La traductora gritó por tercera vez su llamada con la bocina.
El silencio que nuevamente le respondió transformó de pronto la angustia de Franz en una rabia furiosa. Estaba muy cerca del puente que separa Tailandia de Camboya y le invadió un inmenso deseo de cruzarlo corriendo, de gritar al cielo terribles insultos y de morir en medio del inmenso estruendo de los disparos.
Ese repentino deseo de Franz nos recuerda algo; sí, nos recuerda al hijo de Stalin, que corrió a colgarse a las alambradas electrificadas al no poder soportar la visión de los polos de la existencia humana acercándose hasta tocarse, sin diferencia ya entre lo elevado y lo bajo, entre el ángel y la mosca, entre Dios y la mierda.
Franz no podía aceptar que la gloria de la Gran Marcha fuese lo mismo que la cómica vanidad de quienes participaban en ella y que el magnífico estruendo de la historia europea se perdiese en un silencio interminable sin que hubiese ya diferencia entre la historia y el silencio. En ese momento quiso poner su propia vida en el platillo de la balanza para demostrar que la Gran Marcha pesa más que la mierda.
Pero el hombre no es capaz de lograrlo. Sobre uno de los platillos de la balanza estaba la mierda, encima del otro se puso el hijo de Stalin con todo su cuerpo y la balanza no se movió.
En lugar de hacerse matar, Franz agachó la cabeza y regresó, a paso ligero con todos los demás, hacia los autobuses.