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El ingeniero la invitaba a que fuera a visitarle a su casa. Ya se había negado dos veces. Esta vez aceptó.

Almorzó como siempre de pie en la cocina y se marchó. Aún no eran las dos.

Se aproximaba a la casa y sentía que sus piernas, sin atender a su voluntad, aflojaban ellas mismas el paso. Pero después pensó que en realidad había sido Tomás quien la había enviado a su casa. Era precisamente él quien le explicaba siempre que el amor y la sexualidad no tenían nada que ver, y ahora ella va a comprobar y a confirmar sus palabras. Le parece oír su voz: «Te comprendo. Sé lo que quieres. Lo he preparado todo. Llegarás hasta arriba y lo entenderás todo».

Sí, no hace otra cosa que cumplir las órdenes de Tomás.

Sólo quiere quedarse un momento en casa del ingeniero; sólo para tomar una taza de café; sólo para saber lo que es llegar hasta el límite mismo de la infidelidad. Quiere empujar su cuerpo hasta ese límite, dejarlo ahí un momento como en la picota y después, cuando el ingeniero quiera abrazarlo, le dirá, como le dijo al hombre del fusil en Petrin: «Es que no es por mi voluntad».

Y el hombre bajará el cañón del fusil y le dirá con voz amable: «Si no es su voluntad, entonces no puede pasarle nada. No tengo derecho».

Y ella se volverá hacia el tronco del árbol y se echará a llorar.