Tras el encuentro Tomás se quedó con un humor de perros. Se reprochaba haber aceptado el tono jovial de la conversación. ¡Ya que no se había negado a hablar con el policía (no estaba preparado para semejante situación, no sabía qué prescribía la ley), al menos tenía que haberse negado a tomar una copa de vino con él en el bar, como si fuese un amigo! ¿Qué pasaría si lo hubiese visto alguien que conociera a aquel hombre? ¡Pensaría que Tomás está al servicio de la policía! ¿Y por qué ha tenido que decirle que el artículo fue recortado? ¿Para qué le dio, sin ninguna necesidad, esa información? Estaba absolutamente descontento de sí mismo.
Dos semanas más tarde el hombre del Ministerio regresó. Pretendía que fueran otra vez al bar de enfrente, pero Tomás le pidió que permaneciera en el consultorio.
—Comprendo, doctor —sonrió.
Aquella frase despertó la atención de Tomás. El hombre del Ministerio había hablado como un ajedrecista que le confirma a su contrincante que en la jugada anterior ha cometido un error.
Se habían sentado en dos sillas, uno frente al otro y entre ambos estaba el escritorio de Tomás. Al cabo de unos diez minutos, durante los cuales hablaron de la epidemia de gripe que alcanzaba en aquel momento su apogeo, el hombre dijo:
—He estado meditando sobre su caso, doctor. Si se tratase únicamente de usted, la cosa sería sencilla. Pero tenemos que tener en cuenta la opinión pública. Queriendo o sin querer, con su artículo contribuyó a impulsar la histeria anticomunista. No puedo ocultarle que incluso hemos recibido una propuesta para que se le exijan a usted responsabilidades penales por ese artículo. Hay un párrafo que lo contempla. Incitación pública a la violencia.
El hombre del Ministerio se calló y miró a Tomás a los ojos. Tomás se encogió de hombros. El hombre volvió nuevamente al tono amistoso:
—Hemos rechazado esas propuestas. Cualquiera que sea su responsabilidad, a la sociedad le interesa que trabaje en el puesto en el que mejor provecho puede sacar a su capacidad. Su director lo estima a usted mucho. Y también tenemos información de sus pacientes. ¡Es usted un gran especialista, doctor! Nadie puede exigirle a un médico que entienda de política. Usted se dejó engañar. Habría que dejar las cosas en su justo lugar. Por eso querríamos proponerle un texto para la declaración que, a nuestro juicio, debería hacer para la prensa. Ya nos ocuparíamos nosotros de que se publicara en el momento adecuado —y le dio a Tomás un papel.
Tomás leyó lo que estaba escrito y se horrorizó. Era mucho peor que lo que dos años antes le había pedido su director. Aquello no era solamente una retractación total con respecto al artículo sobre Edipo. Había frases sobre el amor a la Unión Soviética, sobre la fidelidad al partido comunista, había una condena a los intelectuales que al parecer querían arrastrar al país a una guerra civil, pero, sobre todo, había una denuncia contra los redactores del semanario de la Unión de Escritores, incluido el nombre del redactor alto y encorvado (Tomás no había hablado nunca con él pero sabía su nombre y le conocía de ver su foto en la prensa), que habían deformado conscientemente su artículo para cambiarle el sentido y transformarlo en una proclama contrarrevolucionaria; según parece eran demasiado cobardes para escribir ellos mismos un artículo así y trataron de aprovecharse de un ingenuo médico.
El hombre del Ministerio percibió el gesto de horror que había en los ojos de Tomás. Se inclinó y le dio una amistosa palmada en la rodilla por debajo de la mesa:
—¡Estimado doctor, eso no es más que una sugerencia! Tómese tiempo para pensarlo y, si quiere modificar alguna frase, por supuesto podemos llegar a un acuerdo. ¡Al fin y al cabo el texto es suyo!
Tomás le devolvió el papel al policía como si le diese miedo tenerlo un segundo más en sus manos. Era casi como si creyera que alguien fuera algún día a buscar en él sus huellas dactilares.
En lugar de coger el papel, el hombre del Ministerio extendió con fingida sorpresa los brazos (era el mismo gesto que emplea el Papa para bendecir a las masas desde su balcón):
—Pero doctor, ¿por qué me lo devuelve? Quédeselo. Ya lo meditará tranquilamente en su casa.
Tomás hizo un gesto de negación con la cabeza, manteniendo pacientemente el papel en la mano extendida. El hombre del Ministerio dejó de imitar al Papa durante la bendición y al fin tuvo que coger el papel.
Tomás tenía la intención de decirle con toda energía que no pensaba escribir ni firmar jamás ningún texto de ese tipo. Pero finalmente optó por otro tono. Dijo con suavidad:
—No soy un analfabeto. ¿Por qué iba a firmar algo que no he escrito yo mismo?
—Bien, doctor, podemos hacerlo al revés. Usted primero lo escribe y después lo revisamos los dos juntos. Lo que ha leído podrá servirle al menos como modelo.
¿Por qué no rechazó enseguida la proposición del policía con toda energía?
Seguramente le pasó por la cabeza la siguiente idea: Este tipo de declaraciones sirve para desmoralizar a todo el país (ésa es evidentemente la estrategia general de los rusos), pero en su caso la policía persigue probablemente algún objetivo concreto: es posible que estén preparando un proceso contra los redactores del semanario en el que Tomás escribió su artículo. Si eso es así, necesitan la declaración de Tomás como prueba en el juicio y como parte de la campaña de prensa que organizarán contra los redactores. Si ahora se negase tajante y enérgicamente, correría el riesgo de que la policía publicase el texto, tal como estaba preparado, falsificando su firma. ¡Ningún periódico publicaría una rectificación suya! ¡No habría nadie en el mundo que creyese que no lo había ni escrito ni firmado! Comprendió que la gente, al ver a alguien moralmente humillado, se alegraba demasiado como para permitir que sus explicaciones le privaran de su placer.
Al darle a la policía esperanzas de que fuera a escribir algún tipo de declaración, había logrado ganar tiempo. Al día siguiente presentó por escrito la dimisión a su puesto. Suponía (correctamente) que en cuanto descendiese voluntariamente al puesto más bajo de la escala social (al que en aquella época habían descendido, por lo demás, miles de intelectuales de otras especialidades), la policía perdería todo poder sobre él y dejaría de ocuparse de su persona. En tales circunstancias no iban a poder publicar una declaración suya, porque carecería de credibilidad. Y es que esas vergonzosas declaraciones públicas van siempre ligadas al ascenso y no a la caída de los firmantes.
Pero en Bohemia los médicos son empleados del Estado y el Estado puede admitir o no sus dimisiones. El empleado con el que Tomás trató el tema de su dimisión conocía su nombre y le apreciaba. Trató de convencerlo de que no dejase su puesto. De pronto Tomás se dio cuenta de que no estaba en absoluto seguro de haber decidido correctamente. Pero se sentía ligado a su decisión por una especie de promesa de fidelidad y la mantuvo. Y así se convirtió en limpiador de escaparates.