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Estaba de pie ante un caballete en el que había un cuadro a medio hacer. En un sillón detrás de ella estaba sentado un hombre mayor que observaba cada uno de los trazos de su pincel.

El hombre miró al reloj:

—Creo que deberíamos ir —dijo.

Dejó la paleta y fue al cuarto de baño a lavarse. El anciano se levantó del sillón y se inclinó para coger el bastón que estaba apoyado en la mesa. La puerta del atelier conducía directamente al parque. Oscurecía. Enfrente, a veinte metros de distancia, había una casa blanca de madera, con las ventanas de la planta baja iluminadas. Aquellas dos ventanas iluminando el ocaso emocionaron a Sabina.

Se ha pasado la vida diciendo que su enemigo es el kitsch. ¿Pero no lo lleva dentro de sí misma? Su kitsch es la imagen de un hogar, tranquilo, dulce, armónico, donde imperan una madre amable y un padre sabio. Aquella imagen surgió dentro de ella al morir sus padres. Cuanto menos se parecía la vida a aquel dulce sueño, más sensible era a su encanto, y varias veces le saltaron las lágrimas al ver en la televisión una historia sentimental en la que una hija desagradecida abrazaba a un padre abandonado y en el ocaso del día brillaban las ventanas de la casa de la feliz familia.

Conoció al anciano en Nueva York. Era rico y le gustaba la pintura. Vivían él y su mujer solos en una villa en el campo. Frente a la villa, en sus terrenos, había un viejo granero. Él lo arregló como atelier para Sabina, la invitó a pintar allí y se pasaba los días observando los movimientos de su pincel.

Ahora mismo están cenando los tres. La vieja señora le llama a Sabina «¡mi niña!», pero todo parece indicar que la realidad es exactamente al revés: Sabina hace aquí el papel de mamá, con dos hijos que dependen de ella, la admiran y estarían dispuestos a obedecerla si quisiera darles órdenes.

¿Encontró entonces en el umbral de la vejez a sus ancianos padres, a quienes cuando niña se les había escapado de la mano? ¿Encontró por fin a los hijos que ella misma nunca tuvo?

Sabía bien que aquello era una ilusión. Su estancia junto a los ancianos no es más que una breve parada. El viejo señor está gravemente enfermo y su mujer, cuando se quede sin él, irá a vivir con su hijo al Canadá. El camino de traiciones de Sabina continuará y, en medio de la insoportable levedad del ser, se oirá de vez en cuando, desde las profundidades de su alma, una canción sentimental acerca de dos ventanas iluminadas tras las cuales vive una familia feliz.

Esa canción le emociona, pero Sabina no se toma su emoción en serio. Sabe muy bien que esa canción es una hermosa mentira. En el momento en que el kitsch es reconocido como mentira, se encuentra en un contexto de no-kitsch. Pierde su autoritario poder y se vuelve enternecedor, como cualquiera otra debilidad humana. Porque ninguno de nosotros es un superhombre como para poder escapar por completo al kitsch. Por más que lo despreciemos, el kitsch forma parte del sino del hombre.