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Volvieron a Praga.

Teresa pensaba en la fotografía en la que su cuerpo desnudo es abrazado por el ingeniero. Se consolaba: Aunque existiese tal fotografía, Tomás no la verá nunca. El único valor que tiene para ellos esa foto es que, gracias a ella, van a poder extorsionar a Teresa. En cuanto se la enviasen a Tomás, la foto perdería para ellos todo su valor.

¿Pero qué sucederá si la policía llega a la conclusión de que Teresa no tiene para ellos ningún interés? En ese caso la foto puede convertirse para ellos en un simple objeto de entretenimiento y nadie podrá impedir que alguien, quizá sólo para divertirse, la meta en un sobre y la envíe a la dirección de Tomás.

¿Qué pasaría si Tomás recibiese semejante fotografía? ¿La echaría de su lado? Es posible que no. Probablemente no. Pero la frágil construcción de su amor se derrumbaría por completo. Porque esa construcción tiene por única columna su fidelidad y los amores son como los imperios: cuando desaparece la idea sobre la cual han sido construidos, perecen ellos también.

Tenía ante los ojos una imagen: el conejo corriendo por el surco, el cazador con el sombrero verde y la torre de la capilla por encima del bosque.

Deseaba decirle a Tomás que debían irse de Praga. Dejar a los niños que entierran vivas a las cornejas, dejar a los sociales, dejar a las jóvenes armadas con paraguas. Deseaba decirle que debían irse al campo. Que aquél era el único camino de la salvación.

Volvió la cabeza hacia él. Pero Tomás callaba y miraba la carretera ante él. Teresa no sabía cómo salvar aquel silencio entre ambos. Se sentía como aquella otra vez, al bajar de Petrin. La angustia le oprimía el estómago y tenía ganas de devolver. Tomás le daba miedo. Era demasiado fuerte para ella y ella demasiado débil. Le daba órdenes que ella no comprendía. Procuraba cumplirlas, pero no sabía.

Deseaba regresar a Petrin y pedirle al hombre del fusil que le permitiese atarse la venda ante los ojos y apoyarse en el tronco del castaño. Deseaba morir.