El primer decenio posterior a la segunda guerra mundial fue el período más horrible del terror estalinista. Fue entonces cuando detuvieron por alguna tontería al padre de Teresa y echaron de la casa a su hijita, que tenía diez años. En la misma época Sabina, a sus veinte años, estudiaba en la Academia de Bellas Artes. El profesor de marxismo le explicaba a ella y a sus condiscípulos esta tesis del arte socialista: la sociedad soviética ha llegado tan lejos que la contradicción básica ya no se da allí entre el bien y el mal, sino entre lo bueno y lo mejor. Por eso la mierda (es decir, lo que es esencialmente inaceptable) sólo podía existir en «otra parte» (por ejemplo, en América) y sólo desde allá, desde fuera, como algo extraño (por ejemplo, en forma de espías), podía introducirse en el mundo de «los buenos y los mejores».
En efecto, las películas soviéticas, que precisamente en aquella época extremadamente cruel inundaron los cines de todos los países comunistas, estaban impregnadas de una increíble inocencia. El mayor conflicto que podía producirse entre dos rusos era un malentendido amoroso: él cree que ella ya no le quiere y ella opina lo mismo de él. Al final caen uno en los brazos del otro y gotean lágrimas de felicidad.
La interpretación convencional de aquellas películas es actualmente la siguiente: mostraban el ideal comunista mientras la realidad comunista era peor.
Sabina protestaba siempre por semejante interpretación. Cuando se imaginaba que el mundo del kitsch soviético tuviera que hacerse realidad y que a ella pudiera tocarle vivir en él, sentía escalofríos. Daba prioridad, sin la menor vacilación, al régimen comunista verdadero, con todas sus persecuciones y sus colas para comprar carne. En el mundo comunista real se puede vivir. En el mundo del ideal comunista hecho realidad, en ese mundo de idiotas sonrientes, con los que no sería capaz de cambiar ni una palabra, moriría de horror en una semana.
Me parece que la sensación que despertaba en Sabina el kitsch soviético era semejante al horror que experimentaba Teresa en el sueño cuando marchaba con las mujeres desnudas alrededor de la piscina y tenía que cantar canciones alegres. Bajo la superficie del agua flotaban los cadáveres. Teresa no podía dirigirle a ninguna de las mujeres ni una sola palabra, ni una sola pregunta. Por respuesta no hubiera oído más que otra estrofa de la canción. Ni siquiera podía hacerle un guiño secreto a alguna de las mujeres. En seguida hubieran empezado a hacerle señas al hombre que estaba de pie en el cesto sobre la piscina para que la matase.
El sueño de Teresa descubre la verdadera función del kitsch: el kitsch es un biombo que oculta la muerte.