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Regresaba de la tienda con Karenin, que llevaba en la boca su panecillo. Era una mañana fría, helaba ligeramente. Pasaban junto a unos bloques a cuyo lado la gente había convertido las grandes superficies que quedaban entre los edificios en pequeños jardines y huertos. Karenin se detuvo de pronto y miró fijamente en aquella dirección. Ella también miró, pero no vio nada de particular. Karenin la arrastró y ella se dejó llevar. Tardó un poco en advertir sobre la tierra helada de un surco vacío la cabeza negra de una corneja con su gran pico. La cabeza sin cuerpo apenas se movía y el pico emitía de vez en cuando un sonido triste, ronco.

Karenin estaba tan excitado que dejó caer el panecillo. Teresa tuvo que atarlo a un árbol porque temía que le hiciese daño a la corneja. Después se arrodilló en el suelo y trató de escarbar la tierra aplastada alrededor del pájaro al que habían enterrado vivo. No era fácil. Se rompió una uña, sangró.

En ese momento cayó junto a ella una piedra. Echó una mirada y vio a dos chicos de apenas diez años junto a la esquina de una casa. Se incorporó. La vieron moverse, se fijaron en el perro junto al árbol y huyeron.

Volvió a arrodillarse en el suelo escarbando en la tierra hasta que logró liberar la corneja de su tumba. Pero el pájaro estaba lastimado y no podía andar ni levantar el vuelo. Lo envolvió en una pañoleta roja que llevaba al cuello y lo apretó con la mano izquierda contra su cuerpo. Con la derecha desató a Karenin del árbol y tuvo que hacer uso de toda su fuerza para que se calmara y se mantuviera junto a su pierna.

Llamó a la puerta porque no tenía las manos libres para buscar la llave en el bolsillo. Tomás le abrió. Le pasó la correa de Karenin. «¡Sujétalo!», le ordenó y llevó la corneja al cuarto de baño. La puso en el suelo debajo del lavabo. La corneja se agitaba pero no podía moverse. Fluía de ella una especie de espeso líquido amarillo. Le puso unos trapos viejos debajo del lavabo para que no le dieran frío los baldosines. El pájaro agitaba a cada rato el ala herida y su pico apuntaba hacia arriba como un mudo reproche.