recorrían las calles sin reparar en los peatones. Cruzó la plaza Grossen Stern y se dejó llevar por el flujo de gente. Según iba caminando y oyendo el crujido de las suelas, se fue calmando.
Cuando finalmente alzó la vista, vio a lo lejos la Columna de la Victoria, levantada en la Königsplatz tan solo cinco años antes de que ella hubiera nacido. El motivo por el que fue erigida era el final de la guerra germano-danesa, en la que Prusia había alcanzado algunas brillantes victorias. Ricarda acababa de cumplir dos años cuando en la cúspide de la columna se colocó a la diosa Victoria.
Obedeciendo a un repentino impulso, se dirigió a paso ligero hacia la columna. La dorada diosa de la Victoria, que, bañada por una brisa fresca, parecía estar por encima de todos los problemas de la vida terrenal, podría tal vez insuflarle ánimo y nuevas esperanzas.
Teniendo el Reichstag ya al alcance de la vista, Ricarda oyó de repente unas voces exaltadas. Algunas mujeres vestidas con ropa sencilla que se habían congregado en torno a la Columna de la Victoria sostenían pancartas en lo alto.
«Exigimos el derecho a estudiar» y «Las mujeres no somos personas de segunda categoría», ponía en algunas de ellas, mientras que otras reivindicaban el derecho de voto de las mujeres. Al cabo de un rato, las mujeres empezaron a moverse en corro al tiempo que coreaban sus reivindicaciones. «¡Votemos, estudiemos, igualdad de derechos!», atronaba por el cielo invernal de Berlín.
Ricarda se sentía trasladada a Zúrich, donde tenían lugar con frecuencia tales manifestaciones. Allí se luchaba sobre todo por el derecho a votar, pues en Suiza las mujeres sí podían estudiar.
En Prusia, en cambio, lo único que podían hacer era casarse.
Antes de darse cuenta, Ricarda ya tenía una octavilla en la mano.
La mujer que le dio el papel miró a Ricarda tan insistentemente, que esta tuvo que esforzarse por no rechazárselo.
—Únete a nosotras, hermana. Estamos luchando para que te vaya mejor —le pidió—. Queremos que las mujeres puedan votar y hacer una carrera, como ya es posible en otros países del mundo. En algunos estados americanos, a las mujeres ya se les permite votar. También en Nueva Zelanda, que está en el océano Pacífico, por ejemplo. Si otras naciones garantizan los derechos a las mujeres, nuestro país no debería quedarse atrás.
Ricarda se preguntó qué diría su padre de ese discurso.
Antes de que pudiera decirles a las mujeres que había estudiado en Suiza y que quería trabajar como médico en Berlín, se oyó un pitido estridente.
Al momento irrumpieron unos policías con porras. Probablemente se habían quejado de esta reunión los transeúntes o los diputados del Reichstag.
Las mujeres, que sabían lo que les esperaba, salieron zumbando. Ricarda también echó a correr. Como no quería acabar en la celda de una comisaría, se escondió detrás de un arbusto cercano y desde allí contempló cómo los guardianes de la ley, con sus cascos de punta, perseguían a las mujeres.
Al instante, se dispersó también la muchedumbre de curiosos; solo algunas pancartas que habían quedado en el suelo seguían dando testimonio de la manifestación.
Ricarda miró a la diosa Victoria y, de pronto, se preguntó por qué se tributaba homenaje a la figura de una mujer sin vida y, en cambio, a las mujeres de carne y hueso se les negaba una gran parte de los derechos ciudadanos. ¿Acaso era porque las mujeres de la vida real no tenían alas? Pues entonces ya iba siendo hora de que les crecieran unas. Al menos, en espíritu.
De vuelta a casa, Ricarda se encerró enseguida en su habitación. Del amenazante fantasma del baile de Navidad no podía huir, pero tras estar un rato sentada en la cama dándole vueltas al asunto, adoptó una resolución firme.
Convertiría el pesado acontecimiento en un triunfo personal. Sí, mostraría a la gente que no era una mocosa mimada, sino una mujer que sabía lo que quería.
Por la noche bajó a cenar con la familia. Para su sorpresa, su padre estaba presente, pero no se dignó a mirarla ni una sola vez.
—Mamá —dijo Ricarda, después de tomar asiento y ponerse la servilleta en el regazo—, quisiera pedirte perdón por la discusión que hemos tenido. Claro que pienso participar en el baile de Navidad.
Susanne Bensdorf parecía sorprendida, mientras que su marido no mostró ninguna reacción. Impasible, siguió comiendo su fricasé de gallina, bocado tras bocado, pese a que su mujer no apartaba la vista de él.
—Y ¿qué hay de tu solicitud? —preguntó por fin, fríamente, sin mirar a su hija.
Ricarda suponía que algunos de sus colegas, o quizá incluso el propio director, se habrían mostrado extrañados acerca del plan de su hija.
—Naturalmente, no la voy a retirar —respondió Ricarda—. Si el doctor Gerhardt la rechaza, acataré su decisión. Pero al menos quiero haberlo intentado. Se lo debo a la tradición familiar. Para casarme y tener hijos aún tengo tiempo. Si en tu interior queda aunque solo sea una chispa del padre que en otro tiempo conocí, lo entenderás.
Por un momento, su padre la miró estupefacto, pero en lugar de levantarse como la vez anterior, permaneció sentado y, al cabo de un rato, siguió comiendo.
Ricarda notó que su padre no comprendía sus argumentos. Quizá ya se había encargado de que su solicitud fracasara. Pero para saberlo tenía que esperar.