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Todo su cuerpo se estremecía de dolor y ella se abrazaba al árbol como si no fuese un árbol sino su padre, al que había perdido, su abuelo, a quien no conoció, su bisabuelo, su tatarabuelo, algún hombre tremendamente viejo, llegado desde las más distantes profundidades del tiempo para ofrecerle su cara en forma de rugosa corteza de árbol.

Se giró. Los tres hombres ya estaban lejos, caminaban por el césped como jugadores de golf y el fusil que llevaba uno de ellos parecía, en efecto, un palo de golf.

Bajó por las veredas de Petrin y en su alma quedaba la nostalgia por aquel hombre que debía haberla fusilado y no la había fusilado. Deseaba que estuviera allí. ¡Alguien tiene por fin que ayudarla! Tomás no va a ayudarla. Tomás la envía a la muerte. ¡Tiene que ser otro quien la ayude!

Cuanto más se aproximaba a la ciudad, más nostalgia sentía de aquel hombre y más miedo tenía de Tomás. No le perdonará el que no hiciera lo que había prometido. No le perdonará el no haber sido valiente y el haberlo traicionado. Estaba ya en la calle en la que vivían y sabía que dentro de poco le vería. Le dio tanto miedo que sentía la angustia en el estómago y tenía ganas de devolver.