Le desabrochó un botón de la blusa y le dio a entender que ella misma se desabrochara los demás. Pero no respondió a aquella indicación. Había mandado su cuerpo a recorrer el mundo, pero no estaba dispuesta a asumir responsabilidad alguna en su nombre. No se resistía, pero tampoco le ayudaba. El alma pretendía así poner en evidencia que no estaba de acuerdo con lo que sucedía, pero que había decidido mantenerse neutral.
Él la desnudaba y ella permanecía mientras tanto casi inmóvil. Cuando la besó, los labios de ella no respondieron al contacto de los suyos. Pero entonces sintió de pronto que su sexo estaba húmedo y se asustó.
Sentía su excitación, que era aún mayor porque estaba excitada en contra de su voluntad. El alma ya estaba en secreto de acuerdo con todo lo que sucedía, pero también sabía que, para que durase aquella gran excitación, su aquiescencia debía seguir siendo tácita. Si dijese que sí en voz alta, si quisiese participar voluntariamente de la escena amorosa, la excitación disminuiría. Porque lo que excitaba el alma era precisamente que el cuerpo actuara en contra de su voluntad, que la traicionara y que ella estuviera presenciando aquella traición.
Luego le quitó las bragas y ella se quedó completamente desnuda. El alma veía el cuerpo desnudo en brazos de otro hombre y le parecía increíble, como si estuviera mirando de cerca al planeta Marte. El resplandor de lo increíble hacía que su cuerpo perdiera para ella, por primera vez, su trivialidad; por primera vez lo miraba hechizada; todo lo que tenía de personal, de único, de inimitable, se ponía de manifiesto. No era el más vulgar de todos los cuerpos (tal como lo había visto hasta ahora), sino el más extraordinario. El alma no podía separar la vista de una marca de nacimiento, una mancha castaña redonda situada justo encima del vello del pubis; le parecía como si aquella marca fuese un sello que ella misma (el alma) le hubiese impreso al cuerpo y que un miembro extraño se aproximaba sacrílegamente a ese sello sagrado.
Pero al mirar después a la cara de él, se dio cuenta de que nunca había autorizado que el cuerpo, sobre el que el alma había grabado su firma, se hallase en brazos de alguien a quien no conocía y no deseaba conocer. La inundó un odio embriagador. Reunió saliva en la boca para escupirla a la cara de ese hombre desconocido. Él la observaba con la misma avidez que ella a él; registró la furia de ella y sus movimientos se aceleraron. Teresa sintió que desde lejos se aproximaba el placer y empezó a gritar «no, no, no», se resistía al placer que llegaba y, al resistírsele, el gozo retenido se derretía largamente por su cuerpo, porque no podía escaparse por ninguna parte; se extendía dentro de ella como morfina inyectada en la vena. Se estremecía en sus brazos, golpeaba a su alrededor con los puños y le escupía a la cara.