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El avión aterrizó en Bangkok. Cuatrocientos setenta médicos, intelectuales y periodistas se dirigieron a la sala principal de un hotel internacional donde les esperaban otros médicos, actores, cantantes y filósofos, y con ellos varios cientos de periodistas con sus blocs de notas, magnetófonos, aparatos fotográficos y cámaras de cine. La sala estaba presidida por un podio, encima del cual había una mesa alargada y, tras la mesa, unos veinte norteamericanos que habían empezado ya a dirigir la reunión.

Los intelectuales franceses, con los que Franz entró en la sala, se sentían desplazados y humillados. La marcha a Camboya era idea suya y de repente están allí los norteamericanos que, con maravillosa naturalidad, se han hecho con la dirección y, por si fuera poco, se ponen a hablar en inglés sin siquiera ocurrírseles pensar que pueda haber franceses o daneses que no les entiendan. Claro que los daneses olvidaron hace tiempo que antaño fueron una nación, de modo que los únicos europeos capaces de protestar eran los franceses. Aquélla era una cuestión de principios, de modo que se negaron a protestar en inglés, dirigiéndose a los norteamericanos que estaban en el podio en su lengua materna. Los norteamericanos reaccionaron con sonrisas de aceptación y simpatía, porque no entendían ni una palabra. Al fin, los franceses no tuvieron más remedio que formular sus objeciones en inglés: «¿Por qué se habla en esta reunión sólo en inglés si también hay franceses?».

Los norteamericanos se asombraron mucho por tan extraña objeción, pero no dejaron de sonreír y estuvieron de acuerdo en que todos los discursos se tradujeran. Se tardó mucho en encontrar a un traductor para que la reunión pudiera continuar. A partir de ese momento cada frase había que decirla en inglés y francés, de modo que la reunión duraba el doble y en realidad más del doble, porque todos los franceses hablaban inglés, interrumpían al traductor y discutían con él por cada palabra.

El momento cumbre de la reunión fue cuando subió al podio una famosa actriz norteamericana. Su aparición provocó la entrada en la sala de más fotógrafos y cámaras, y cada una de las sílabas que pronunciaba iba seguida por el disparo de algún aparato. La actriz hablaba de los niños que sufrían, de la barbarie de la dictadura comunista, del derecho de los hombres a la seguridad, del peligro que corrían los valores tradicionales de la sociedad civilizada, de la irrenunciable libertad del individuo y del presidente Carter, que estaba apenado por lo que sucedía en Camboya. La última frase la dijo llorando.

En ese momento se levantó un joven médico francés con un bigote pelirrojo y empezó a gritar: «¡Hemos venido a curar a la gente que se está muriendo! ¡No hemos venido a homenajear al presidente Carter! ¡Esto no es un circo norteamericano! ¡No hemos venido a protestar contra el comunismo, sino a curar a los enfermos!».

Otros franceses se sumaron al médico con bigote. El traductor se asustó y no se atrevía a traducir lo que decían. Los veinte norteamericanos del podio volvieron a mirarlos con sonrisas llenas de simpatía y muchos de ellos hacían gestos de aprobación, con la cabeza. Uno de ellos levantó incluso el puño, porque sabía que eso es lo que hacen los europeos en los momentos de euforia colectiva.