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Era un hombre de unos cincuenta años, un campesino al que Tomás había operado en una ocasión.

Desde entonces lo mandaban todos los años a curarse a ese balneario. Invitó a Tomás y a Teresa a tomar una copa de vino. Dado que en Bohemia los perros tienen prohibida la entrada en los sitios públicos, Teresa fue a llevar a Karenin al coche y los hombres se sentaron mientras tanto en la cafetería. Cuando regresó, el campesino estaba diciendo:

—En nuestro pueblo la situación está tranquila. Hasta me eligieron hace dos años presidente de la cooperativa.

—Le felicito —dijo Tomás.

—Ya sabe usted, el campo. La gente quiere irse. Los de arriba tienen que conformarse con que haya alguien, al menos alguien, que quiera quedarse. A nosotros no nos pueden echar del trabajo.

—Sería un sitio ideal para nosotros —dijo Teresa.

—Se aburriría usted, joven. Allí no hay nada. No hay absolutamente nada.

Teresa miraba la cara curtida del agricultor. Le resultaba muy simpático. ¡Después de tanto tiempo, por fin alguien volvía a serle simpático! Tenía ante los ojos la imagen del campo: un pueblecito con la torre de la capilla, las tierras, los bosques, el conejo que corre junto a un surco, el cazador con el sombrero verde. Nunca había vivido en el campo. Aquella imagen era de oídas. O de lecturas. O se la habían impreso en la conciencia sus antepasados lejanos. Y sin embargo la imagen era clara y precisa, como una fotografía de la tatarabuela en el álbum familiar o como un grabado antiguo.

—¿Aún siente algún dolor? —preguntó Tomás.

El agricultor indicó un lugar detrás del cuello, allí donde el cráneo se une a la columna:

—A veces me duele aquí.

Sin levantarse de la silla, Tomás le palpó el lugar señalado y estuvo un rato haciéndole preguntas.

Después le dijo:

—Yo ya no tengo derecho a recetar. Pero cuando llegue a casa, dígale a su médico que habló conmigo y que le recomendé esto.

Sacó del bolsillo de la chaqueta un bloc y arrancó un papel. Con letras de imprenta escribió el nombre del medicamento.