Todos los días tenía miedo de que el ingeniero apareciese por el bar y de no ser capaz de decirle «no». Con el paso de los días el temor a que viniera fue reemplazado por el miedo a que no viniera.
Pasó un mes y el ingeniero no apareció. A Teresa aquello le parecía inexplicable. El deseo frustrado pasó a segundo plano y fue reemplazado por la intranquilidad: ¿por qué no acudió?
Atendía a los clientes. Estaba entre ellos el calvo que una vez se había metido con ella diciéndole que servía alcohol a menores. Estaba contando en voz alta un cuento verde, el mismo que había oído ya cien veces a los borrachos a los que servía cerveza, tiempo atrás, en la pequeña ciudad. Una vez más le parecía que el mundo de la madre volvía a ella y por eso interrumpió al calvo con muy malos modos.
El hombre se ofendió:
—Usted no me va a decir a mí lo que tengo que hacer. Puede estar muy contenta de que nosotros la dejemos seguir aquí detrás de esta barra.
—Nosotros ¿quiénes? ¿Quiénes son nosotros?
—Nosotros —dijo el hombre y pidió otra vodka—. Y recuerde que no le voy a permitir que me ofenda —después señaló el cuello de Teresa, que llevaba un collar de perlas baratas—: ¿De dónde sacó esas perlas? ¡Seguro que no se las dio su marido que limpia escaparates! ¡Ése no tiene dinero para comprarle regalos! Se lo dan los clientes, ¿eh? Y a cambio ¿de qué?
—¡Calle la boca inmediatamente! —le gritó Teresa.
El hombre intentó coger con sus dedos el collar:
—¡No olvide que en nuestro país está prohibida la prostitución!
Karenin se levantó, se apoyó con las patas delanteras en la barra y gruñó.