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La gente, en su mayoría, huye de sus penas hacia el futuro. Se imaginan, en el correr del tiempo, una línea más allá de la cual sus penas actuales dejarán de existir. Pero Teresa no ve ante sí rayas como ésas. Lo único que puede consolarla es mirar hacia atrás. Otra vez era domingo. Cogieron el coche y se fueron lejos de Praga.

Tomás estaba sentado al volante, Teresa a su lado y Karenin se acercaba a ellos de vez en cuando desde el asiento trasero y les lamía las orejas. Al cabo de dos horas llegaron a un balneario donde habían pasado unos días hacía seis años. Querían pasar la noche allí.

Pararon el coche en la plaza y bajaron. No había cambiado nada. Frente a ellos estaba el hotel en el que habían vivido tiempo atrás y delante de él un antiguo tilo. A la izquierda del hotel arrancaba un antiguo paseo, construido en madera, al final del cual brotaba de una fuente de mármol el manantial sobre el que hoy, tal como entonces, se inclinaba la gente con sus vasos en la mano.

Tomás señaló de nuevo el hotel. Algo había cambiado. Antes se llamaba Grand y ahora llevaba un cartel que decía Baikal. Se fijaron en la placa que había en la esquina del edificio: Plaza de Moscú. Y recorrieron después (Karenin los seguía sin correa) todas las calles que conocían, mirando sus nombres: había una calle de Stalingrado, una de Leningrado, otra de Rostov, la de Novosibirsk, la de Kiev, la de Odesa, había un sanatorio Chaikovski, un sanatorio Tolstoi, un sanatorio Rimski-Korsakov, un hotel Suvorov, un cine Gorki y un café Pushkin. Todas las denominaciones estaban sacadas de la geografía y la historia rusas.

Teresa recordó los primeros días de la invasión. La gente quitaba en todas las ciudades las placas con los nombres de las calles y eliminaba en las carreteras los indicadores en los que figuraban los nombres de las ciudades. El país se volvió anónimo en una sola noche. Siete días deambuló el ejército ruso por el territorio sin saber dónde estaba. Los oficiales buscaban los edificios de los periódicos, de la televisión, de la radio, querían ocuparlos pero no podían encontrarlos. Le preguntaban a la gente, pero la gente se encogía de hombros o les daba nombres falsos y direcciones falsas.

Al cabo de los años, de pronto, parece que aquel anonimato fue peligroso para el país. Las calles y los edificios ya no podían recuperar sus nombres originales. Y así, de pronto, un balneario checo se convirtió en una especie de pequeña Rusia imaginaria y Teresa se encontró con que el pasado que había venido a buscar le había sido confiscado. Ya no les apetecía pasar la noche allí.