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Hacía un año que Ricarda había visto por última vez la casa de sus padres. La preciosa villa de Charlottenburg se asemejaba a un palacio; de hecho, cuando era pequeña, Ricarda la consideraba un castillo. De estilo clasicista y enlucido de blanco, el edificio tenía dos pisos; una de las alas incluso estaba coronada por una torre. Enormes arriates de flores rodeaban la casa, que en la parte de atrás poseía un jardín cuyo centro lo presidían un lago artificial y un cenador. Allí solía sentarse a menudo Ricarda para estudiar y dibujar las plantas.

El invierno anterior había ido a casa de sus padres para disfrutar de unos días de tranquilidad. Se había dedicado a hablar con su padre sobre los avances de la medicina, a divertirse en los bailes y a pasear en trineo por las afueras de Berlín. Jamás se había sentido tan libre ni tan llena de vida.

Aparentemente, nada había cambiado en la finca de los Bensdorf y, sin embargo, Ricarda sintió una congoja en el pecho cuando el carruaje entró por la puerta de la alta verja. Era como si llevara el corsé demasiado ceñido al cuerpo.

No hacía falta que le preguntara a Johann dónde estaba su madre. Si no había hecho uso del coche, estaría ocupada con la organización de la casa, con los preparativos para la siguiente reunión de alguna institución benéfica o con sus tertulias.

Cuando el landó se detuvo, Ricarda se apeó.

El criado Martin salió a su encuentro para saludarla.

—La señora me envía para que le comunique que la espera en el salón.

—Gracias, Martin.

Ricarda eludió el intento del criado de llevar la bolsa y se adelantó con paso enérgico. Sus pisadas resonaban por el suelo de mármol del vestíbulo y la espléndida araña de luces tembló de manera apenas perceptible con la leve corriente de aire que levantaban Martin y ella.

Los Bensdorf eran una dinastía berlinesa de médicos. En el siglo XVII se había establecido en Berlín el primero de una larga serie de médicos y, salvo por unas pocas excepciones, la familia había aportado siempre buenos representantes de esta profesión. Los antepasados de Ricarda habían trabajado ya en el lazareto, que luego, por orden del rey Federico Guillermo I, fue declarado hospital de caridad; muchos médicos eminentes de la familia contribuyeron a hacer importantes descubrimientos en la Charité. El padre de Ricarda era amigo del doctor Koch, fundador del Real Instituto Prusiano de Enfermedades Infecciosas. Con los años, los Bensdorf se convirtieron en una de las familias más prestigiosas de Berlín, en el alma de la sociedad.

En realidad, mis padres deberían estar orgullosos de mí, porque continúo la tradición, se le pasó a Ricarda por la cabeza.

Cruzó el pasillo, y cuanto más se acercaba al salón, más le pesaba la bolsa. Se le humedecieron las manos y se le aceleró el pulso. Pronto llegó ante la alta puerta corredera de doble batiente tras la que se hallaba el reino de su madre. Dos grandes hojas de vidrio emplomado habían sido encajadas en la puerta. Era un trabajo hecho con un gran cuidado a base de material opaco de diferentes colores que representaba dos grandes iris azules. Como las vidrieras de una iglesia, pensó Ricarda en ese momento. Y, de hecho, Susanne Bensdorf protegía su salón como si fuera un santuario.

Ya desde niña, a Ricarda le había resultado difícil entrar en esas habitaciones, que parecían reflejar lo más hondo del corazón de su madre, al que nunca había tenido sincero acceso. El estudio de una carrera tampoco le había facilitado las cosas a Ricarda. A lo mejor ni siquiera me deja entrar, pensó atemorizada.

De pronto le vino un olor familiar: olor a jazmín. Oyó voces de conversaciones animadas detrás de la puerta. Mamá está tomando el té con sus amigas, conjeturó Ricarda, e intentó protegerse interiormente de las miradas reprobatorias de las invitadas.

De repente, las voces enmudecieron. Seguramente las mujeres habían visto una silueta detrás de la puerta y esperaban a que la visita entrara. Ricarda hizo acopio de valor, llamó con los nudillos y entró.

Como siempre, la señora de la casa se hallaba entronizada en el centro de la habitación; ante ella, sobre una mesita china, había una tetera de porcelana fina junto a una bandejita con pastas y tres servicios de mesa.

Llevaba un vestido de tarde de muselina verde y el pelo cuidadosamente ondulado y recogido hacia arriba. Sus orejas lanzaban el destello de dos pendientes de zafiro; Ricarda no los había visto nunca. Las piedras brillantes competían con los ojos claros de Susanne Bensdorf, que jamás perdían su frialdad, ni siquiera cuando contemplaban a su hija.

Las mejores amigas de Susanne, la señora von Hasenbruch y la señora von Heinrichsdorf, estaban sentadas a su lado igual de emperifolladas que ella, como si en cualquier momento pudiera entrar por la puerta el mismísimo emperador.

Edith von Hasenbruch procedía de una familia burguesa, pero había conseguido despertar la atención de un conde que enseguida la convirtió en su esposa. Era una mujer bien parecida que probablemente le hubiera caído simpática a Ricarda, de no ser por esa rigidez de los labios que le daban un aire cruel.

Marlene Heinrichsdorf, en cambio, con sus vestidos de color apagado y su moño, parecía una amable institutriz. Pero en su caso las apariencias engañaban. Marlene juzgaba y condenaba a cuantos la rodeaban con la misma causticidad que las otras dos damas, solo que ella arremetía contra sus víctimas de una manera más sutil. La esposa del médico se hacía pasar por una persona tan amable y compasiva que resultaba difícil distinguir los ultrajes que se ocultaban tras esa fachada.

Ricarda siempre había evitado compartir la misma habitación con esas señoras. Prefería encerrarse en el laboratorio a investigar a estar en el salón teniendo que justificar sus ambiciones profesionales.

—¡Ricarda, querida!

Susanne Bensdorf se levantó. Su elegante vestido de muselina hacía frufrú mientras se acercaba a su hija a pasitos cortos.

¿Se alegrará de verdad de verme?, se preguntó Ricarda.

En el rostro de color porcelana de su madre había una sonrisa contenida, y las huellas que había dejado en él el tiempo estaban cuidadosamente disimuladas con el maquillaje.

—Buenas tardes, mamá —saludó Ricarda, mientras se dejaba abrazar.

Esto también es nuevo, pensó extrañada. Hasta ahora mi madre me había abrazado en poquísimas ocasiones.

Era su padre el que la abrazaba con frecuencia y el que, de niña, la subía cariñosamente a los hombros.

—Deja que te vea, hija mía —dijo entonces la mujer que solo parecía su madre por fuera, cogiéndole las manos.

Ricarda se temía que dijera algo parecido a: «¡Cómo has crecido!» o «¡Cómo has cambiado!», o cualquiera de esas frases carentes de significado que usaban a veces los parientes lejanos.

Pero su madre solo la miró un momento antes de retirar las manos; luego llamó con la campanilla a la doncella y preguntó:

—¿Qué tal el viaje? Deja la bolsa en el suelo. Rosa llevará el equipaje a tu cuarto.

Mientras acompañaba a su hija hacia la mesa en la que esperaban las invitadas, apareció Rosa.

—Rosa, ocúpese de la bolsa de mi hija. ¡Y traiga otro cubierto más!

Cuando la doncella cerró la puerta tras de sí, se hizo un momento de silencio.

—Su madre nos ha contado que ha estudiado usted una carrera —empezó la señora von Hasenbruch; la señora von Heinrichsdorf se mantenía algo retraída, limitándose a examinar a Ricarda.

Parece como si estuviera buscando síntomas de una enfermedad contagiosa, pensó Ricarda.

—Sí, medicina —respondió, ligeramente sorprendida de que las amigas de su madre no se hubieran enterado hasta entonces.

—¿No es un poco raro que una mujer estudie en la universidad, y más aún en ese campo?

—Sí, por desgracia, señora von Hasenbruch. Y eso que estudiar es tan razonable para las mujeres como para los hombres. Además, quería mantener la tradición familiar.

Ricarda sabía que había pisado un terreno peligroso, pues las invitadas compartían con su madre la idea de que una mujer pertenecía a la casa y a su marido. La referencia a la tradición familiar empeoró aún más su posición; tan solo servía para hurgar en las heridas de sus padres, que no habían tenido un hijo que hubiera podido continuar la línea de los ilustres médicos de la familia.

De nuevo se hizo un silencio violento.

—Y ¿qué tiene pensado hacer ahora? —preguntó la señora von Heinrichsdorf con una amabilidad alarmante.

De modo que se trata de eso, pensó Ricarda, cayendo de pronto en la cuenta.

—Primero voy a ver si me recupero del viaje y luego me prepararé para las fiestas de Navidad. Aparte de eso, tengo que cumplir con algunos compromisos sociales.

Naturalmente, lo que de verdad querían saber era si tenía previsto aplicar el saber adquirido trabajando o si —¡por fin!— se iba a buscar un novio con quien casarse.

—Desde luego, cumplir con las obligaciones sociales es mucho más propio de una mujer joven que lo que hacen esas sufragistas, que últimamente siembran la inquietud por todas partes —dijo la señora Heinrichsdorf, mirando de reojo a su anfitriona.

Ricarda ya había oído hablar de «esas sufragistas» que luchaban por los derechos de las mujeres, y las admiraba. Aunque el derecho al voto de la mujer que defendían no significara nada para las amigas de su madre, a ella le parecía legítimo que las mujeres tuvieran también capacidad para decidir sobre los designios de su país.

La condesa la miró de soslayo.

Ricarda guardó silencio y dirigió la mirada hacia su madre, que en ese momento se llevó a los labios la taza de té de bordes dorados, haciendo como si estuvieran hablando de algo tan banal como el tiempo.

De repente, Ricarda se sintió furiosa y desconcertada. A esas mujeres tan engreídas, que en su vida hacían nada de provecho, le habría gustado contestarles que no había nada de malo en que las mujeres defendieran su derecho a votar o a estudiar. Pero no le salieron las palabras. No porque le faltara valor, sino porque sabía que cualquier cosa que dijera sería inútil.

Miró hacia la puerta como buscando ayuda. ¿Dónde se habrá metido Rosa con sus cubiertos?, se preguntó.

—Creo que podríamos abordar un tema de conversación menos desagradable —dijo finalmente su madre, rompiendo el silencio.

¿Se alegrará de que no la haya puesto en ridículo?, pensó Ricarda al notar un gesto de satisfacción en sus labios.

En vista de que Rosa se tomaba su tiempo, aprovechó la oportunidad para despedirse antes de que perdiera los estribos y les armara a esas víboras el escándalo que sin duda anhelaban.

—Me van a perdonar, pero quisiera descansar un poco. Me temo que después de un viaje tan largo me falta la concentración necesaria para ser una interlocutora amena —se excusó, mientras se levantaba de su asiento.

Las dos invitadas carraspearon embarazosamente; el rostro de su madre se asemejaba a una máscara.

—Querida, tu té… —protestó, sin demasiada convicción.

—Gracias, pero de momento necesito descansar.

—Claro que sí, hija —corroboró su madre, esbozando una sonrisa complaciente.

Una vez que Ricarda se hubo despedido con una leve inclinación de cabeza, abandonó el salón. Cuando cerró la puerta a su espalda, se recostó contra la pared y cerró los ojos. Estaba tan agotada como después de un examen.

Rosa apareció ante ella con el servicio de mesa solicitado.

—Lléveselo otra vez a la cocina, Rosa; ya no hace falta.

Pero la doncella se quedó como petrificada, sin saber qué se esperaba de ella.

—Ande, váyase. Ya no necesito los cubiertos.

Ricarda se quedó otro rato apoyada en la pared, luego se separó de ella y se dirigió a su habitación del primer piso. Mientras se hacía el firme propósito de evitar el salón en los próximos días, oyó una cálida voz masculina.

—¡Ricarda!

Su padre apareció en mitad de la escalera. Llevaba una elegante levita cruzada a juego con los pantalones oscuros. La camisa almidonada era blanca como el jazmín, y los zapatos despedían un lustre impecable.

—¡Papá!

Ricarda se precipitó escaleras arriba.

Heinrich Bensdorf la recibió con los brazos abiertos.

—Hoy me he dicho: voy a terminar un poco antes, ya que mi hija vuelve a casa después de tanto tiempo.

Ricarda arrimó la cara al hombro de su padre. Al menos él se comportaba como siempre. Y olía como siempre. Su traje desprendía un ligero olor a fenol mezclado con el aroma de la colonia. El pelo gris le hacía cosquillas en la mejilla y, por un momento, se sintió trasladada a la infancia.

—Qué gusto volver a verte —dijo, abrazándole con fuerza—. A ti es al que más he echado de menos.

—Que no lo oiga tu madre, podría ofenderse.

Ya lo sabe de todas maneras, pensó Ricarda, pero enseguida se corrigió:

—Os he echado de menos a los dos. Un año se puede hacer larguísimo.

—Es cierto, pero ya estás aquí. Tienes tu diploma y eres una auténtica médica.

—Tendrías que haber visto las dificultades que me han puesto los señores catedráticos en el examen. Han estado casi dos horas haciéndome toda clase de preguntas capciosas.

—Y tú les has impresionado.

—Por lo menos me han dado un magna cum laude. Que yo sepa, de mi promoción solo lo han conseguido otros cinco.

Bensdorf la cogió por los hombros, sonrió y dijo:

—Estoy orgulloso de ti. Los dos lo estamos.

Una sonrisa iluminó la cara de Ricarda.

—¿Ya has estado con tu madre?

Ricarda asintió.

—De ahí vengo. Tiene visita; las damas se han escandalizado bastante al saber que he estudiado una carrera. Suponen que ahora seré una de esas feministas que llevan pantalones y asustan a los hombres.

Su padre meneó un poco la cabeza.

Ricarda suspiró.

—Al menos tendrán algo que contar cuando lleguen a casa.

—¿Qué te parece si damos un paseíto? —le preguntó de repente él.

—Estupendo —respondió ella, colgándose del brazo de su padre.

Da gusto volver a estar en casa, pensó.