Durante el primer año Teresa gritaba cuando hacían el amor y aquellos gritos, como ya he dicho, pretendían cegar y ensordecer los sentidos. Más tarde, ya gritaba menos, pero su alma seguía ciega de amor y no veía nada. Sólo cuando se acostó con el ingeniero, la ausencia de amor permitió que su alma viese con claridad.
Había ido otra vez a la sauna y estaba ante el espejo. Se miraba y veía la escena amorosa en el piso del ingeniero. Lo que de ella recordaba no era al amante. Francamente, no sería capaz de describirlo, posiblemente no se había fijado en su aspecto cuando estaba desnudo. De lo que se acordaba (y lo que ahora, excitada, veía en el espejo) era su propio cuerpo; su pubis y la mancha redonda situada inmediatamente encima de él. Aquella mancha que hasta entonces había sido para ella un simple y prosaico defecto de la piel, se le había grabado en la mente. Deseaba volver a verla una y otra vez en aquella increíble proximidad del miembro de un extraño.
Es necesario que lo subraye una vez más: lo que deseaba no era ver el sexo de un extraño. Quería ver su pubis en compañía de un miembro extraño. No deseaba el cuerpo de un amante. Deseaba a su propio cuerpo, repentinamente descubierto, el más próximo y el más extraño y el más excitante.
Observaba su cuerpo lleno de pequeñas gotas que le habían quedado de la ducha y pensaba que el ingeniero volvería a pasar por el bar dentro de poco. ¡Deseaba que viniera, que la invitara a su casa!
¡Lo deseaba enormemente!