Cuando llegó a la ladera de Petrin, esa colina verde que se alza en medio de Praga, advirtió con sorpresa que no había nadie. Era extraño, porque otras veces se paseaban permanentemente por allí masas de praguenses. Sentía angustia en el corazón, pero la colina estaba tan silenciosa y el silencio era tan consolador que no se resistió y se confió al regazo de la colina. Subía, a ratos se detenía y observaba: veía abajo muchos puentes y torres; los santos amenazaban con sus puños y elevaban la vista hacia las nubes. Era la ciudad más hermosa del mundo.
Llegó hasta la cima. Más allá de los quioscos de helados, postales y dulces (en los que no había ningún vendedor) se extendía el césped con unos pocos árboles. En el césped había unos hombres. Cuanto más se acercaba a ellos, más despacio iba. Eran seis. Estaban quietos o se paseaban muy lentamente, como jugadores en un campo de golf, que examinan el terreno, sopesan los palos y procuran estar en forma antes de empezar el partido.
Llegó hasta donde estaban ellos. De los seis, reconoció perfectamente a tres que desempeñaban allí el mismo papel que ella: estaban inseguros, como si quisieran hacer muchas preguntas pero les diera miedo molestar y por eso prefirieran quedarse callados, dirigiendo a su alrededor una mirada interrogativa.
Los otros tres irradiaban una indulgente afabilidad. Uno de ellos llevaba en la mano un fusil. Al ver a Teresa le hizo un gesto afirmativo y sonriente:
—Sí, éste es el sitio.
Lo saludó con una inclinación de cabeza y sintió una horrible angustia.
El hombre añadió:
—Para que no haya equivocaciones. ¿Es a petición suya?
Hubiera sido fácil decirle «¡no, no es a petición mía!», pero era incapaz de imaginar que pudiera decepcionar a Tomás. ¿Qué explicación podría darle si regresara a casa? De modo que dijo:
—Sí. Por supuesto. Es a petición mía.
El hombre del fusil continuó:
—Para que sepa por qué se lo pregunto, esto sólo lo hacemos si tenemos la seguridad de que las personas que vienen son ellas mismas las que desean expresamente morir. El servicio es sólo para ellas.
Miró a Teresa inquisitivamente, de manera que tuvo que volver a confirmarle:
—No, no tema. Es a petición propia.
—¿Le gustaría ser la primera? —preguntó.
Quería postergar al menos un poco la ejecución, así que dijo:
—No, no por favor. Si fuera posible preferiría ser la última.
—Como quiera —dijo, y se reunió con los demás.
Sus dos ayudantes iban desarmados y sólo estaban allí para atender a la gente que había venido a morir. Los cogían del brazo y paseaban con ellos por el césped. El parque era muy amplio y se extendía hasta perderse en la lejanía. Los que iban a ser ejecutados podían elegir su propio árbol. Se detenían, miraban a su alrededor y no acertaban a decidirse. Por fin, dos de ellos eligieron dos plátanos, pero el tercero siguió hacia adelante como si ningún árbol le pareciese adecuado para su muerte. El ayudante lo cogió suavemente del brazo y lo acompañó pacientemente hasta que el hombre perdió por fin el valor para seguir avanzando y se detuvo junto a un robusto arce.
Después los ayudantes ataron a los tres hombres una venda alrededor de los ojos.
Y así quedaron sobre el extenso parque tres hombres de espaldas a tres árboles, cada uno de ellos con una venda tapándole los ojos y la cabeza vuelta hacia el cielo.
El hombre del fusil apuntó y disparó. No se oyó sino el canto de los pájaros. El fusil tenía silenciador. Sólo se vio cómo el nombre apoyado en el arce empezaba a derrumbarse.
Sin alejarse del sitio en el que estaba, el hombre del fusil se volvió en otra dirección y uno de los hombres que estaban apoyados en los plátanos se derrumbó en un silencio absoluto y unos momentos más tarde (el hombre del fusil no hizo más que girar otra vez sin moverse de su sitio) cayó en el césped el tercer ejecutado.