Las tazas de water en los cuartos de baño modernos se elevan del suelo como flores blancas de nenúfar. El arquitecto hace todo lo posible para que el cuerpo olvide sus miserias y el hombre no sepa qué pasa con los residuos de sus entrañas cuando rumorea por encima de ellos el agua violentamente salida del depósito. Los tubos de la canalización, aunque llegan con sus tentáculos hasta nuestras casas, están cuidadosamente ocultos a nuestra vista y nosotros no sabemos nada de la invisible Venecia de mierda sobre la cual están edificados nuestros cuartos de baño, habitaciones, salas de baile y parlamentos.
El retrete del antiguo edificio suburbano de un barrio obrero de Praga era menos hipócrita; el suelo era de baldosa gris; la taza del water se elevaba del suelo abandonada y mísera. Su forma no semejaba la de la flor del nenúfar, sino que aparentaba aquello que era: la terminación ampliada de una tubería. Hasta faltaba el asiento de madera y Teresa tuvo que sentarse sobre el frío metal esmaltado.
Estaba sentada en la taza y el deseo de vaciar las tripas, que de repente la invadió, era un deseo de ir hasta el límite de la humillación, de ser cuerpo lo más plenamente posible, ese cuerpo del cual decía la madre que no sirve más que para comer y defecar. Teresa vacía sus tripas y tiene en ese momento una sensación de infinita tristeza y soledad. No hay nada más mísero que su cuerpo desnudo sentado encima de la terminación ampliada de una tubería de desagüe.
Su alma había perdido la curiosidad del espectador, su malicia y su orgullo: volvía a estar en algún sitio de las profundidades del cuerpo, en su más lejana entraña y aguardaba desesperada por si alguien la llamaba para que saliera a la superficie.