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Entre los hombres que van tras muchas mujeres podemos distinguir fácilmente dos categorías. Unos buscan en todas las mujeres su propio sueño, subjetivo y siempre igual, sobre la mujer. Los segundos son impulsados por el deseo de apoderarse de la infinita variedad del mundo objetivo de la mujer.

La obsesión de los primeros es lírica: se buscan a sí mismos en las mujeres, buscan su ideal y se ven repetidamente desengañados porque un ideal es, como sabemos, aquello que nunca puede encontrarse. El desengaño que los lleva de una mujer a otra le brinda a su inconstancia cierta disculpa romántica, de modo que muchas mujeres sentimentales pueden sentirse conmovidas por su terca poligamia.

La segunda obsesión es épica y las mujeres no ven en ella nada conmovedor: el hombre no proyecta sobre las mujeres un ideal subjetivo; por eso todo le resulta interesante y nada puede desengañarlo. Y es precisamente esa incapacidad para el desengaño la que contiene algo de escandaloso. La obsesión del mujeriego épico le produce a la gente la impresión de que no se ha pagado nada a cambio de ella (no se ha pagado con el desengaño).

Debido a que el mujeriego lírico persigue siempre al mismo tipo de mujeres, nadie se da cuenta de que cambia de amantes; los amigos le crean permanentemente conflictos porque no son capaces de diferenciar a sus amigas y les atribuyen siempre el mismo nombre.

Los mujeriegos épicos (y por supuesto que Tomás es uno de ellos) se alejan cada vez más, en su búsqueda del conocimiento, de la belleza femenina convencional, de la que se han hartado rápidamente, y terminan indefectiblemente como coleccionistas de curiosidades. Saben que lo son, les da un poco de vergüenza y, para no poner a los amigos en aprietos, no suelen salir públicamente con sus amantes.

Hacía ya dos años que limpiaba ventanas cuando recibió un encargo de una cliente nueva. Su rareza despertó de inmediato en él su interés en cuanto la vio al abrirle la puerta. Era una rareza discreta, que se mantenía dentro de los límites de una agradable trivialidad (la predilección de Tomás por lo curioso no tenía nada que ver con la predilección de Fellini por los monstruos): era extraordinariamente alta, algo más alta que él, tenía una nariz fina y muy larga y su cara era hasta tal punto fuera de lo corriente que no podía decirse que fuera guapa (¡todo el mundo hubiera protestado!), pese a que (al menos a juicio de Tomás) no era fea. Estaba vestida con un pantalón y una blusa blanca, parecía una curiosa combinación de tierno adolescente, jirafa y cigüeña.

Lo observaba con una mirada insistente, atenta e indagadora, en la que no faltaba un destello de inteligente ironía.

—Adelante, doctor —dijo.

Comprendió que la mujer sabía quién era él. Prefirió, sin embargo, no reaccionar y preguntó:

—¿Dónde podría llenar el cubo de agua?

Le abrió la puerta del cuarto de baño. Se encontró con el lavabo, la bañera y la taza del water; delante de la bañera, del lavabo y de la taza había unas pequeñas alfombrillas de color rosado.

La mujer que parecía una jirafa y una cigüeña sonreía, sus ojos se entrecerraban, de modo que todo lo que decía parecía lleno de un sentido oculto o de ironía.

—El cuarto de baño está a su completa disposición, doctor —dijo—. Puede hacer con él lo que le plazca.

—¿Puedo incluso bañarme? —preguntó Tomás.

—¿Le gusta bañarse? —le preguntó.

Llenó el cubo de agua caliente y regresó al salón.

—¿Por dónde prefiere que empiece?

—Eso sólo depende de usted —se encogió de hombros.

—¿Puedo ver las ventanas de las demás habitaciones?

—¿Quiere conocer mi casa? —sonrió, como si lo de lavar las ventanas fuese una manía de él que no tuviese interés para ella.

Entró en la habitación contigua. Era un dormitorio con una ventana grande, dos camas juntas y un cuadro con un paisaje otoñal con abedules y un sol poniente.

Al regresar había una botella abierta encima de la mesa con dos vasos.

—¿No prefiere reponer fuerzas antes de semejante trabajo? —preguntó.

—Encantado —dijo Tomás y se sentó.

—Tiene que ser una experiencia interesante para usted conocer tantas casas —dijo.

—No está mal —dijo Tomás.

—En todas partes le esperan mujeres cuyos maridos están trabajando.

—Son mucho más frecuentes las abuelas y las suegras —dijo Tomás.

—¿Y no echa en falta su anterior profesión?

—Mejor explíqueme cómo se ha enterado de mi profesión.

—Su empresa se jacta de contar con usted —dijo la mujer parecida a una cigüeña.

—¿Todavía siguen? —se asombró Tomás.

—Cuando llamé por teléfono para que alguien me viniera a limpiar las ventanas, me preguntaron si quería que viniera usted. Me dijeron que es usted un gran cirujano y que lo echaron del hospital. Naturalmente, me llamó la atención.

—Es usted muy curiosa —dijo.

—¿Se me nota?

—Sí, en la mirada.

—¿Cómo miro?

—Entorna los ojos. Y no para de preguntar.

—¿Y a usted no le gusta responder?

Desde el comienzo, ella le había dado a la conversación la gracia de la coquetería. Nada de lo que decía tenía que ver con el mundo que les rodeaba, todas las palabras se referían directamente a ellos mismos. Y ya que él y ella eran desde el comienzo el tema principal de la conversación, nada más fácil que completar las palabras con roces y Tomás, al hablar de sus ojos entornados, se los acarició. Ella también le retribuía cada caricia con otra suya. No lo hacía espontáneamente, sino más bien con una especie de perseverancia deliberada, como si estuviese jugando al juego de «lo que usted me haga a mí, yo se lo haré a usted». Así estaban sentados frente a frente, las manos de cada uno en el cuerpo del otro.

No empezó a resistirse hasta que intentó tocarle el sexo. Tomás no tenía manera de saber hasta qué punto la resistencia iba en serio, pero de todos modos había pasado ya demasiado tiempo y en diez minutos tenía que estar en casa de otro cliente.

Se levantó y le explicó que tenía que marcharse. Ella tenía la cara roja.

—Tengo que firmarle la factura —dijo.

—Pero si no he hecho nada —protestó.

—La culpa ha sido mía —dijo y luego añadió con voz queda, lenta, inocente—: Voy a tener que volver a encargarle el trabajo, para que pueda terminar lo que por mi culpa ni siquiera pudo empezar.

Al negarse Tomás a darle la factura para que la firmara, dijo con ternura, como si le estuviese pidiendo un favor:

—Démela, por favor —y añadió entornando los ojos—: No la pago yo, sino mi marido. Y no la cobra usted, sino la empresa estatal. Esta transacción no tiene nada que ver con nosotros dos.