Franz, muerto, pertenece por fin a su legítima esposa, más de lo que hasta entonces le había pertenecido nunca. Marie-Claude lo decide todo, se encarga de organizar el entierro, envía las esquelas, compra las coronas, encarga un vestido negro que es en realidad un vestido de bodas. Sí, el entierro del marido es para ella su verdadera boda; la culminación de su camino en la vida; la recompensa por todos sus sufrimientos.
Por lo demás, el pastor lo capta perfectamente y sobre la tumba habla de la fidelidad del amor que tuvo que pasar por muchas pruebas hasta llegar a ser para el finado, al final de su vida, el puerto seguro al que pudo regresar en el último momento. El colega de Franz, al que Marie-Claude le pidió que hablase en el entierro, también rindió homenaje, ante todo, a la entereza de la mujer del finado.
En algún lugar al fondo, sostenida por una amiga, estaba la chica de las gafas grandes. El llanto reprimido y la cantidad de pastillas consumidas hicieron que antes de que terminase el funeral sufriera un espasmo. Está encogida, se coge el vientre con las manos y su amiga tiene que llevársela del cementerio.