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Había varias mujeres semidesnudas, daban vueltas a su alrededor y él se sentía cansado. Para escapar de ellas, abrió la puerta de la habitación contigua. Vio en el sofá de enfrente a una muchacha.

También estaba semidesnuda, sólo en bragas. Estaba reclinada de costado y se apoyaba en un codo.

Le miraba con una sonrisa, como si supiera que iba a venir.

Se acercó a ella. Recorrió su cuerpo una sensación de inmensa felicidad por haberla encontrado y poder estar con ella. Se sentó junto a ella, él le dijo algo y ella también le habló. Irradiaba serenidad. Los gestos de su mano eran lentos y acompasados. Toda la vida había anhelado aquellos gestos serenos. Era precisamente aquella serenidad femenina la que había echado en falta toda la vida.

Pero en ese momento se produjo el deslizamiento del sueño al despertar. Se encontró en ese no man’s land en el que el hombre ya no duerme y aún no está despierto. Le aterró que la muchacha desapareciera ante sus ojos y se dijo: ¡Por Dios, no debo perderla! Intentó desesperadamente recordar quién era la muchacha, dónde la había encontrado, qué experiencia había tenido con ella. ¿Cómo es posible que no lo sepa, conociéndola tanto? Se hizo la promesa de llamarla por teléfono en cuanto amaneciese. Pero nada más pensarlo se alarmó, porque había olvidado su nombre y no podía llamarla. ¿Pero cómo puede olvidar el nombre de alguien a quien conoce tanto? Estaba ya casi despierto del todo, tenía los ojos abiertos y se preguntaba: ¿Dónde estoy? Sí, estoy en Praga, pero y esa muchacha, ¿es de Praga?, ¿no la habré visto en otro sitio?, ¿no será una suiza? Tardó un rato en comprender que no conocía a aquella muchacha, que no era de Suiza ni de Praga, que era la muchacha de un sueño, que no era de ninguna otra parte.

Estaba tan excitado que se incorporó en la cama. Teresa respiraba profundamente a su lado. Pensaba que la muchacha del sueño no se parecía a ninguna de las mujeres que jamás había visto. La muchacha que le había parecido íntimamente conocida era precisamente una completa desconocida. Pero era precisamente la que siempre había anhelado. Si existe para él algún paraíso personal, en ese paraíso tendría que vivir con ella. Esa mujer del sueño es el «es muss sein!» de su amor.

Recordó el conocido mito de El banquete de Platón: los humanos eran antes hermafroditas y Dios los dividió en dos mitades que desde entonces vagan por el mundo y se buscan. El amor es el deseo de encontrar a la mitad perdida de nosotros mismos.

Admitimos que eso es así; que cada uno de nosotros tiene en algún lugar del mundo a su mitad, con la que una vez formó un solo cuerpo. La otra mitad de Tomás era la muchacha con la que había soñado. Lo que sucede es que el hombre no encuentra a la otra mitad de sí mismo. En su lugar le envían, en un cesto aguas abajo, a Teresa. ¿Pero qué sucede si se encuentra realmente con la mujer que le corresponde, con la otra mitad de sí mismo? ¿A quién dará prioridad? ¿A la mujer del cesto o a la mujer del mito de Platón?

Se imaginó que estaba viviendo en un mundo ideal con la muchacha del sueño. Junto a las ventanas abiertas de su residencia pasa Teresa. Está sola, se detiene en medio de la acera y desde allí lo mira, con una mirada de infinita tristeza. Y él no soporta aquella mirada. ¡Siente otra vez el dolor de ella en su propio corazón! Está otra vez en poder de la compasión y se hunde en el alma de ella. Atraviesa de un salto la ventana. Pero ella le dice amargamente que se quede allí donde se siente feliz y hace aquellos gestos bruscos y crispados que le disgustaban en ella y que siempre le habían molestado. Coge aquellas manos nerviosas y las estrecha entre las suyas para calmarlas. Y sabe que abandonaría en cualquier momento la casa de su felicidad, que abandonaría en cualquier momento su paraíso en el que vive con la muchacha del sueño, que traicionaría el «es muss sein!» de su amor para irse con Teresa, la mujer nacida de seis ridículas casualidades.

Seguía incorporado en la cama y miraba a la mujer que yacía a su lado y apretaba en sueños su mano. Sentía hacia ella un amor indescriptible. Ella debía tener en aquel momento un sueño muy frágil porque abrió los ojos y lo miró con asombro.

—¿Qué miras? —preguntó ella.

Sabía que no debía despertarla, que tenía que hacer que volviese a dormirse; por eso trató de responder de tal modo que sus palabras creasen en su mente la imagen de un nuevo sueño.

—Miro las estrellas —dijo.

—No mientas, no miras las estrellas. Estás mirando hacia abajo.

—Porque estamos en un avión. Las estrellas están por debajo de nosotros —respondió Tomás.

—Ah, en un avión —dijo Teresa.

Apretó aún más la mano de Tomás y volvió a dormirse. Tomás sabía que ahora Teresa estaba mirando por la ventana redonda de un avión que vuela muy por encima de las estrellas.