A la mañana siguiente, Ricarda se despertó bastante tarde. Por un momento pensó que aún seguía en Zúrich, pero al ver las relucientes cortinas blancas y el distinguido empapelado de flores supo enseguida dónde se encontraba.
Al levantarse soltó un suspiro. Por el suelo todavía estaban desperdigadas las hojas de papel arrugado, y en el escritorio vio la solicitud que por fin había logrado terminar la noche anterior… sin borrones de tinta.
Por si acaso, la volvería a leer para que no la rechazaran por un defecto de forma.
En Zúrich le había pasado exactamente eso con sus primeros deberes. La tarea estaba correctamente resuelta, pero el profesor de anatomía, que sentía por Ricarda todo menos simpatía, había rechazado un informe aludiendo un error de forma. No es que hubiera pintado garabatos en la hoja, sino que la anchura del margen del papel no era la apropiada.
Había necesitado mucha paciencia y todas sus artes persuasivas para convencer al decano de que interviniera en su favor. Pero una vez que rehízo el texto como se lo exigían, el profesor lo aceptó y lo calificó con un diez… probablemente también porque no quería enemistarse con el decano.
Ahora, en cambio, no había nadie a quien temieran los médicos de la Charité. Si su padre estuviera de su parte, todo habría sido distinto; pero no lo estaba. A los colegas que le hablaran de la solicitud de su hija, a lo mejor hasta les recomendaba que la rechazaran…
Pero Ricarda se prohibió esa clase de especulaciones. El que no se atrevía a hacer nada ya había perdido de antemano: un principio del que se había apropiado durante la carrera y al que quería permanecer fiel.
Se quitó el camisón y fue al tocador, donde había una palangana y una jofaina. Se miró al espejo. Tenía un cuerpo esbelto, quizá demasiado delgado para el gusto de la época, lo que sin embargo le ofrecía la comodidad de no tener que apretarse demasiado el corsé. Su pecho era pequeño y firme, el talle fino y las caderas suavemente redondeadas.
Estaba segura de que podría gustar a muchos hombres, pero ella solo quería un hombre que la amara. Que la quisiera de todo corazón. Y al que ella deseara. En cualquier caso, ninguno que escogiera su padre.
A Ricarda le habría resultado más agradable un baño en toda regla, pero eso acarreaba una serie de instrucciones y cierto tiempo de espera.
De manera que se lavó con un agua tan fría que se le puso carne de gallina por todo el cuerpo, pero al mismo tiempo consiguió despejarse por completo. Cuando terminó, se secó y se acercó al armario ropero. Allí cogió un canesú y una muda limpia y se decidió por un vestido que había llevado con frecuencia durante las clases. Era sencillo y le proporcionaba el aire preciso de seriedad que necesitaba ese día.
Después de coger un bollito de pasas de la cocina, salió de la villa con sus papeles de la solicitud. Le podría haber dicho a Johann que la llevara en coche, pero prefería ir andando. Como en Zúrich no había tenido cochero, no le resultaba difícil prescindir de él.
Hasta la Charité había una buena caminata. Esa mañana, las calles estaban repletas de gente de todo tipo: damas vestidas con elegancia colgadas del brazo de sus caballeros, criadas con el delantal almidonado y cestas bajo el brazo, mozos recaderos, obreros con jubones azules y la cara sucia y grupos de niños alborotadores que salían en tropel de los patios traseros.
A Ricarda le encantaba pasearse entre la muchedumbre. Observaba la cara de las personas e intentaba imaginar qué historia ocultaba cada una.
Finalmente, abandonó el paseo de abedules y giró hacia la Invalidenstrasse. Al cabo de un rato, divisó el edificio principal de la clínica. Desde su fundación, casi doscientos años atrás, había cambiado bastante. Se habían añadido algunas construcciones y nuevos departamentos.
Ricarda se dirigió con decisión hacia la portería.
Unos cuantos hombres le salieron al encuentro; por el olor a fenol que desprendían, supo que eran médicos. Suponiendo que las visitas del hospital no entenderían lo que decían en la jerga profesional, charlaban animadamente sobre cálculos biliares y las afecciones de la vejiga. Ricarda, que entendía cada una de las palabras, sonrió satisfecha y continuó su camino.
—¿Puedo hacer algo por usted, señorita? —le preguntó el portero, con la entonación de alguien a quien se le había prohibido utilizar el acento local durante el trabajo.
—Me gustaría entregarle una carta al doctor Gerhardt. ¿Se la puedo dejar a usted?
—No, señorita; tiene que llevarla usted misma; si no, me volverán a echar la bronca padre si se pierde.
Ricarda sonrió al escuchar de nuevo el habla berlinesa.
—¿Su despacho está en el edificio principal?
El portero asintió.
—En el primer piso. No tiene pérdida.
Ricarda le dio las gracias y se encaminó hacia allí. Desde niña conocía la historia de la Charité, desde que se fundó en 1772 hasta la fecha actual. Se había querido crear una medicina moderna. Esperemos que en esa medicina también tengan cabida las mujeres, caviló Ricarda, y no solo como pacientes.
En el ala administrativa del edificio principal también le llegó el olor familiar a ácido fénico, a cloro y a formalina que impregnaba las paredes. Dejó atrás a médicos y enfermeras, subió por las escaleras, que crujían ligeramente bajo sus pies, y llegó al primer piso, donde dominaba sobre todos los demás el olor a cera para el suelo.
Efectivamente, el despacho del director no tenía pérdida. En un reluciente letrero de latón, junto a la puerta, estaban grabados el título y el nombre del director. Ricarda se quedó un rato indecisa. Ahora sí que le temblaban un poco las manos. Si estaba dentro el profesor y doctor Gerhardt, ¿qué le diría?
Cuando oyó voces en el pasillo, llamó a la puerta con los nudillos y, por indicación de una voz femenina, entró.
La secretaria era una mujer flaca con el pelo muy repeinado hacia atrás. Pese a que llevaba vestido, parecía no tener un sexo definido, tal y como se esperaba de las mujeres que trabajaban.
—¿Qué desea? —le preguntó, mientras escudriñaba a Ricarda de pies a cabeza.
Ricarda le hizo entrega del sobre. Para que esa mujer no creyera que se iba a dejar asustar, dijo con resolución:
—Quisiera que le entregara este sobre al señor doctor Gerhardt. ¿No estará por casualidad en el despacho?
Al instante se dio cuenta de su osadía. ¿Y si le decía que sí?
—Lo siento, pero en este momento está haciendo una visita.
Ricarda no sabía si sentirse decepcionada o aliviada.
—Bueno, en ese caso le agradecería mucho que le dejara el sobre en su escritorio.
—Descuide —dijo la secretaria con una sonrisa.
Ricarda salió del despacho después de darle las gracias.
En el pasillo se apoyó un momento en la pared y respiró hondo. ¡Se había atrevido! Saliera como saliera la cosa, al menos ya había entregado la solicitud. ¿No se decía que la suerte está de parte de los osados?
Unas voces masculinas la devolvieron al presente. Tres señores de traje oscuro recorrieron el pasillo; sus pasos resonaban casi al unísono sobre el parqué. Ricarda se dirigió hacia ellos.
Uno de los hombres era el director. Ricarda le había estrechado la mano en un baile, después de que su padre se lo hubiera presentado. Pero de eso hacía más de un año. Seguro que él ya no se acordaba. Aunque no era demasiado alto, irradiaba autoridad. Tenía el pelo gris y ralo; en cambio, su barba imponía. Hablaba en un tono enérgico con sus acompañantes, que parecían dos médicos más jóvenes.
A Ricarda le habría gustado que el director la reconociera, pero estaba demasiado concentrado en la conversación con sus colegas. Ninguno de ellos se dio cuenta de su presencia. ¡Eso cambiaría el día en que fuera ella la que recorriera los pasillos con una bata blanca! Tampoco se hacía demasiadas ilusiones: probablemente, aquí también la considerarían todos un ave del paraíso.
Cuando abandonó la sección hospitalaria, sintió una mezcla de alivio y nerviosismo. ¿Y si en ese momento estaba abriendo el director su carta y echándole un vistazo?
—¡Qué, señorita! ¿Ya ha conseguido deshacerse de la carta? —le preguntó el portero.
El ruido de unos cascos y el chirrido de las ruedas de un coche de punto se tragaron su respuesta, pero de todas maneras le pareció que el portero la había entendido.
—¡Adiós! —dijo, al verla marchar.
Estaba convencida de que pronto cruzaría de nuevo las puertas de la Charité… como asistente médico.
Caminando por la ciudad, Ricarda compró toda entusiasmada una cajita de bombones y fue mirando tranquilamente los escaparates de las tiendas. El cielo se había despejado y el sol parecía una luminosa bola blanca flotando por encima de los tejados de Berlín. Ante el escaparate de una tienda de moda para señoras se detuvo a contemplar el modelo expuesto: un vestido azul de cuello blanco y mangas farol que por abajo llegaba hasta un palmo por encima del tobillo. Para su madre sería un escándalo, pero precisamente por eso Ricarda se propuso comprarse ese modelito en cuanto entrara a prestar servicio en el hospital… como símbolo de su nuevo futuro.
En el último tramo del camino de vuelta, el cielo se puso otra vez gris; era como si san Pedro supiera lo que la esperaba en casa de sus padres. Se paró un rato delante de la puerta y vio al cochero, que en ese momento limpiaba las luces de su landó, y a los dos mozos de cuadra. Tras las ventanas reinaba la calma habitual.
Nunca te perdonarán que te pongas en su contra, pensó Ricarda. Cuando se enteren, se armará un buen lío.
Cuando entró en el vestíbulo, sintió una congoja que la dejaba sin respiración. Para espantar esa sensación, se quitó los guantes con decisión y corrió escaleras arriba.
—¡Ricarda!
El grito la dejó inmovilizada. Cuando alzó la cabeza, vio a su madre. Llevaba un vestido de color azul oscuro orlado de blanco que le confería el aire de una institutriz estricta.
—¿Te dignas a comer con nosotros o le digo a Rosa que te suba la comida a tu habitación?
La voz de su madre sonaba tan fría que a Ricarda le hubiese gustado ignorarla. Pero no era tan fácil.
—Claro que comeré con vosotros —contestó con toda la amabilidad de la que fue capaz.
¿Por qué le preguntaría eso su madre? ¿Acaso ya no esperaban que participara de las comidas familiares? ¿Le montarían hoy otro escándalo?
—De acuerdo —se limitó a decir su madre, y se quedó mirando a su hija como si quisiera deducir de las arrugas de su vestido adónde había ido y qué había estado haciendo allí.
Luego dio media vuelta y Ricarda se retiró a su habitación.
La comida transcurrió tal y como esperaba Ricarda. El silencio pendía sobre la mesa como un nubarrón de tormenta, haciendo que el lomo de ternera que había preparado Ella supiera mal. Mientras Ricarda cogía la copa de vino, miró a su padre y, por su gesto petrificado, averiguó que no se apartaría de lo que había dicho la noche anterior.
¿Qué diríais si os contara que he entregado la solicitud?, le pasó por la cabeza, mientras sostenía la copa en el aire como si no se decidiera a darle otro sorbo. Nadie parecía haberse dado cuenta. Sus padres seguían afanados con los cubiertos. Ricarda notaba que había algo extraño en el ambiente, por lo que decidió comer deprisa y huir lo antes posible de ese silencio. Dejó la copa y se puso a comer, aunque casi no tenía apetito. El malestar que sentía en la boca del estómago le quitaba el hambre.
Apenas había tomado tres bocados, cuando su padre carraspeó.
—Me he enterado de que hoy has estado en la Charité —dijo inesperadamente y, del susto, Ricarda se tragó el último trozo de lomo casi sin masticar.
No se atrevió a toser. ¿Por quién se habría enterado su padre? ¿Habría mandado el doctor Gerhardt a un mozo recadero a su consulta nada más abrir el sobre?
—He ido allí por casualidad. Es un milagro que no nos hayamos cruzado —añadió enfadado el padre, como si pudiera leer sus pensamientos—. Le has entregado tu solicitud al doctor Gerhardt. Él mismo me ha informado al respecto, cuando nos hemos encontrado en el pasillo.
Ricarda esperaba que su madre soltara alguna impertinencia, pero su lado de la mesa permaneció en calma. En ese momento, ni siquiera ella sabía qué decir.
—Vas a retirarla —añadió Heinrich Bensdorf con resolución, sin esperar una respuesta.
Pero si creía que su mirada penetrante iba a asustar a Ricarda, estaba muy equivocado. Lo que consiguió fue exactamente lo contrario. Ricarda sintió como si fuera a estallar. Hasta a ella se sorprendió al responder en un tono tranquilo:
—No voy a hacer eso, papá. Ya os he dicho a ti y a mamá que no quiero que el tiempo que he pasado en Zúrich haya sido en balde. No os preocupéis; me casaré, pero yo decidiré cuándo y con quién. Creo que han quedado atrás los tiempos en los que a las hijas se las trataba como a caballos pura sangre, ¿no os parece?
Ahora fue el padre quien se quedó sin habla. Clavó la mirada en Ricarda con tal cara de consternación como nunca se la había visto su hija. Poco a poco, a Heinrich Bensdorf le fueron subiendo los colores por el cuello alzado hasta que se le puso toda la cara colorada. Seguía inmóvil, con la mirada clavada en su hija, que se la devolvió sin miedo. Aunque por dentro estaba temblando, Ricarda no permitió que se le notara.
—Si eso es así, entonces discúlpame, por favor —dijo el padre levantándose—. Tengo cosas que hacer.
Dicho esto, arrojó la servilleta junto al plato y salió del comedor.
Ricarda se quedó un rato mirando cómo se iba antes de volverse hacia su madre. Susanne seguía comiendo tan tranquila, como si no hubiera habido disputa alguna. Ricarda no daba crédito a sus ojos. ¿Acaso había hablado con la pared? ¿Cómo es que su madre no tenía ni siquiera unas palabras de consuelo para ella?
Decepcionada, se levantó, dejó la servilleta con cuidado y se marchó.