A los pocos días ya podía leer artículos sobre la petición en todos los periódicos.
Por supuesto no decían que se trataba de una amable solicitud que intercedía por los presos políticos y solicitaba su liberación. Ninguno de los periódicos citó ni una sola frase de aquel breve texto. En lugar de eso hablaban extensa, confusa y amenazadoramente de una especie de manifiesto contra el Estado, que pretendía convertirse en la base de una nueva lucha contra el socialismo. Nombraban a los que habían firmado el texto y acompañaban los nombres de calumnias y ataques que le pusieron a Tomás la piel de gallina.
Claro, era previsible. En aquella época cualquier acción pública (reunión, petición, manifestación callejera) que no estuviera organizada por el partido comunista era considerada automáticamente ilegal y significaba un peligro para quienes participaban en ella. Eso lo sabían todos. Pero quizá por eso le fastidiaba aún más no haber firmado la petición. ¿Y por qué no la había firmado? Ya ni siquiera es capaz de recordar exactamente los motivos de su decisión.
Y vuelvo a verlo tal como apareció ante mí no bien empezaba la novela. Está de pie junto a la ventana y mira, a través del patio, la pared del edificio de enfrente.
Ésa es la imagen de la que nació. Como dije ya, los personajes no nacen como los seres humanos del cuerpo de su madre, sino de una situación, una frase, una metáfora en la que está depositada, como dentro de una nuez, una posibilidad humana fundamental que el autor cree que nadie ha descubierto aún o sobre la que nadie ha dicho aún nada esencial.
¿Acaso no es cierto que el autor no puede hablar más que de sí mismo?
Mirar con impotencia el patio y no saber qué hacer; oír el terco sonido de las propias tripas en el momento de la emoción amorosa; traicionar y no ser capaz de detenerse en el hermoso camino de la traición; levantar el puño entre el gentío de la Gran Marcha; hacer exhibición de ingenio ante los micrófonos secretos de la policía; todas esas situaciones las he conocido y las he vivido yo mismo, sin embargo de ninguna de ellas surgió un personaje como el que soy yo, con mi curriculum vitae. Los personajes de mi novela son mis propias posibilidades que no se realizaron. Por eso les quiero por igual a todos y todos me producen el mismo pánico: cada uno de ellos ha atravesado una frontera por cuyas proximidades no hice más que pasar. Es precisamente esa frontera (la frontera tras la cual termina mi yo), la que me atrae. Es más allá de ella donde empieza el secreto por el que se interroga la novela. Una novela no es una confesión del autor, sino una investigación sobre lo que es la vida humana dentro de la trampa en que se ha convertido el mundo. Pero basta. Volvamos a Tomás.
Está solo en casa y mira a través del patio la sucia pared del edificio de enfrente. Extraña a aquel hombre alto de la barba larga, a sus amigos, a los que no conoce y entre los cuales no se cuenta. Se siente como si hubiera encontrado en el andén a una hermosa desconocida y, antes de haber podido dirigirle la palabra, ella hubiera subido al coche-cama en dirección de Estambul o Lisboa.
Trató de recapacitar sobre lo que hubiera sido correcto hacer. Aunque procuraba dejar de lado todo lo que tenía que ver con los sentimientos (la admiración que sentía por el redactor o la irritación que le producía el hijo), no estaba seguro todavía de si debía haber firmado el texto que le presentaron.
¿Es correcto levantar la voz cuando a uno lo acallan? Sí.
Pero por otra parte: ¿Por qué le habían dedicado tanto espacio los periódicos a aquella petición? La prensa (totalmente manipulada por el Estado) podía haber mantenido un silencio absoluto sobre el asunto y nadie se hubiera enterado. ¡Si había hablado de la petición era porque les había hecho el juego a los que gobernaban el país! Les había llegado como caída del cielo para justificar y poner en marcha una nueva serie de persecuciones.
¿Qué era entonces lo correcto? ¿Firmar o no firmar?
La pregunta puede formularse también del siguiente modo: ¿Es mejor gritar y acelerar así la propia muerte? ¿O callar y lograr así una muerte más lenta?
¿Puede haber alguna respuesta para estas preguntas?
Y se le vuelve a ocurrir una idea que ya conocemos: La vida humana acontece sólo una vez y por eso nunca podremos averiguar cuáles de nuestras decisiones fueron correctas y cuáles fueron incorrectas. En la situación dada sólo hemos podido decidir una vez y no nos ha sido dada una segunda, una tercera, una cuarta vida para comparar las distintas decisiones.
Con la historia sucede algo semejante a lo que ocurre con la vida. La historia de los checos es sólo una. Un día concluirá, igual que la vida de Tomás, y nunca podrá ya repetirse por segunda vez.
En 1618 los estados checos le plantaron cara a la situación, decidieron defender sus libertades religiosas, se enfadaron con el emperador que residía en Viena y tiraron por la ventana del castillo de Praga a dos de sus altos funcionarios. Así empezó la guerra de los treinta años que condujo a la casi completa destrucción de la nación checa. ¿Debieron haber tenido los checos en aquella ocasión más prudencia que arrojo? La respuesta parece sencilla, pero no lo es.
Trescientos años más tarde, en 1938, tras la conferencia de Munich, el mundo decidió sacrificar su país a Hitler. ¿Debieron haber intentado luchar por su propia cuenta contra una fuerza ocho veces superior? A diferencia de 1618, aquella vez tuvieron más prudencia que arrojo. Con su capitulación empezó la segunda guerra mundial que condujo a la pérdida definitiva de la libertad de la nación por muchos decenios o siglos. ¿Debieron haber tenido entonces más arrojo que prudencia? ¿Qué debían haber hecho?
Si la historia de Bohemia pudiera repetirse, sería sin duda bueno intentar la otra eventualidad y comparar después los resultados. Sin un experimento de este tipo, todas las reflexiones no son más que un juego de hipótesis.
Einmal ist keinmal. Lo que sólo ocurre una vez es como si no hubiera ocurrido. La historia de los checos no se repetirá por segunda vez, la de Europa tampoco. La historia de los checos y la de Europa son dos bocetos dibujados por la fatal inexperiencia de la humanidad. La historia es igual de leve que una vida humana singular, insoportablemente leve, leve como una pluma, como el polvo que flota, como aquello que mañana ya no existirá.
Tomás se acordó una vez más, con cierta nostalgia, casi con amor, del alto y encorvado redactor. Aquel hombre actuaba como si la historia no fuese sólo un boceto, sino un cuadro terminado. Actuaba como si todo lo que hacía tuviera que repetirse incontables veces en un eterno retorno y como si estuviera seguro de que nunca dudaría de lo que había hecho. Estaba convencido de que tenía razón y no creía que eso fuera un síntoma de limitación mental, sino un signo de virtud. Aquel hombre vivía en una historia distinta de la de Tomás: en una historia que no era un boceto (o que no sabía que lo era).